Lola y otras canciones de amor (Hormonas, contracultura y rock)

Escrito Originalmente por Vizen

portada del libro lola y otras canciones de amor de Nicolás Mendoza Ladrón de GuevaraUn libro, y dos discos. Una historia de sonidos, que en venturosa conjunción de paralelas, forman una constelación de héroes perdidos, por las ví­as secundarias del viejo Rock de carretera.

La música como la lluvia que lo bendice todo, ya seamos leaves or grass. Guí­a el sentido y el modo. Aletean bajo su teorí­a, melodí­a y caos, complementados en un baile de sistemático azar.

Un cocktail de progesterona y sinrazón, que nos abre las puertas de, esta vez, un cadillac solitario. Así­ comienza el relato de las andanzas legadas por un ginecólogo, que nació en Granada, al son de una súplica de amor de los Beatles. Amante, por ese ende, del misterio que tensa lo siniestro y lo bello. Siempre en buena lid contra “la desazón del gineceo†, se le quiere mejor porque se le entiende, a esta vera de la hoguera de Prometeo.

Mosqueteros cerveceros, del lado oscuro del futbolí­n. Determinados vicios y lolas, y un pasado por venir. Ciencia-arte-religión. Corazones triangulares que al pasar descomponen la luz del sol. Contracultura contra la cultura, y molinos gigantes. Aunque el enemigo, en el juego del ego, no sea más que otro personaje de rol.

Pero merece la pena el viaje. Los mendigos susurran que lo has leí­do, que este camino es el real. Entre las gastadas pistas adivinan “el sencillo rostro de la felicidad†. Y si no, los márgenes del libro siempre nos llevan a un sitio mejor, desde donde se ve la ciudad.

«Lola y otras canciones de amor (Hormonas, contracultura y rock)» – Nicolás Mendoza Ladrón de Guevara.

Las Palmeras Salvajes

Las palmeras salvajes

He venido a donde tú ya no estás. El otoño comienza a erizar el lomo del viento que se escabulle invisible entre las hojas arañadas de las palmeras. Los troncos elevados se apartan, huyen a los lados, siempre, como separados por el esfuerzo de unos caballos fantasmas que arrastran su cerrazón en direcciones contrarias. Sus hojas cuelgan hacia la tierra como abandonadas, sin fuerza, derrumbadas como un cuerpo sin articulaciones, buscando el inicio primitivo, el profundo nivel horizontal de una tierra plana que sostiene el mundo y todo lo que es dormido. El cielo permanece inmóvil con esa luz desgastada propia de estos dí­as, inefable, inmenso, acariciado por el tono verde del crepúsculo, acogiendo sin envidia la primera estrella de la noche. Las palmeras susurran con sus voces de espiga cortante y seca, con su forma de espada y látigo y serpiente y cinturón adosado al ceñido vientre del aire. Susurran la condena de la memoria y del desencanto. Susurran para sonsacarte la verdad con su rumor salvaje. Entonces pienso que no se puede vivir sin querer estar vivo. Que el amor no vive dentro de la carne, porque si no se extinguirí­a con uno mismo, con la destrucción del propio cuerpo, con la muerte de cada pequeño, de cada gran amor que sentimos los hombres. Si el amor es inmortal, el amor no nos pertenece. No podemos agarrarlo, amasarlo, afianzarlo en nuestras manos. Viene y va, caliente como el sol y a su misma distancia para no calcinar los pobres cuerpos que lo buscan. Y si el amor es ajeno al hombre, la memoria por el contrario no puede vivir sin la carne. La memoria se extingue con cada uno, con cada vida. Al desaparecer, tu memoria ya no está. Pero ahora el problema es conciliar el amor y la memoria, es aquí­ donde el dolor existe y me resulta la respuesta más sincera. Entre la nada o el dolor, cada cual elige. Y pienso que a veces la vida es un diálogo perdido, una conversación constante hacia un vací­o de palabras que por el camino de la mente hasta la boca van dejando atrás su propio sentido, una lí­nea de ferrocarril que conduce a la estación del extraví­o. La extravagante cacerí­a de la ausencia. Lo aprendido y lo transmitido y lo ganado y lo disipado y la conciencia de las cosas buenas. La vida establecida engendra los peores males, la vida urgente que se hace cada dí­a engendra las mejores virtudes. Y oigo lo que queda fuera de mí­, y dejo de oí­r las extrañas piruetas de mi cabeza y el vértigo que se apodera de mí­ cuando te recuerdo, el pesado color del cielo sobre tu pelo recién lavado y el color de tu boca seria mirando un enjambre de violentas mariposas en mi pecho. Y más cosas no deberí­a hacer. No deberí­a dejar fluir ideas. Disciplina y renuncia. Y las palmeras vuelven a mutar su aspecto y se transforman en criaturas atroces que surgen de la playa, animadas por el viento, buscado sin cabeza rastros de barcos hundidos. La mirada se diluye en la sombra. La vista se pierde con la imaginación. El sonido de sus pasos inmóviles te impide moverte, esperando un desenlace de pelí­cula de ciencia ficción, donde hombres-vegetales arrastran lentamente cuerpos de cadáveres medio roí­dos por sus dientes de algas, lentamente avanzan y tú esperas tranquilo el final de la escena. El hombre es ilimitado en invenciones y fracasos. Si pudiéramos volverí­amos a hacer la misma mierda de siempre. Cierro los ojos y de nuevo los abro. Ahora las palmeras (dejan de ser zombis lentos de pelí­culas antiguas) vuelven a ser palmeras, solo palmeras, salvajes, pero palmeras al fin de todo que siguen buscando su origen en las entrañas de un profundo sueño. Constato que aparte de mi, no hay nadie más.

El duelo de la mirada se pierde en el horizonte oscuro donde miro, las espadas enterradas en la arena hacen brillar débilmente sus puntas y resuena en las rocas de la orilla el romper del oleaje. Es este momento una llamada de atención al mundo. Te oigo llamar, verter leche negra, salitre y algas de la pasión en la marmita herrumbrosa del recuerdo. El brebaje tiene un mensaje, arriba esta todo lo demás. Ya he bebido lo suficiente.

“Dicen que el amor muere entre dos personas. Eso no es cierto. No muere. Lo deja a uno, se va si uno no es digno, si uno no lo merece bastante. No muere; uno es el que muere. Es como el océano: si uno no sirve, si uno empieza a apestar en él, lo escupe en alguna parte para que se muera. Uno se muere de cualquier modo, pero yo prefiero ahogarme en el océano a que me escupa a una faja de playa muerta, y que el sol me reseque hasta convertirme en una manchita sucia sin nombre†.

Las Palmeras Salvajes, William Faulkner, 1939

Siempre vuestro, Dr J.

El teatro de Sabbath | Philip Roth

El teatro de sabbath - Philip Roth[…] La ley de la vida: la fluctuación. Por cada pensamiento, un pensamiento contrario; por cada impulso, un impulso contrario. No era de extrañar que uno se volviera loco o se muriese o decidiera desaparecer. Demasiado impulsos, y ésa no es siquiera la décima parte de la historia. Sin querida, sin esposa, sin vocación, sin hogar, sin blanca, roba las braguitas de una muchacha de diecinueve años y, recorrido por una oleada de adrenalina, se las guarda a buen recaudo en el bolsillo. Esas braguitas son todo lo que necesita. ¿No funciona de esa manera el cerebro de todo el mundo? No lo cree, se dice que eso es vejez pura y simple, la hilaridad autodestructora de la última montaña rusa. Sabbath se encuentra con su rival: la vida. «La marioneta eres tú, el bufón grotesco eres tú. ¡Tú eres el polichinela, idiota, el tí­tere que juega con los tabúes!» […]

El teatro de SabbathPhilip Roth (1995)

Gracias Destevaster