El cielo de aquel octubre | Capí­tulo 3

Iván el Terrible y su hijo Iván el 16 de noviembre de 1581

Capí­tulo 3

Marí­a habí­a salido a ayudar en el parto de Larissa. J se quedó en casa revisando sus estudios en alemán acerca del camino de la liberación que Marx habí­a fomentado en sus últimos años. En sus manuscritos, Marx proponí­a como meta el comunismo. Estos manuscritos sobre los que trabajaba los consiguió en 1920, en Stuttgart, durante un viaje a la Alemania de sus abuelos. Tení­a sus trabajos sobre la mesa de madera, que desde aquella noche no dejó de cojear y de sangrar. Además de sus papeles, habí­a un poco de sopa recalentada, pan, algo de vino y un ejemplar desencuadernado de Pushkin. La tos que le acompañaba desde hace dí­as, no se iba.

El viejo Vasili los vio entrar. Un largo abrigo negro y gorro de marta con la estrella roja en el centro, los delataba como de la MTS. La ametralladora bajo la manga. La pistola y la porra bajo el abrigo. J escuchó el estrépito de sus pasos militares subiendo la escalera.

Aporrearon la puerta del segundo piso, uno de ellos se presentó como el sargento K. Al abrir, los tres soldados que le acompañaban, pusieron a J de cara a la pared. Registraron el piso. Tras comprobar que no habí­a nadie, le ataron a la silla con las manos cruzadas a la espalda. Comenzó la paliza. Fue terrible. Condenado ya en su improvisado tribunal, no hubo tiempo para pedir fuerzas. Derramaron el vino como sangre derramada en el Gólgota. El pan, la sopa y sus papeles se mezclaron en el suelo. Luego fue desatado y arrastrado a golpes por el piso, como un pan que se amasa contra la roca. Injuriado, con los labios y las manos rotas, tení­a los ojos tan hinchados que no podí­a ver. El costado le fue abierto por una navaja premonitoria. Sus piernas quebradas no le sostení­an. Sentí­a sed, mucha sed. Todo era amargo y doloroso. Su rostro recibí­a la descarga implacable de unos puños cerrados con la ira del pueblo. Un pueblo vencido, sumido en una creciente polución y miseria. Un pueblo enfermo, engañado. Golpeaban incansables. Ebrios, con los ojos inyectados en sangre, como el Mikolka de Dostoyesvky apaleando a su caballo. El último golpe hizo a su cuerpo herido y roto temblar por el aire, y el crujido arrancó un rechinar de dientes. El dolor fue extremo… hasta desfallecer. El sargento K, recogió unos cuantos papeles del suelo, a escasos metros del cuerpo tendido. Cuando el charco de sangre tocó sus botas, el sargento K, dio la vuelta y salió de casa seguido por sus hombres. Al irse se limpió la bota manchada en la barriga desnuda y casual de un gato pardo que se le cruzó por delante.

Hubiera sido más fácil un tiro en la nuca, a las afueras de Moscú, y dejar que su cuerpo fuera cubierto por un manto de hojas mojadas, de esas que manchan la tierra de amarillo y luego sepultado por la nieve. Pero a alguien no le debí­a caer bien. Su pasado trostkista, sus trabajos, sus propuestas y sus clases en la Universidad no eran bien acogidas por el Partido.

En esos momentos, en la parte Este de la ciudad, nací­a el hijo de Larissa. Se llamó Ivan, como su padre. Larissa no aguantó. Murió tras el parto, desangrada. La placenta tardaba en salir, la patrona tiró del cordón para favorecer la expulsión mientras Marí­a apretaba el abdomen con el puño. Pero la matriz se desgarró. La placenta estaba incrustada en el útero. No hubo formar de detener la hemorragia.

Las manos y rodillas ensangrentadas de Marí­a no se lavaron con sus lágrimas, ni con las de Ivan, ni con la lluvia inesperada que mojó las calles, las fábricas, las cúpulas de las iglesias y el techo del transporte urbano.

Horas más tarde, Vasili recibió a Marí­a en la escalera y le contó lo ocurrido. El cuerpo de J estaba ahora en el piso de Vasili, envuelto en unas sábanas. El anciano estuvo de pie, al lado de ella, observando el rostro desolado de Marí­a. Su mirada azul perdida en la penumbra del portal. Su mente trasladada a la granja familiar en cenizas, el mismo rencor en el alma, el mismo nudo en el pecho, la misma impotencia. Mojada, pero sin lágrimas que derramar. Agotada. Habí­a perdido en la misma noche a J y a su hermana. Con restos de sangre en su ropa, poco le quedaba ya. Vasili la invitó a entrar, le dio unos tragos de vodka y la arropó con la única manta que tení­a. El cuerpo inerte de J estaba sobre la alfombra, en frente del sillón donde no pudo dormir ella. Vasili no dejó de hablar con su mujer.

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El cielo de aquel octubre | Capí­tulo 2

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Capí­tulo 2

La conoció una tarde de Julio. Tení­a entre las piernas una botella. Estaba sentada en un banco, cerca de la Plaza Roja. Hablaba de Trotsky con cariño. J, se sentó y ella le invitó a un trago de vodka. Sus palabras eran peligrosas, cálidas y nostálgicas. Estaba preciosa, con ese jersey negro de cuello alto y aquella falda larga. Con esa cara cansada, los ojos vidriosos y azules, y aquel mechón de pelo sobre su nariz, era un ángel. Un ángel de unos veintiséis años, una virgen ingrávida de esas que pintaba Chagall. J le pidió que hablara más bajo e inútilmente intentó cambiar de conversación. A Trotsky lo mataron ellos, lo acusaron de traidor pero podí­an haberlo acusado de otra cosa esos cabrones. Era tan fuerte como hermosa, y demasiado libre. Ella le contó cómo habí­a huido hacia Moscú años atrás, desde las tierras del Volga con su hermana mayor Larissa. La granja de su padre fue quemada durante la cruzada contra los Kuacks que emprendió el gobierno. Stalin habí­a desequilibrado la economí­a, apostó por un desarrollo masivo de la industria pesada y por convertir a Rusia en una potencia bélica. Fue la época del Primer Plan Quinquenal. Tuvieron que matar a las vacas que quedaron en sus tierras y dejar su casa. Muerta su madre, su padre no tardó en morir. Así­ llegaron las dos hermanas a Moscú. Larissa se casó con un primo suyo, minero del carbón, y ella entró en una industria textil. Hasta ese dí­a, que la echaron por cortarle la nariz al jefe con las tijeras cuando éste le metió mano debajo de la falda, por detrás. Y allí­ estaba ella ahora, hablando con un extraño. Entonces J se presentó. Marí­a alzó por primera vez la cabeza de la botella y le dijo su nombre mirándolo a los ojos. Creo conocerte, dijo J, eres el nombre que susurraba cada noche al acostarme. Ella cerró su pobre discurso poético poniendo su mano en los labios, y luego le besó en silencio.

J era un hombre alto, moreno, de familia judí­a. A sus treinta y siete años, de su pasado sólo conservaba algunas frases de la Torá, sus libros y el recuerdo de sus años de juventud al servicio de la Revolución. No tení­a muchos amigos ahora, y no se fiaba de nadie. Pero de ella se enamoró al instante. Conocí­a la Nueva Filosofí­a, amaba al hombre sensible y real, liberado de Dios y dueño de sí­. Ella poseí­a la fuerza necesaria para cambiar la historia, su historia. Habí­a leí­do a los padres de la literatura rusa, pero sólo amó a los pocos que la invitaron a comenzar de nuevo recreando la realidad.

J la invitó a casa, jamás pensó que se quedarí­a. Tení­a una sonrisa preciosa, aunque nunca la oyó reí­r. La primera vez que la vio sonreí­r fue en aquella tarde de Julio de 1937, al entrar en la casa, cuando los saludó el viejo Vasili. El viejo Vasili viví­a en el sótano. Siempre contaba la misma historia, que a su mujer se la llevó una luz que bajó del cielo una noche de invierno y que desde entonces, cada noche, se le aparece su fantasma para hablar con él. Su conversación era agradable, años atrás habí­a sido guardabarrera en los ferrocarriles de Siberia. Ahora su buen gesto no podí­a mitigar el mal aliento de su boca. Bebí­a mucho vodka, y calzaba zapatillas de distinto color, una azul y otra roja. Los demás vecinos de la casa (un matrimonio mayor sin hijos, una viuda, y un militar retirado), no le hablaban. Pero él se reí­a de todos sentado en el retrete que habí­a al final del pasillo, con la puerta abierta, intentando deshacerse de los restos de la exigua cena ingerida el dí­a de antes, mientras reñí­a con las cucarachas por conservar su espacio vital.

J y Marí­a llevaban cerca de tres meses juntos cuando llegó aquel fatí­dico 2 de Octubre que cambió sus vidas. Aquella noche era tan frí­a como la muerte de uno de esos niños congelados en la madrugada del domingo en que se acaba la leña.

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El cielo de aquel octubre

El cielo de aquel octubre

Capí­tulo 1

Hací­a semanas que era otoño. La mañana, de finales de Octubre, amaneció frí­a en Moscú. J, miraba a Marí­a que dormí­a a su lado. La despertó mordisqueando su mano helada. Ella sonrí­o con los ojos cerrados aún. La besó, y poco a poco la saliva aliviaba el mal sabor de boca que tení­a desde la noche del 2 Octubre de ese 1937.

Como cada mañana, J se levantaba para cocer un poco de leche diariamente diluida en agua. Marí­a se quedaba en la cama un rato más, bajo un recorte de periódico enmarcado del levantamiento obrero, que ya estaba amarillo. Luego como cada mañana desde hací­a dos meses, ella se aseaba en la palangana del fondo, se poní­a la blusa blanca y el abrigo negro que tiene ancha la solapa. Tomaba el vaso de leche, apoyaba sus grávidos pechos sobre el hombro de J, y se despedí­a con un cálido beso. Él no necesitaba darse la vuelta para ver su oscuro pelo rojo desordenado en la espalda antes de ser recogido por una cinta. Era lo más hermoso que J habí­a conocido nunca, desnuda de todo romanticismo, dando importancia a lo importante y belleza a las pequeñas cosas. Marí­a iba a su nuevo trabajo en la metalúrgica.

Entonces J, se quedaba solo en aquel piso sin calefacción, mirando los azulejos sucios y las baldosas rotas. Baldosas negras y blancas como aquel tablero de ajedrez donde Antonov planeó el asalto al Palacio de Invierno. Pero que lejos quedaba el Instituto Smolny, St. Petersburgo y 1917. La victoria fue escasamente duradera. La utopí­a al servicio del Estado. El partido de 1917 tení­a su fuerza en el mesianismo, el socialismo de base marxista con Lenin, Trotsky y la lucha de clases para conseguir la evolución de la Historia, el progreso, en el difí­cil mundo del auténtico humanismo. Pero la Revolución Rusa se quedó sola en Occidente y el socialismo a partir de entonces se improvisó. Desde 1932 ya no existí­a sociedad. Stalin, el fuerte hijo de zapatero, habí­a hecho creer que él era el socialismo. Una dictadura vestida de falsedades ideológicas, una esclavitud estatalizada, y ya no habí­a marcha atrás.

Utilizando la metapsicologí­a freudiana, podrí­a decirse que el principio de escasez se impuso al principio del placer y el pueblo ruso se encerró en sí­ mismo, negándose al Eros, al impulso asociativo. Reprimido, enajenado, no luchó ya por transformar el mundo, sino que lo aceptó como inclemente morada. La revolución puesta al servicio de una bandera, como el Bolchevique que pintó Kustodiev. El pueblo ruso quedó herido, alcoholizado, miope y sin esperanza. Cráneos ingenuos dispuestos al pacto sellado con sangre. Gris acero, Partido-Estado, el telón se desplomó.

J, sabí­a que Rusia estaba enferma. Viví­a en el segundo piso de una vieja casa del bulevar Pokorvski. Consiguió el piso cuando pertenecí­a al Comité de la Vivienda. Ahora era profesor de Economí­a en la Universidad, a orillas del rí­o Moscova. Pero pertenecí­a a la sección que no interesaba a Stalin. Los trotskistas se habí­an convertido en cabeza de turco, culpables de la mala situación social y declarados como antipatriotas. La Policí­a Polí­tica le seguí­a los pasos. Ya habí­a comenzado la purga. Pero desde que conoció a Marí­a nada importaba más. Habí­a llegado como un bálsamo tranquilo.

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Un aviador irlandés prevé su propia muerte

Bristol F.2B Fighter

He subido a bordo del Bristol, los primeros escuadrones han caí­do bajo el fuego de los Albatros de Manfred. Volar templa mis nervios. A esta altura las cosas del mundo parecen muy lejanas. A esta altura, rodeado de nubes, voy al encuentro de mi destino. El motor ruge para mantener el equilibrio. No odio a aquellos contra los que combato, y tampoco amo a todos a los que defiendo. Mi tierra está en Kiltartan Cross y pertenezco a los pobres de Kiltartan. Termine como termine esta guerra, mi pueblo no perderá más de lo que ahora tiene, ningún final le hará más feliz, nada ganará cuando esto haya acabado.

Me alisté como un soldado más, un hombre que vive la vida según el tiempo y el lugar que le ha tocado vivir. No me alisté por deber, ni me obligó ninguna ley. No me alisté por los polí­ticos, ni porque al regresar hubiera una muchedumbre enardecida esperando. Me alisté por un solitario impulso, por una débil alegrí­a, por vivir la vida que me ha tocado vivir.

La nubes se abrazan formando tumultos blancos y grises. Al fondo el sol abre agujeros en el cielo. Antes de volar lo medité, lo he valorado todo, todo lo he tenido presente. La vida de un hombre se puede rastrear por sus actos. La vejez es una locura. Un viejo que no esté loco no ha vivido lo suficiente. Veo las colinas abajo, como verdes sueños sin moraleja. Respiro. Intuyo el silencio más allá del ruido de este motor. Veo el porvenir y es un porvenir estéril, un aliento malgastado hace años, años pasados. Es inútil este aliento cuando sopeso esta vida, cuando aprecio esta muerte que me espera.

Este relato es un homenaje a la soledad de la condición humana. Está inspirado en el poema homónimo de William Butler Yeats, publicado en 1919, en las postrimerí­as de la Primera Guerra Mundial. Yeats, irlandés, poeta lí­rico y esotérico, vivió arraigado en su época y participó como polí­tico en la vida pública. Recibió el premio nobel en 1923. Pound lo admiraba por su sentido del tiempo.

AN IRISH AIRMAN FORESEES HIS DEATH

I know that I shall meet my fate
Somewhere among the clouds above;
Those that I fight I do not hate,
Those that I guard I do not love;
My country is Kiltartan Cross,
My countrymen Kiltartan’s poor,
No likely end could bring them loss
Or leave them happier than before.
Nor law, nor duty bade me fight,
Nor public men, nor cheering crowds,
A lonely impulse of delight
Drove to this tumult in the clouds;
I balanced all, brought all to mind,
The years to come seemed waste of breath,
A waste of breath the years behind
In balance with this life, this death.

W. B. Yeats

Siempre vuestro, Dr J.

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Un ser Megaborde

(Cómo escribir un relato al modo John Fante)

John Fante

Nos proponemos, mediante el presente ensayo, ofrecer al lector la posibilidad de, a través de la combinación acertada de una serie de elementos, convertirse en un vigoroso trazador de pedazos de realidad estilo lumpen al modo del Sr. John Fante.

A saber :

  1. El Galán:
    • Varón Maduro. 35 a 45 años. Bien dotado, según su parecer. Potencia sexual inhumana, (tiene un Ave Fénix en su pene) según su parecer. Abluciones escasas, tanto matutinas como vespertinas. Olor a macho. Chulerí­a incontenida, exaltación del «yo» por encima de todo. Concepto rerumcéntrico del Universo («Las cosas están a mi servicio y no yo al servicio de las cosas») y en consecuencia, chulo por encima de todo. Aficionado a las peleas por causas nimias, como una mala mirada, un malentendido, etc. Alcohólico modesto, sazona su afición con algún desparrame ocasional. Desprecio por las autoridades y las mujeres, «esas cosas que huelen». En definitiva, Un Ser Megaborde.
  2. La Chica:
    • Belleza porcina. Buenos cantos. Imprescindibles pechos de gran tamaño. (Mí­nimo 90). Desinhibición sexual a media copa. Parroquiana adicta a los garitos más repugnantes, donde halla a los machovaras capaces de satisfacer su insania sexual aún a costa de recibir alguna que otra pedrada de sus amantes más que ocasionales. Voracidad interpernorum: se le supone.
  3. Los Lugares:
    • Sean cuales sean, los lugares no deben estar muy limpios, la mugre resulta esencial. Convienen mostradores, mesas y sillas de railite, calendarios atrasados y vasos opacos. Sitios con capacidad de autogenerar borra o pelusa con la misma facilidad que el protagonista meteorismos.
  4. El Alcohol:
    • La generosidad en la utilización de éste sin par elemento no debe ser de ningún modo racionada o limitada bajo concepto alguno. Es susceptible de combinarse con algún tipo de drogas: psicotrópicos, compuestos anfetamí­nicos u otros por el estilo. Prohibida la cocaí­na, por su cierto aire burgués; ello repugna por partes iguales a autor y lector y desvirtúa grandemente la naturaleza del relato. Prohibido también el caballo, despista, y hace perder el aire moderno que le imprimen los elaborados quí­micos. Se permite, no obstante, el fumar chinos: aspirar humo de heroí­na siempre llama la atención.

Introducción

Se requiere un ambiente sórdido. Por ejemplo, una introducción comentando una monumental resaca puede ser buena. El comienzo debe ser crudo y de impacto, nada de mariconadas, el aterrizaje debe ser en la misma mierda en que vive el protagonista, aunque hay que aclarar que el muchacho no es de baja extracción social, sino que debe dar siempre la impresión de tener estudios y ser tan burgués como su lector, pero que por mor de diversas circunstancias, la vida aún no le ha pagado lo que le debí­a y él, por su parte, se desvive por hacer paté su hí­gado y provocar a la policí­a (municipal) sólo cuando está en condiciones de correr. En nuestro relato se ha pasado dos o tres pueblos y amanece tirado en la calle, aunque hemos de reseñar que ésta no es la tónica general de sus matinés de incorporación al mundo real. Y no nos llamemos a confusión: estamos hablando de un tipo leí­do, no de un mentecato, lo que le pasa es que vive en el lado salvaje. Ha de quedar claro en todo momento que no es un vulgar borracho que anda con la noción de las cosas totalmente perdida. Hecha esta glosa, empezamos:

Me habí­an meado los perros. Obtuve tal evidencia cuando me despertó la bocina de un camionero hijoputa que tení­a que pasar por aquella calle. Abrí­ los ojos y vi que estaba tirado en el suelo. Me habí­an meado los perros y no me encontraba precisamente bien. No podí­a ser de otro modo, aquella noche las botellas habí­an sido bastantes y no estaban llenas de agua bendita sino de la ginebra más correosa y con más poco enebro que se podí­a destilar.

Me levanté sin mirar y como pude llevé la ceremonia de huesos de mi cuerpo hasta la pocilga infecta que era el apartamento donde viví­a. Abrí­ la puerta mientras me estallaba la cabeza con ése amargor de bombo milenario, de gong sordo acompasado con cada latido de mi corazón y ese pedazo de carne hinchada de sangre que era mi lengua se hallaba pegada para siempre al paladar. El colchón me abrazó con el mismo cariño que otras tantas mañanas.

Ya vemos con que tipo de sujeto nos estamos jugando los cuartos. El resto del relato promete ser de lo más jugoso: quizás un poquito de hostias y discusiones, otro poquito de copas, y lo más importante: ¡a ver si folla o no, este cabrón!

Las seis de la tarde era una buena hora para que mis tripas recibieran otra dosis de alcohol, así­ que me despertaron y estuve un buen rato hurgando en los bolsillos de mi aséptico ropero en busca de un poquito de billetes que facilitaran el trueque comercial que me habí­a propuesto realizar.

Atención lector, porque los vecinos entran ahora en acción. Hay una variada gama, desde la familia con el padre en el desempleo y dos niños con algo de retraso mental que se pasan todo el santo dí­a vociferando con la madre, pasando por el matrimonio que anda a golpes a cada momento, por el camello que ejerce su actividad en casa, o por la vieja que no se entera nunca de nada. Puestos a elegir, nos quedamos con ésta última.

Nada. Pero quizá la vieja Gonsi pudiera concederme algún crédito. Gonsi no era otra que mi vecina del apartamento contiguo. Como siempre la puerta abierta, y como siempre el monitor de televisión a todo trapo. Fui a la cocina, tragué dos cucharadas de puchero sobrante y tomé, a cuenta de nada como siempre, un puñado de monedas de la botella del refrescante imperial que todos conocemos donde ella guardaba los restos de sus compras. Me tiré dos buenos pedos a la salud de la vieja por ver si me oí­a. No obtuve respuesta y me largué.

El súper bar «Burros y Caracola» estaba abierto. Su puerta, como una boca que me hablaba, mostraba sus dientes, sus bazares repletos de deliciosas botellas de vino blanco brillando al fondo, transparente como orines, que salí­a como entraba y a su paso por las deshechas tuberí­as de mi cuerpo se destilaba en albaranes de felicidad y estrellitas de colores.

Empecé la primera.

Empecé la segunda.

A las siete de la tarde podrí­a decirse que ya estaba un poco borracho. A eso habí­a venido, y no a rezar el rosario.

Va siendo hora de poner en acción el dedo veinte y uno del chico, que es lo que está esperando el lector, un poco de metesaca estimula mucho y obliga a las piernas a cruzarse en el sillón.

A las siete y cuarto entró una tí­a en el bar, parecí­a algo ajumada. Su cara tení­a aspecto de haber vivido tiempos mejores. Tení­a las piernas largas como una misa de cura viejo y las caderas contorneadas como una gran chicane, con unas curvas difí­ciles de seguir con la vista sin trastabillar; sus pechos bajo aquel traje de punto que se pegaba a su cuerpo, eran comos dos titanes, como dos mundos demoledores sin explorar, esperando a que un mamón como yo los cartografiase, midiera sus picos y sus desniveles con mis dientes y probase los frutos de sus riquí­simas huertas salvajes. Mi polla comenzó a hincharse de sangre, así­ que me acerqué a ella y le espeté:

¿Quieres follar?

Ella contestó:

¡Digo!

Podemos optar ahora por terminar de forma escueta y cortante nuestro relato, masacrando los rijosos pensamientos del lector, con una frase que pretenda ser tan destroyer (perdón por el término) como la inicial (Recordemos: «Me habí­an meado los perros»). De tal modo, combinaremos los siguientes elementos:

La palabra «follar» y sus conjugaciones + alcohol + emisión incontrolada de algún humor interno + Insultos a la chica + evaluación de daños.

  • Follamos y luego bebimos.
  • Vomitamos.
  • Bebimos y luego follamos.
  • Por culpa de aquella estúpida se me escoció la polla.

F I N

Imagen original de Katarsis