Las Palmeras Salvajes

Las palmeras salvajes

He venido a donde tú ya no estás. El otoño comienza a erizar el lomo del viento que se escabulle invisible entre las hojas arañadas de las palmeras. Los troncos elevados se apartan, huyen a los lados, siempre, como separados por el esfuerzo de unos caballos fantasmas que arrastran su cerrazón en direcciones contrarias. Sus hojas cuelgan hacia la tierra como abandonadas, sin fuerza, derrumbadas como un cuerpo sin articulaciones, buscando el inicio primitivo, el profundo nivel horizontal de una tierra plana que sostiene el mundo y todo lo que es dormido. El cielo permanece inmóvil con esa luz desgastada propia de estos dí­as, inefable, inmenso, acariciado por el tono verde del crepúsculo, acogiendo sin envidia la primera estrella de la noche. Las palmeras susurran con sus voces de espiga cortante y seca, con su forma de espada y látigo y serpiente y cinturón adosado al ceñido vientre del aire. Susurran la condena de la memoria y del desencanto. Susurran para sonsacarte la verdad con su rumor salvaje. Entonces pienso que no se puede vivir sin querer estar vivo. Que el amor no vive dentro de la carne, porque si no se extinguirí­a con uno mismo, con la destrucción del propio cuerpo, con la muerte de cada pequeño, de cada gran amor que sentimos los hombres. Si el amor es inmortal, el amor no nos pertenece. No podemos agarrarlo, amasarlo, afianzarlo en nuestras manos. Viene y va, caliente como el sol y a su misma distancia para no calcinar los pobres cuerpos que lo buscan. Y si el amor es ajeno al hombre, la memoria por el contrario no puede vivir sin la carne. La memoria se extingue con cada uno, con cada vida. Al desaparecer, tu memoria ya no está. Pero ahora el problema es conciliar el amor y la memoria, es aquí­ donde el dolor existe y me resulta la respuesta más sincera. Entre la nada o el dolor, cada cual elige. Y pienso que a veces la vida es un diálogo perdido, una conversación constante hacia un vací­o de palabras que por el camino de la mente hasta la boca van dejando atrás su propio sentido, una lí­nea de ferrocarril que conduce a la estación del extraví­o. La extravagante cacerí­a de la ausencia. Lo aprendido y lo transmitido y lo ganado y lo disipado y la conciencia de las cosas buenas. La vida establecida engendra los peores males, la vida urgente que se hace cada dí­a engendra las mejores virtudes. Y oigo lo que queda fuera de mí­, y dejo de oí­r las extrañas piruetas de mi cabeza y el vértigo que se apodera de mí­ cuando te recuerdo, el pesado color del cielo sobre tu pelo recién lavado y el color de tu boca seria mirando un enjambre de violentas mariposas en mi pecho. Y más cosas no deberí­a hacer. No deberí­a dejar fluir ideas. Disciplina y renuncia. Y las palmeras vuelven a mutar su aspecto y se transforman en criaturas atroces que surgen de la playa, animadas por el viento, buscado sin cabeza rastros de barcos hundidos. La mirada se diluye en la sombra. La vista se pierde con la imaginación. El sonido de sus pasos inmóviles te impide moverte, esperando un desenlace de pelí­cula de ciencia ficción, donde hombres-vegetales arrastran lentamente cuerpos de cadáveres medio roí­dos por sus dientes de algas, lentamente avanzan y tú esperas tranquilo el final de la escena. El hombre es ilimitado en invenciones y fracasos. Si pudiéramos volverí­amos a hacer la misma mierda de siempre. Cierro los ojos y de nuevo los abro. Ahora las palmeras (dejan de ser zombis lentos de pelí­culas antiguas) vuelven a ser palmeras, solo palmeras, salvajes, pero palmeras al fin de todo que siguen buscando su origen en las entrañas de un profundo sueño. Constato que aparte de mi, no hay nadie más.

El duelo de la mirada se pierde en el horizonte oscuro donde miro, las espadas enterradas en la arena hacen brillar débilmente sus puntas y resuena en las rocas de la orilla el romper del oleaje. Es este momento una llamada de atención al mundo. Te oigo llamar, verter leche negra, salitre y algas de la pasión en la marmita herrumbrosa del recuerdo. El brebaje tiene un mensaje, arriba esta todo lo demás. Ya he bebido lo suficiente.

“Dicen que el amor muere entre dos personas. Eso no es cierto. No muere. Lo deja a uno, se va si uno no es digno, si uno no lo merece bastante. No muere; uno es el que muere. Es como el océano: si uno no sirve, si uno empieza a apestar en él, lo escupe en alguna parte para que se muera. Uno se muere de cualquier modo, pero yo prefiero ahogarme en el océano a que me escupa a una faja de playa muerta, y que el sol me reseque hasta convertirme en una manchita sucia sin nombre†.

Las Palmeras Salvajes, William Faulkner, 1939

Siempre vuestro, Dr J.

The Black Crowes 2009 – Before the frost… Until the freeze

The Black Crowes Before the Frost...Más de lo mismo. Sí­. Pero esta vez en plan de verdad (“rancio† incluso, como me dijo una vez alguien). Para todos los que nos engatusaron los cuervos hace ya más de 10 tacos, y luego nos defraudaron (hay que recordar “By your side† y “Lions†?; aunque hasta incluso esos discos me gustaron), el repunte que supuso “Warpaint† (2008) nos colocó en una agradable incertidumbre: la del “ahora qu醝. Pues bien, ahora más y mejor. Se nota que, tras la reunificación de la hermandad Robinson, han chupado carretera y escenarios, y aquí­ está el resultado, con sorpresa: a la venta ha salido un CD (“Before de frost…† —reminiscencias dylanianas para quien las quiera ver— presentación austera como su puta madre) y en su interior hay una tarjetita con un código para descargarte el otro disco en la página web del grupo, “…Until de freeze†. Grabados en estudio… con público. Una delicia. Para disfrutar dejándote llevar lánguidamente con una cerveza en la mano…

Hace poco (algunos lo recordarán) disfrutamos de una gran celebración en tierras sardas donde a alguien se le ocurrió pinchar “Hard to handle† a toda pastilla (bueno, en realidad muchos no se enteraron), el otro dí­a atronó el aleatorio del iPod con “Sometimes salvation† y ésta misma tarde un amigo me comentó que lo último de los Crowes estaba muy bien; un par de pasadas por los discos no han hecho más que corroborarlo…
…más de lo mismo, sí­, pero es cojonudo.

Thanks a lot, Bird.

Felicidades J.

El rey despreciado

juan gimenez der kaiserUn hombre permanece inmóvil sobre el suelo de una habitación. Le rodean copas a medio beber y vasos rotos, platos con restos de comida, carnes y frutas, alfombras deslucidas y un cordero blanco degollado. Hay restos de gallinas descuartizadas y un perro atado en una de las paredes. Viste un viejo camisón blanco. La puerta está cerrada y detrás, en el zaguán, aguarda una mujer con un semblante cansado que oculta sin mucho disimulo un gran enfado. Hay una ventana por donde comienza a verse amanecer. Parece abatido, como un insomne bebedor. No se adivina en su mirada alegrí­a, más bien tristeza y una especie de impotencia que transmite a todo su recio cuerpo. Mira perdido un futuro que parece arder, al tiempo que revive uno de sus dí­as mejores, lejos de este que empieza, donde su amor escapa de la gravedad y las voces de la calle despiertan como canciones de cosecha. Ahora que no duerme, las sombras se han movido, como cuchillos ensangrentados en una cocina. La luz lucha como un niño por hacerse su espacio. Debió explotar el sol y sacar todo su oro antes que este se incendiara, que hiciera temblar la tierra y el cielo se descolgara sobre el árbol que acabó con Adán. Sus pequeños crecieron ajenos a su tragedia y ya no quiere verlos más, deben escapar de él, de sus manos insatisfechas, de sus ojos abiertos, de sus competiciones, de sus recuerdos, de su violencia, de aquellos dí­as que nunca alcanzará, del enfermo marido de su mujer muerta. Donde mira, una mariposa sin alas no puede volar. No ha soñado o lleva soñando todo este tiempo. El humo vuela denso en la estancia, oscurece un poco la luz que entra por la ventana, silva el aire como una culebra. Llama a la mujer que espera fuera.

Yo era el rey de toda esta tierra, el indomable, el victorioso, el lisonjeado. Yo era la voz de la ley, la mano de la justicia. Cómo me ha pasado esto, cómo me has dejado caer, cómo he sido abrumado, asfixiado, hundido en este desierto abandonado. Cansado. Yo también caí­ enfermo y me sedujo la silueta de unos pechos encubiertos con una blusa de seda. He escuchado los clamores de mi pueblo y he actuado con prudencia, pero hasta la más mí­sera piedra se me antoja hoy una estrella lejana. El pueblo no sólo abre la boca para comer, sino para tragar todos estos planetas que hoy conspiran contra mí­. Qué me salvará de las grandes tragedias cotidianas, quizá unas pinzas de ropa olvidadas en la cuerda de tender, en una azotea, en una tarde de julio, o quizá unas sábanas recién planchadas a la hora de dormir, un estornudo asfixiado después de hacer el amor o unas cerezas recién cogidas del árbol que creció de la sangre de mi padre Gerión. El pueblo inocente, desesperado, no ha vivido por mí­. Os he traicionado, te he traicionado, es verdad, y me he desmoronado porque me he traicionado a mi mismo. De nada sirve que me disculpe. De nada sirve aguantar tus burlas y tu despiadado castigo. Las risas de los niños que no llegaron a ser se esconden detrás de las hojas de los últimos árboles del huerto. La iglesia fue abandonada, con sus imágenes y sus fieles resplandores de vela derretida. La cabeza de Juan en una bandeja de plata es el reclamo de un dios huérfano y desahuciado por tus ojos y por tu amor. Mi vida, tu amor ha costado más de una cabeza y un cuerpo desmembrado en el estanque. Por mis barbas dejadas crecer en la indiferencia de los dí­as, ascienden serpientes pequeñas y nerviosas como dedos de niños. Mujer, no abras la puerta, déjala bien cerrada. Las casas ya están condenadas. Mis pasos no resonarán más en este vértigo de oscura locura y soledad. Dónde están los dí­as perfectos de música y bailes, de rumor de olas y bebida infinita. Ni los burros pueden evitar que desaparezca con hocico de león mellado. Todos han fingido beber de mis tinajas, han fingido calentarse con el calor de mi chimenea y llorar con el dolor de mi alma. Las voces que eran dulces son un atronador silencio que ha olvidado mi nombre. No abras nunca esta puerta. Ya no me taparás los ojos con tus manos delicadas para evitar que me viera morir. Ya no me acariciarás el oí­do para susurrarme historias de los benditos paganos que se acercan diariamente a sus abismos. Ya no me sostendrás mi sexo con tus manos perfectas para hacerme perder el sentido de la realidad. Ahora esperas un descuido para anunciar mi despedazamiento. Nunca quise huir. Flechas de bronce se forjan en la fragua. Las hogueras se preparan para calentar aceite y brea. Las camisas de las serpientes se tensan. Es cierto que he vagado por la tierra con la tristeza de un animal desfondado, de un fuego apagado, como un barco inmóvil, como una maldición nocturna, minúsculo insecto enfrentado a un mundo infinito. Pero más me pudo mi soberbia y orgullo, más me pudo el sonido de unos huesos enemigos quebrados bajo el peso de mi caballo. Los goznes de una puerta giratoria abierta antes de que llegara mi sombra. Más me pudo la espada que el resplandor de un paisaje transparente en el hueco de tus manos. Más me pudo la tormenta que la quietud de un lago dormido plácidamente en tus ojos, rodeados de olivos y viñedos. El campo de batalla deja calva la tierra fértil y hostil el semblante del que regresa. Los cadáveres de los hermosos vencidos nos recuerdan lo que no tiene escapatoria, sino apelaciones. Has oí­do toda la noche unos lastimeros mugidos. Yo mismo he degollado este blanco cordero. No abras la puerta. Mañana será otro dí­a en el paraí­so. Ya nada es nuestro. Mi reino se ha humillado. Nada nos pertenece y hasta la muerte me parece ajena. Todo el mundo sabe quién soy, menos yo. Me he quitado la manta y el escudo. Ya no tendré frí­o. El alma libre habla de igual a igual. Sólo de igual a igual he de hablar a la muerte. En un sueño vi una mujer joven que no querí­a morir. Le disparaban al estómago. No podí­a hablar, sólo sus lágrimas pedí­an auxilio. Me llamaba a mí­. Necesitaba mi ayuda, pero yo llegué tarde o nunca llegué. Tení­a heridas las rodillas. Sus lágrimas se convirtieron en perlas que caí­an a un pozo. Me desperté comprendiendo que en cada pozo existe una mujer ahogada. No abras la puerta, mujer. Déjala cerrada. Diles que aún duermo. Pero cuando entres, lava mi cuchillo y limpia mi cuerpo. No dejes que ladren los galgos ni me hurguen los hurones de la carroña.

Se oye el sonido de una casa que se vací­a. Una espada golpea el suelo. La luz sigue creciendo dentro de la habitación, haciéndola más grande. Las campanas tendrán hoy un funesto trabajo. La mujer cierra sus ojos y siente su alma cosida a la miseria de aquel hombre despreciado. Sus manos se doblan, inútiles. La mañana se llena de bullicio. La tierra se despierta para recolocar todas las cosas que antes estaban estacionadas.

“Mientras volví­a vi las huellas de viejas fogatas en la hierba, ramajes calcinados, cenizas, piedras afumadas y hollí­n; al lado, desplomados, los grandes asadores de los sacrificios y de los banquetes. Montones de huesos colosales blanqueaban el alaba con ese blanco emplatecido de la memoria o de lo no nacido, una inmensidad serena y con cierto orgullo osado, el de un remoto monumento a los ausentes, es decir, a nosotros mismos, y el heno era amarillo hasta donde la vista alcanzaba, pese a que más abajo el mar lucí­a estúpidamente rosado, imponiendo una vez más, desde el principio, un movimiento, su movimiento, nuestro movimiento†

Yannis Ritsos, íyax