La primera noche y el temblor

pedro

Llegó la noche del primer dí­a y con ella el temblor. El temblor de una vida recién nacida en una cuna, acostada a la vera de sus padres. La noche que trae oscuridad y sueño a los rostros cansados, que trae la calma y el temblor de tres seres que comienzan a conocerse desde el principio. Nace el hijo y también nacen los padres que miran la noche como si todo fuera nuevo, contemplando cada minúsculo movimiento de su hijo, el compás de su respiración, la fuerza de su llanto. Lleva tres horas durmiendo, lo despierto o lo dejo descansar. Lleva tres y cuarto, lleva cuatro. Poco a poco se acostumbran los ojos a verlo, como las pupilas se adaptan a la oscuridad. Tras el temblor, los dedos rosados de un dios joven traen al mundo las primeras luces. La primera noche ya ha pasado. Ahora comienzan los tres una nueva vida.

Y así­ los sentimientos dan lugar a los nombres. Dedicado a Pedro y a sus padres P y P. Dedicado a los que estrenan o han estrenado paternidad. Os dejo las palabras de un poeta, las palabras que brindó Miguel Hernández a su hijo. Os dejo con la tercera parte de su poema trí­ptico “Hijo de la luz y de la sombra…†. La primera alude al mediodí­a, la segunda a la noche. Mediodí­a y noche, hombre y mujer, tierra y cielo, semilla y fecundidad, se unen en un ritual sagrado que santifica al mundo, que lo dota de belleza y que da lugar a un nuevo ser, que será llamado hijo, que dominará la tierra, el dí­a y la noche, que terminará lo que aún no está terminado. Y con esto me despido por una temporada donde pretendo practicar con sencillez el abandono. Un abrazo a todos.

“Tejidos en el alba, grabados, dos panales
no pueden detener la miel en los pezones.
Tus pechos en el alba: maternos manantiales,
luchan y se atropellan con blancas efusiones.

Se han desbordado, esposa, lunarmente tus venas,
hasta inundar la casa que tu sabor rezuma.
Y es como si brotaras de un pueblo de colmenas,
tú toda una colmena de leche con espuma.

Es como si tu sangre fuera dulzura toda,
laboriosas abejas filtradas por tus poros.
Oigo un clamor de leche, de inundación, de boda
junto a ti, recorrida por caudales sonoros.

Caudalosa mujer: en tu vientre me entierro.
Tu caudaloso vientre será mi sepultura.
Si quemaran mis huesos con la llama del hierro,
verí­an que grabada llevo allí­ tu figura.

Para siempre fundidos en el hijo quedamos:
fundidos como anhelan nuestras ansias voraces:
en un ramo de tiempo, de sangre, los dos ramos,
en un haz de caricias, de pelo, los dos haces.

Los muertos, con un fuego congelado que abrasa,
laten junto a los vivos de una manera terca.
Viene a ocupar el hijo los campos y la casa
que tú y yo abandonamos quedándonos muy cerca.

Haremos de este hijo generador sustento,
y hará de nuestra carne materia decisiva
donde asienten su alma, las manos y el aliento,
las hélices circulen, la agricultura viva.

Él hará que esta vida no caiga derribada,
pedazo desprendido de nuestros dos pedazos,
que de nuestras dos bocas hará una sola espada
y dos brazos eternos de nuestros cuatro brazos.

No te quiero en ti sola: te quiero en tu ascendencia
y en cuanto de tu vientre descenderá mañana.
Porque la especie humana me ha dado por herencia,
la familia del hijo será la especie humana.

Con el amor a cuestas, dormidos y despiertos,
seguiremos besándonos en el hijo profundo.
Besándonos tú y yo se besan nuestros muertos,
se besan los primeros pobladores del mundo.†

Miguel Hernández, del libro “Cancionero y romancero de ausencias†, 1942.

Siempre vuestro Dr J.

Suerte, deber y privilegio

suerte

Por suerte tengo amigos que miran a la cara, con los que puedo hablar de las cosas importantes. De la vida y su alquimia, los milagros y los abismos cotidianos. A veces sigo andando como si no me enterase de nada. Pero no creas que estoy ciego por no ver crecer aquellos tulipanes. Las palabras adecuadas son laberintos con ventanas. Suerte de poder refrescarme con el agua en ese lugar que es cobijo y es calma. Haremos lo que podamos hacer para no volver a arrastrarnos por los senderos de esa tierra deshabitada. Suerte de poder ver el sol más allá de la tarde nublada. Suerte de ver a la dama del lago mirarme desde el agua antes de menguar. Suerte de tener amigos, deberes y privilegios. Caminos que vienen por mí­. Telarañas que adormecen el color amarillo de mis paredes desnudas. Suerte de la presión precisa, de la sombra de un contrabajo, de la voz del negro ese que canta. Tengo la buena educación y la buena suerte de beber por igual con los que beben sin consejos en los bares abiertos o cerrados. Tengo el deber y el privilegio, sigo cumpliendo los compromisos de mi contrato, cedo mi sueño por un saliente sin espinas. Veo como mis manos exploran pechos desnudos y arrugados. Tengo el privilegio de poder auscultarlos. Como mis amigos sigo un poco más cuerdo, un poco más desgastado, un poco más serio, un poco más mejorado. Ahora no conozco otra forma de poder volver a rozarme con la vida. El orgullo sólo merece la pena cuando pides perdón con el corazón abierto. No sé hablar de otro modo que no sea esta poesí­a errática, estas palabras desgastadas que durante siglos han sobrevivido para poder hablarte. Tengo suerte de sufrir y reí­r, porque ya nada me pone triste, ni siquiera estar tan lejos. Vamos en ese coche de gasolina heredado, a través de la noche, dejando carteles atrás de pueblos invisibles, con las luces desviadas, a todo meter con la sonrisa en los labios y una buena conversación, una carretera a una nueva dimensión, de viaje juntos al fin de la noche con una cinta de buckley en la guantera. Gracias que no habí­a puntos ni carnet. Asfalto donde parar y tumbarse para ver un poco mejor la estrellas. Suerte de que el mar tenga orillas donde poder revolcarse y emborrizarse de arena y espuma de cerveza. Vómitos al ritmo de las mareas. Pescadores alumbrando bajo la luna nuestras matrí­culas impúdicas. Flashbacks, mejicanos, flores para su señora madre, tequila, vinillo güeno, salchichón y arpón gyn, absenta y animalarios defenestrados en las barras de los lobos, omega en los olivos del pantano del negratí­n, azoteas que miran al desierto, barrancos donde caerse es tan fácil como llorar por dentro, torres de botellines en los patios de la facultad, posturas fetales de madrugada aferrando la vida pegada a una botella de güisqui, párrafos de libros ocultos abiertos por donde el ojo encuentra las ruinas de lo devastado a esas horas indecentes de la noche. He visto al silencio, la suerte dando vueltas en una ruleta verde. No hay dinero para lo chicos que no juegan. Suerte es decir poco o mucho, cuando uno tiene amigos con los que se puede hablar de lo que tiene importancia.

Siempre vuestro, Dr J.

Papeles rotos y gangrena

Anatomia del cuerpo humano de Juan Valverde de AmuscoEl filo del papel corta, pero al mancharse de sangre se ablanda y no consigue terminar su tarea de cuchillada reciclable. Es mejor una segueta para cortar cartón y un hacha para astillar los huesos de un cerdo muerto en las sierras de Aracena. Cortar por lo sano es difí­cil cuando el mal se ha extendido. La gangrena en la pierna del que ha caí­do mutilará cada miembro. A veces es demasiado tarde. Cuando rompes un papel en dos y luego en cuatro y luego, con los trocitos irregulares que quedan, te haces el forzudo y los vuelves a dividir. Si era una carta no merece la pena reconstruirla, ni siquiera si era del banco, es mejor tirarla. Tirar los papales rotos… incluso reciclarlos. En el bosque de noche, es más fácil realizar trucos de magia. Trampas de papel en la espesura, papeles blancos con hilos dorados… ya no me creo nada, aunque uses las palabras apropiadas. Las letras en un papel son para romperlas o mojarlas. Ya no hace falta cobijo. El papel adelgaza. Un avión en invierno volará hasta arrastrarse por el suelo y no volverá a elevarse si se mancha de barro, se quedará tirado como si estuviera descansando, falto de cariño y sin poder rezar. Papeles rotos de un divorcio, de un negocio, de una factura dental, de una lista de la compra, de un coche que no termina de arrancar. Papel con polvo de ángel enrollado en un manantial. Papeles rotos de babel en el collage, cuarteados como el dolor de los demás. Papeles rotos después de regalar un mundo de colores y pegatinas. Papeles en un cuarto menguante que esperan la llegada de la luz. Papeles rotos dando vueltas en la calle, envoltorios de bagatelas. Pliegos amontonados en bibliotecas, salas de archivos inmensas de hospitales que nadie leerá. Papeles rotos que a veces se aparecen en la memoria.

A veces no se necesitan papeles rotos para olvidar. Hace años, en un pueblo de México, un hombre de unos treinta, alcohólico y diabético, volví­a a su casa. En la cantina bebió tequila, cerveza y mezcal amarillo. Volví­a tambaleándose en la noche y le dio un apretón. Se sentó en el retrete del patio a descargar el contenido de sus intestinos irritados. Durante el desahogo notó un pinchazo en esa región oscura que se llama periné. Quedaba algo de papel roto de periódico para limpiarse. Se fue a la cama a dormir la borrachera. Al levantase tení­a fiebre y un dolor increí­ble en los huevos. Al verse, apreció una mancha negra que se extendí­a. Se fue al hospital. Un joven estudiante de medicina lo atendió en urgencias. La exploración revelaba una mancha inmensa negra que consumí­a la región genital y la deformaba. Desprendí­a un olor a muerte urgente. Entró en quirófano y falleció en unas horas. Era una gangrena de Fournier provocada por la picadura de una viuda negra. Los gastos de la atención y el óbito endeudaron a la familia. Esa historia es ahora un papel más sepultado en un archivo. Papeles rotos que hoy se agolpan en mi cabeza. Ahora creo que voy a salir a dar una vuelta. Estoy harto de esperar papeles rotos en la puerta de mi casa. A veces creo que el papel deberí­a hacerlo todo más sencillo… pero no es tan fácil, porque algunos trozos de papel siempre se quedan pegados a la sangre y a la gangrena.

Siempre vuestro, Dr J.

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Naufragios

naufragio

Tus sueños hablaban alto. Desde pequeña lo supiste. Cuando dormí­as veí­as subir la marea, crecer sobre el mar la inmensa tormenta antes de volar. Veí­as las olas romper sobre el arrecife. Veí­as las redes rotas sobre las aguas tumultuosas y grises. Mástiles y velas, motores de gasolina, quillas de barcas flotando en la resaca de pleamar. Veí­as los naufragios en tus sueños y luego te poní­as a llorar. Al principio no lo decí­as, sólo salí­as a la puerta de la casa, o te ibas a las rocas del faro, más allá del espigón, para confirmar los desastres. Cuando sucedí­a lo que temí­as no era como verlo de nuevo, era más bien como recordarlo. Luego lo dijiste una mañana cuando desayunabas leche con pan migado. Lo dijiste alto. Tu madre te abrazó con cariño y secó con su mandil tus lágrimas desatadas. Termina de comer, no te preocupes, sólo es una pesadilla. Lo peor fue confirmar la noticia al llegar la tarde, con el redoble de las campanas de la iglesia que llamaban a las velas y a la tristeza de una noche sin dormir. Tu augurio no era una locura, pero eso no te reconfortaba. Los presagios que llegaron fueron dando peso a tus sueños. Te hiciste mayor y tus augurios salvaron vidas de hombres crédulos e incrédulos. Antes de salir muchos barcos esperaban en tu ventana el mensaje agorero de tus ojos. Si en tu cara no habí­a lágrimas, echaban las redes a la barca y salí­an a pescar. Tu casa se llenó de ofrendas y el mar dejó de arrastrar restos de naufragios, vasijas, anclas… tan sólo de vez en cuando se pudo ver morir un delfí­n en la playa.

Pasado el tiempo soñaste otros desastres. Pero ya no hubo más naufragios. Cuando el amor llegó una vez a tu ventana el mundo dio vuelco. Todo se perdió y a veces soñabas con lo que nunca fue. Era como si los dioses te hubieran devuelto el regalo de la ceguera. Se marchó tu don y tu tristeza. Tus sueños se llenaron de flores y árboles crecidos en la tarde. La primavera fue dejando a tu paso coronas de agua. La brisa sonrosó tus mejillas. Ibas y volví­as con los andares de una mujer qe le sonrí­e al mundo. Pero tu belleza insultó al cielo. Tu amor fue a la mar una mañana que tú soñaste besos y mordiscos indecentes. Te traicionaron tus sueños y se perdieron tus ojos. Ese dí­a hubo tormenta y el agua se tragó lo que habí­a en ella. Las campanas te destrozaron el alma. Tus ojos se secaron de tanto llorar.

Ahora ya nunca dices lo que sueñas… ni siquiera se sabe si has dejado de llorar. Te fuiste a un pueblo cerca del desierto. Las dunas enterraron tu dolor. La terraza te bendijo con vistas al vací­o. Sólo cuando pasaron algunos años, una tarde, en medio del silencio, en mitad del desierto, empezaste a ver árboles y oí­ste de nuevo el rumor del mar.

«Los estandartes rojos se fueron haciendo más ní­tidos, y cuando los raudos pesqueros que avanzaban hacia alta mar se aproximaron al Kamikaze-maru, las voces de los cantores transportadas por el viento se hicieron casi estridentes. Una vez más, Chiyoko se repitió: me ha dicho que soy bonita»

El rumor del oleaje, de Yukio Mishima (1925-1970)

Un sueño puede limpiar el cielo y el mundo. Dedicado a la abuela de Pedrito Sosa. Dedicado a las mujeres que sueñan… que nunca dejen de hacerlo.

Siempre vuestro, Dr J.

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El Hilo

hilo

La mañana amaneció de niebla. Una niebla frí­a y espesa, que aturdí­a los sentidos y hací­a que todo pareciera más lejano y distante. Era un dí­a de primeros de enero. Comenzó la guardia como siempre, con el ceño fruncido, esperando las llamadas de los enfermeros, sin miedo y tranquilo, como don Tancredo esperaba el toro inmóvil en el centro de la plaza. Pasó por los controles de enfermerí­a, paseó por la planta y saludó al personal con un gesto. Todo parecí­a calmado. Vio un par de analí­ticas, repasó unas cuantas historias y luego se fue al despacho. Al rato alguien entró. Le sonaba la cara, era un paciente que hací­a años no veí­a. Lo habí­a diagnosticado de una rara enfermedad, sobre todo para un hombre, como era el lupus. Le preguntó cómo se encontraba. El interlocutor hablaba despacio, con un tono de voz apagado como por una sordina de trompeta, le dijo que al final todo se complicó por el riñón, pero le agradeció su ayuda en aquel tiempo y le dijo que ahora estaba bien, que sólo quiso saludarlo. Como vino se fue. Luego entró otro, un paciente joven con una infección por VIH en estadio terminal, con poco aliento para respirar, cansado y enflaquecido por el virus, sólo querí­a un poco de agua, unas palabras y un cigarrillo. Al salir entró un paciente con cáncer que diagnosticó hace tiempo, ya extendido, con su esposa a su lado. Les recetó morfina para sofocar los quejidos y quebrantos del cuerpo resentido, cogieron el papelito y se marcharon con una sonrisa. Así­ fueron pasando enfermos hasta la hora de comer. La niebla seguí­a abrumando la ciudad donde el sol ya debí­a estar alto. No tení­a hambre, así­ que paseó por los alrededores del hospital. Luego subió de nuevo a la planta. Cogió unos números atrasados del New England y los estuvo ojeando hasta media tarde. Le extrañó no recibir llamadas de urgencias, así­ que bajó al sótano donde estaban las consultas. Paseó por ellas despacio, casi ajeno al habitual ajetreo de camillas y pacientes. Miraba el quehacer de sus colegas, el trabajo de las enfermeras con los enfermos, auxiliares manipulando sondas y pañales, celadores llevando carritos y camas. Se acercó a leer las historias de algunos pacientes, un internista no sabe decir que no a un paciente ni a un problema. Llegó la hora de cenar y se dirigió al comedor. Habí­a poca gente y no los conocí­a. No habí­a ningún compañero de su promoción, eran médicos jóvenes los que cenaban entre animadas charlas sobre enfermos, mujeres, deportes y blasfemias al gerente. Cogió una naranja y se fue de nuevo a su despacho. La noche habí­a llegado pronto. La niebla no se disipaba. Intentó llamar a casa, pero el móvil se habí­a quedado sin baterí­a. Encendió el ordenador y consultó su correo. Anuncios de viagra y de revistas musicales con las últimas novedades del mercado. Hací­a tiempo que no recibí­a correos de sus conocidos. Visitó páginas de amigos, blogs de literatura, de viajes, de música, de chulopollas dando lecciones de sabidurí­a. Así­ se adentró la noche en sus ojos. Se asomó a la ventana y vio las luces de la ciudad aplastadas por esa incesante niebla. Ya era tarde, pero no tení­a sueño. Era como si las ganas de dormir se hubieran marchado. Sin embargo tampoco tení­a ánimo para hacer nada más. Se encontraba vací­o, repleto de demasiadas experiencias suicidas, de demasiado dolor, de demasiados ardores de estómago, de demasiadas oportunidades disponibles en estas guardias tan largas. Demasiados amaneceres contemplados desde la atalaya del insomnio. Se fue al cuarto a descansar un rato. Se tumbó en la cama con los ojos abiertos. Pensó en sus padres, en la recogida de aceituna de su pueblo, que siempre fue más tardí­a, y en aquellas tardes de fiesta que hace tanto dejó atrás. Pensó en su mujer, en las raí­ces que el viento no arrancará. Pensó en eso y en otras cosas.

A la mañana siguiente la niebla se fue despejando con los primeros rayos de sol. Notó algo raro en su aliento. Se miró a sí­ mismo. Fue entonces que descubrió su pecho manchado por un hilillo de sangre. Fue entonces que supo reconocer el porqué de aquellas extrañas cosas. Ese era el hilo que uní­a el corazón al alma. Lo que no supo determinar fue el tiempo que llevaba roto.

«El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vací­a. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se moví­an; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detení­a y parecí­a como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida. Con tal de que no sea una nueva noche, pensaba él. Porque tení­a miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrase con sus fantasmas. De eso tení­a miedo.»

Pedro Páramo. Juan Rulfo.

Siempre vuestro Dr J.

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