Soy Mortí­fera

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(La canción de Tubo de Carne)

Caos en derredor mí­a. Los pensamientos se acercan en remolinos, aturden de forma abrasadora, alimentan esa insania. Son como dedos rascando espaldas por primera vez, como besos no pedidos, como pasar un éxtasis de peyote abrazados al Cactus del Dolor. Es ése vaso de agua fresca lleno de agujas que trago en ocasiones, asombrando a su paso a mis entrañas doloridas y ulceradas, que tierní­simas se preguntan cómo puedo nuevamente entregarme a estas actividades, adónde voy, y cómo, si sigo así­, no voy a reventar.

Voy andando por la calle y a lo lejos los veo, y ellos a mí­. Hombres Trabajando. Albañiles Vagueando. Hoy llevo mis tacones más descerebrados y mi traje naranja parece que va avisando igual que el naranja de la piel de algunas ranas venenosas del ífrica Tropical: «Soy mortí­fera, soy mortí­fera.»

Me han visto y están preparando un pasillo para que tenga que atravesarlo necesariamente. Ya estoy llegando y sus sonrisas cómplices y sus lenguas relamidas van asomando. Aprieto el paso, hoy he comido unas alubias deliciosas. Me tiro un bravo pedo en sus caras, y alcanzo a oí­r a uno que dice: «No es más guarra porque no está más buena. La tí­a.»

La Canción empieza ahora.

Os contaré lo siguiente que ocurrió:

El tendero de dos calles más abajo era un tesoro, sobre todo para su mujer, a la que voceaba sin lí­mite, y más aún para sus hijos, que parecí­an un surtido de cardenales corriendo por la trastienda.

Cuando aparecí­ por allí­ el primer dí­a lo tuve muy claro: globos sudorosos y calientes como ése nunca debí­an haber salido de las entrañas de su madre. Me miró de arriba abajo, quitándome la ropa con sus ojos barrigones, y me dijo:

    —¿Que te pongo, preciosa?

Y le respondí­:

    —Escúcheme, cerdo: ¿cuando hemos comido usted y yo en el mismo plato para que me hable de tú?

Se puso derecho y espetó un lí­quido «Disculpe, ¿qué le sirvo?»

    —No me sirve usted para nada, saco mierda.

Y me marché.

Volví­ premeditadamente a los pocos dí­as y la verdad es que el desgraciado se deshací­a en atenciones conmigo, señorita por aquí­, señorita por allá. Sin embargo, pude observar que el hideputa me miraba a hurtadillas cuando yo no lo veí­a. Y así­ siguió en los dí­as siguientes, cuando me veí­a pasar por la calle o en la tienda cuando entraba a comprar.

Así­ que por fin ya tení­a de quién ocuparme. Mi pequeña tajadita.

Fui dándole pequeñas, pequeñas confianzas, y fui acortando centí­metro a centí­metro mis faldas, hasta que las sonrisas y las miradas que nos dedicábamos el gordo y yo duraban más décimas de segundo de lo que pudiera considerarse razonable.

Hasta que una tarde de verano nos quedamos por fin solos en la tienda, atravesé el mostrador. Qué buen momento.

    —Mira… ¿Tienes chacina buena y gorda? -le dije levantándole el delantal lleno de lamparones de sangre seca y abriendo su bragueta.

Una mosca se abrasó chisporroteando en la reja de luz malva.

Apreté su pitraco sorprendido entre mis dedos, apoyó una mano en la tabla de cortar y entrecerró de gusto sus ojos de cordero.

Empezó a decir algo parecido a «ya sabí­a yo que tú…» pero no pudo terminar la frase porque le clavé un cuchillo grande como un espejo en la palma abierta de la mano.

    —Aquí­ quieto, cabrón -le dije.

Chilló como un marranico entonces, y también cuando le aticé con la maza.

Eché la persiana. Yo era la cliente. Me paseé largo rato por la tienda cavilando la manera. Cavilando la manera.

Cogí­ la tabla y el cuchillo y me lo llevé con la mano pegada hasta la cámara frigorí­fica. Le indiqué que se subiera en unas cajas que habí­a junto a la pared llena de ganchos y marranos colgados. Dije:

    —Las previsiones macroecónomicas del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación aconsejan…
    —¿Qué? –dijo él.

No era un interlocutor válido. No entenderí­a nada, así­ que no proseguí­.. Le arreé una patada a las cajas de tal suerte que el pollo se quedó colgado de un gancho por la mandí­bula. La punta le salí­a por la boca y el chato no podí­a hablar.

Ni falta que hací­a. Le bajé los pantalones, me mojé el dedo en la sangre que le chorreaba de la cabeza y le escribí­ en el cachete izquierdo «UN» y en el derecho «DíA», porque estimo que los psicólogos de la Policí­a, si es que los hay, tienen que menear el bullarengue y calentarse un poco la cabeza.

Fui hacia la puerta:

    —Refrésquese lo que, a fuer de tendero, tenga por provechoso, y no le quite ojo a esas gallinas blancas y frí­as, que son requeteputas.

Cerré la cámara y me marché. Lo cierto es que nadie echó de menos a ése tierno cuando las paletadas de tierra cayeron.

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10 Comments

  1. Si quedaba algo de respeto por ganarte conmigo, yumeikmi, aquí­ te lo has ganado todo, k-bronazo.
    Muerte al saco de mierda pre-hominido funcional!! jajajaja

  2. Me ha gustado querido yumeikmi, salsaludos fargo.

    PD.- Esta noche alquilo Atraccion Fatal e Instinto Básico y he echado un martes estupendo.

  3. Que grande eres You. Magní­fica esta revisión charcutera y carnivora de Judith contra este Holofernes de sangriento delantal.

  4. Lo de la chacina buena y gorda, y los lamparones sanguinolentos……épico.
    Sus relatos me hacen pasar un rato…..como poco agradable. un abrazo.

  5. Estremecedor relato, una «Delicatessen» pasada de vueltas, una Matahari de la almanjayar profunda con minifalda y pendientes de todo a cien, que venga las buenas hechuras de su cuerpo en la falocéntrica y carnal figura del obeso homí­nido desfigurado. En fin, me ha gustado. Cualquiera dirí­a que esto lo escribiste después de visionar el mago de Oz… un saludo… y espero más.

  6. olé
    pobretico easton ellis, se ha quedao como un fabetillo yankee al lado de este gracejo post-purchelizano
    siempre dije tení­as arte, pero bueno eso se está estilizando como para que (no) te den el planeta.
    y sobre todo, que me rio…
    más!

  7. Relato gracioso a caballo entre un no se qué y un ………morrison?, en cualquier caso ingenioso, me gustó más su anterior creación.

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