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El cielo de aquel octubre | Capítulo 2
Capítulo 2
La conoció una tarde de Julio. Tenía entre las piernas una botella. Estaba sentada en un banco, cerca de la Plaza Roja. Hablaba de Trotsky con cariño. J, se sentó y ella le invitó a un trago de vodka. Sus palabras eran peligrosas, cálidas y nostálgicas. Estaba preciosa, con ese jersey negro de cuello alto y aquella falda larga. Con esa cara cansada, los ojos vidriosos y azules, y aquel mechón de pelo sobre su nariz, era un ángel. Un ángel de unos veintiséis años, una virgen ingrávida de esas que pintaba Chagall. J le pidió que hablara más bajo e inútilmente intentó cambiar de conversación. A Trotsky lo mataron ellos, lo acusaron de traidor pero podían haberlo acusado de otra cosa esos cabrones. Era tan fuerte como hermosa, y demasiado libre. Ella le contó cómo había huido hacia Moscú años atrás, desde las tierras del Volga con su hermana mayor Larissa. La granja de su padre fue quemada durante la cruzada contra los Kuacks que emprendió el gobierno. Stalin había desequilibrado la economía, apostó por un desarrollo masivo de la industria pesada y por convertir a Rusia en una potencia bélica. Fue la época del Primer Plan Quinquenal. Tuvieron que matar a las vacas que quedaron en sus tierras y dejar su casa. Muerta su madre, su padre no tardó en morir. Así llegaron las dos hermanas a Moscú. Larissa se casó con un primo suyo, minero del carbón, y ella entró en una industria textil. Hasta ese día, que la echaron por cortarle la nariz al jefe con las tijeras cuando éste le metió mano debajo de la falda, por detrás. Y allí estaba ella ahora, hablando con un extraño. Entonces J se presentó. María alzó por primera vez la cabeza de la botella y le dijo su nombre mirándolo a los ojos. Creo conocerte, dijo J, eres el nombre que susurraba cada noche al acostarme. Ella cerró su pobre discurso poético poniendo su mano en los labios, y luego le besó en silencio.
J era un hombre alto, moreno, de familia judía. A sus treinta y siete años, de su pasado sólo conservaba algunas frases de la Torá, sus libros y el recuerdo de sus años de juventud al servicio de la Revolución. No tenía muchos amigos ahora, y no se fiaba de nadie. Pero de ella se enamoró al instante. Conocía la Nueva Filosofía, amaba al hombre sensible y real, liberado de Dios y dueño de sí. Ella poseía la fuerza necesaria para cambiar la historia, su historia. Había leído a los padres de la literatura rusa, pero sólo amó a los pocos que la invitaron a comenzar de nuevo recreando la realidad.
J la invitó a casa, jamás pensó que se quedaría. Tenía una sonrisa preciosa, aunque nunca la oyó reír. La primera vez que la vio sonreír fue en aquella tarde de Julio de 1937, al entrar en la casa, cuando los saludó el viejo Vasili. El viejo Vasili vivía en el sótano. Siempre contaba la misma historia, que a su mujer se la llevó una luz que bajó del cielo una noche de invierno y que desde entonces, cada noche, se le aparece su fantasma para hablar con él. Su conversación era agradable, años atrás había sido guardabarrera en los ferrocarriles de Siberia. Ahora su buen gesto no podía mitigar el mal aliento de su boca. Bebía mucho vodka, y calzaba zapatillas de distinto color, una azul y otra roja. Los demás vecinos de la casa (un matrimonio mayor sin hijos, una viuda, y un militar retirado), no le hablaban. Pero él se reía de todos sentado en el retrete que había al final del pasillo, con la puerta abierta, intentando deshacerse de los restos de la exigua cena ingerida el día de antes, mientras reñía con las cucarachas por conservar su espacio vital.
J y María llevaban cerca de tres meses juntos cuando llegó aquel fatídico 2 de Octubre que cambió sus vidas. Aquella noche era tan fría como la muerte de uno de esos niños congelados en la madrugada del domingo en que se acaba la leña.
Impagable
«A mi padre lo fusilaron los rojos por ser cura»
Visto por fargo | Lo Importante es que Cace Ratones
El cielo de aquel octubre
Capítulo 1
Hacía semanas que era otoño. La mañana, de finales de Octubre, amaneció fría en Moscú. J, miraba a María que dormía a su lado. La despertó mordisqueando su mano helada. Ella sonrío con los ojos cerrados aún. La besó, y poco a poco la saliva aliviaba el mal sabor de boca que tenía desde la noche del 2 Octubre de ese 1937.
Como cada mañana, J se levantaba para cocer un poco de leche diariamente diluida en agua. María se quedaba en la cama un rato más, bajo un recorte de periódico enmarcado del levantamiento obrero, que ya estaba amarillo. Luego como cada mañana desde hacía dos meses, ella se aseaba en la palangana del fondo, se ponía la blusa blanca y el abrigo negro que tiene ancha la solapa. Tomaba el vaso de leche, apoyaba sus grávidos pechos sobre el hombro de J, y se despedía con un cálido beso. Él no necesitaba darse la vuelta para ver su oscuro pelo rojo desordenado en la espalda antes de ser recogido por una cinta. Era lo más hermoso que J había conocido nunca, desnuda de todo romanticismo, dando importancia a lo importante y belleza a las pequeñas cosas. María iba a su nuevo trabajo en la metalúrgica.
Entonces J, se quedaba solo en aquel piso sin calefacción, mirando los azulejos sucios y las baldosas rotas. Baldosas negras y blancas como aquel tablero de ajedrez donde Antonov planeó el asalto al Palacio de Invierno. Pero que lejos quedaba el Instituto Smolny, St. Petersburgo y 1917. La victoria fue escasamente duradera. La utopía al servicio del Estado. El partido de 1917 tenía su fuerza en el mesianismo, el socialismo de base marxista con Lenin, Trotsky y la lucha de clases para conseguir la evolución de la Historia, el progreso, en el difícil mundo del auténtico humanismo. Pero la Revolución Rusa se quedó sola en Occidente y el socialismo a partir de entonces se improvisó. Desde 1932 ya no existía sociedad. Stalin, el fuerte hijo de zapatero, había hecho creer que él era el socialismo. Una dictadura vestida de falsedades ideológicas, una esclavitud estatalizada, y ya no había marcha atrás.
Utilizando la metapsicología freudiana, podría decirse que el principio de escasez se impuso al principio del placer y el pueblo ruso se encerró en sí mismo, negándose al Eros, al impulso asociativo. Reprimido, enajenado, no luchó ya por transformar el mundo, sino que lo aceptó como inclemente morada. La revolución puesta al servicio de una bandera, como el Bolchevique que pintó Kustodiev. El pueblo ruso quedó herido, alcoholizado, miope y sin esperanza. Cráneos ingenuos dispuestos al pacto sellado con sangre. Gris acero, Partido-Estado, el telón se desplomó.
J, sabía que Rusia estaba enferma. Vivía en el segundo piso de una vieja casa del bulevar Pokorvski. Consiguió el piso cuando pertenecía al Comité de la Vivienda. Ahora era profesor de Economía en la Universidad, a orillas del río Moscova. Pero pertenecía a la sección que no interesaba a Stalin. Los trotskistas se habían convertido en cabeza de turco, culpables de la mala situación social y declarados como antipatriotas. La Policía Política le seguía los pasos. Ya había comenzado la purga. Pero desde que conoció a María nada importaba más. Había llegado como un bálsamo tranquilo.