Es Honduras

Tegucigalpa

Escrito Originalmente por Dr Babinsky supongo

Tegucigalpa. Se levanta la mañana, muy temprano, es de madrugada y el sol ilumina como si fuese mediodí­a. Las calles ya bullen como un hervidero y se escuchan los gritos de decenas de vendedores ambulantes que predican delicias hechas por manos femeninas con base de maí­z la noche anterior, cláxones desmadrados llamando a un mayor caos, nubes de tierra ascienden por acelerones y frenazos de viejos coches desvencijados. Frenética actividad dirigida hacia una nada inevitable. Se despierta el desasosiego antes casi de que se haya acostado. Niños sin zapatos recorren las calles terrosas mientras jóvenes envejecidos por el resistol se tambalean con los pantalones casi bajados y cubiertos de orines. Madres que transportan pequeñas criaturas que van mamando de los secos y caí­dos pechos mientras ellas danzan por la cojera de una fractura por atropello mal consolidada y que salen a vender tortillas. Ancianos de mirada perdida y profunda que portan machetes de hoja ancha y larga y un hatillo de ramas cortadas en la noche que termina. Perros que vagabundean sin destino fijo y que olisquean las calles en busca de un desayuno. Hombres ocupados en la única ocupación al alcance de todos, el desanimo. Voceadores de destinos que corren asidos de las puertas de autobuses amarillos en otro lugares desechados y que nunca gritaran felicidad, progreso, esperanza. Coches de policí­as que cruzan con miradas tristes, calados con chalecos antibalas y gruesas escopetas de cartuchos, hacia un nuevo tiroteo. No se puede saber si es violencia que se levanta o que colea antes de acostarse en un breve sueño. Sueños de realidad henchida, en dónde las maras se crecen y exterminan.

Y en el dolor, también, inexplicables miradas alegres para ojos que vienen del mal llamado primer mundo. Sonrisas veraces que rompen la oscuridad como un rayo en la noche y que truenan en esos mismos oí­dos del primer mundo que no comprende y en el que restallan. Ojos que no saben ver y oí­dos que no saben escuchar. Ojos y oí­dos saturados de mentiras piadosas y medias verdades destructoras. Vista nublada para la realidad del mundo, oí­dos taponados para las verdades que se gritan desde el mal llamado tercer mundo.

Risas, cantos, bailes con ropas de mil colores. Fraternidad creada a las puertas de la casa de la miseria, en dónde se comparte el arroz y el frijol. Gallinas que corretean por entre las ruedas de los coches celebrando un dí­a más de vida.

La vida que bulle, que grita, que enloquece, que se desborda sobre regueros de miseria y muerte. La vida que sufre y que puede, que quiere y que odia. Vida que se rí­e de sí­ misma para en un salto mortal sobrellevarse.

Y todo enmarcado entre grandes y verdes montañas coronadas de nubes y ceñidas por las últimas chabolas instaladas.

Una niña sentada, de la mano la pequeña hermana, mientras respira sólo observa.

La ciudad y el laberinto. New York

Nueva York

Caminé por New York. Caminé como quien camina por un diagrama, recorriendo sus calles rectilí­neas, su laberinto de manzanas, la ciudad de cristal que Auster nos reveló a través de su detective metafí­sico. Al llegar me dirigí­ como una polilla a las luces de Times Square, con sus luminosos de a millón de coca-cola y panasonic. Esperaba encontrarme un negro saxofonista en cada farola, exhalando melodí­as de Coltrane, pero sólo encontré la música apilada en los tres pisos de la Virgin. Los musicales de Broadway con sus miserables y sus jovencitos frankensteins, estaban en temporada alta, mientras un dragón con el aliento congelado te invitaba a descubrir las maravillas del lejano oriente en una función corredera de candelas y duermevelas. De cena hamburguesa reseca con salsa de Jack Daniel’s número 7. Techos altos y paredes estrechas, me dieron cobijo en un hotel durante una semana. En las mañanas salí­a a la calle en busca de un café americano en el Starbucks, con su raspberry, para calentar las manos y el cuerpo en esa maldita semana de frí­o y nieve congelada. En New York siempre olí­a a comida, comida de puestos callejeros, hot dogs y carne turca. Las alcantarillas vomitaban nubes de vapor que envolví­an las ruedas de los taxis amarillos. De medio en medio, se oí­an todas las lenguas de las aves migratorias que perdieron su ví­a de regreso. Alguien rumoreaba en un castellano medio loco que hay quien dejó el camino por seguir la vereda. De visita al barrio de Chelsea, se me hací­a indispensable entrar en el Chelsea Hotel, con sus placas en las paredes de quienes lo habitaron, de Dylan Thomas a Tom Wolfe. En sus habitaciones Syd Vicious asesinó a su poco virtuosa novia, Cohen se benefició a Janis (eran feos, pero tení­an la música), Keruack escribió de un tirón su camino en un roí­do pergamino y Dylan compuso su sad eyes lady of the lowlands para ti. De ahí­ hasta el fondo estaban los puertos del rí­o Hudson y el mercado de la carne, que siempre expone al comprador sus pequeños milagros. Si se bajaba, se llegaba al downtown, a la zona cero, a Wall street, y a los jardines de Battery Park, donde se podí­a ver la estatua de la libertad temblar de frí­o. La noche llegaba siempre pronto, así­ que o te refugiabas en un triste pero iluminado bar a emborrachar tu cuerpo con una insí­pida cerveza, o te ibas a dormir. Al dí­a siguiente, nuevo café y nueva disposición a ver la ciudad por dentro. Una de museos en la parte alta, el MoMA, cerca de la quinta, presentaba dinosaurios de madera y mujeres contundentemente feas pintadas por Picasso. Rothko poní­a la sobriedad y Warhol la sopa frí­a. Luego a pasear por la quinta avenida, con sus tiendas de lujo y sus torres imposibles aguijoneando el cielo. En Tiffany´s, la dulzura de Audry la sustituí­an las espaldas de un fornido guarda de seguridad. Era difí­cil imaginar en estos tiempos navideños la llegada de Cristo con tantas luces, con tantos brillantes, con tanto ruido de agoreros, con tanto estruendo, con tantas calles decoradas con palmas y flores de Cartier. Tal vez hubo un silencio antes de Manhattan. Luego a comer en algún lugar del mundo, por ejemplo Italia. La tarde se podí­a pasar coleccionando sirenas de barrio o leyendo libros prestados en una biblioteca custodiada por leones de piedra. La noche se mereció esa vez un pequeño espectáculo en Broadway. Tras soñar con espejos, la ciudad te volví­a a citar. Central Park escondí­a un campo de fresas, un imagine para Lennon, una Alicia desmedrada en su estanque, con un conejo a deshoras, mudas setas que escondí­an excitadas caricias y ardillas curiosas que fumaban hierba bajo el castillo de torres almenado. A un lado el edificio maldito de Dakota, con los tiros que mataron al bueno de John, al pie donde se rodó el nacimiento de la semilla del diablo (tení­a los ojos de su padre). El museo de historia natural escondí­a animales paralí­ticos y piedras y huesos que hacen música. Al otro lado estaba el Metropolitan, el barrio del East Side y el puente de Queensboro, donde podí­as sentarte un rato en sus bancos, y charlar con Woodie Allen de sus últimos fracasos. Más al sur de esa rivera, estaba el puerto y para comer sentó bien algo de comida cubana. Por la noche un paseo por el puente de Brooklyn, un café en la casita de sus orillas viendo las luces de la ciudad desparramarse por el cielo. Para terminar en la azotea del Empire, leyendo en su antena las huellas que dejó King Kong. La aurora de NY tení­a, como pensó Lorca, cuatro columnas de cieno, y cuando llegaba nadie la recibí­a en ese reino de números y leyes, sin mañana ni esperanza posible. Así­, se recorrí­an a veces sus calles verticales, sus inmensas escaleras. Se podí­a respirar en calles más bajas por el Village, cuna del jazz, de artistas y homosexuales. Al final de la Gay Street, se me antojó comer en un restaurante griego. En el hospital de St Vicent, Poe se curó de un resfriado y Dos Passos cogió un billete para ninguna parte. El Village Vanguard escondí­a la vida de negros santos que hací­an sonar trompetas en las puertas del cielo, con sus pecados, con sus mujeres de notas y pies ligeros a las que escribir canciones de amor. Otra nueva mañana te permití­a recorrer el SOHO de compras, con su apple store de dos plantas, y sus DKNYs y sus CKs y sus queridas madres y más… hasta un bonito belén colombiano con tejas de arcilla roja. Bares de tapas y pliegos grasientos de aceites medicinales. Cachivaches y reliquias postpunk en la ciudad que no te dejaba dormir. Podí­as seguir paseando, recorrer mil calles, sus barrios y sus fachadas de hierro colado… podí­as coger su metro o vagar por su superficie, podí­as volar o mirar siempre adelante… podí­as ver lo que quisieras ver… hasta su vida oculta de alcantarillas, de mendigos sin hogar, con el lema no direction home cosido en la solapa del abrigo, miles de mutilados de guerras antiguas que se consolaban con un donut herido en su centro. Gente invisible que se suicidaba a media voz en las orillas de los lagos de central park, almas presas en los móviles que decí­an te quiero antes de caer de las torres del mundo, almas que resbalan en la pista de hielo del Rockefeller. Mercado y puerto, hotel y burdel. NY era y es lo que uno quiera.

Cuando paseas por sus calles es posible desentrañar su laberinto, si llevas en una mano el hilo de Ariadna y en la otra la espada de Minos. Así­ podrás llegar a su centro, mientras llegas al tuyo, cuando te duelen los pies debes seguir caminando y no perder ningún encuentro. Y después de llegar hasta el fondo, sólo queda saludar a la bestia, no matarla, dejarla viva en su universo de oscuridad, y salir hacia tierras más cálidas, donde la nieve se derrite. Yo salí­ a duras penas, de la mano de C y sus hilos de armiño. Un pedazo del alma siempre se queda atrás… como la piel exfoliada con sales de mares muertos en la ducha de un triste hotel.

«…Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí­ mismo. Cada vez que daba un paseo se sentí­a como si se dejara a sí­ mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar…»
Ciudad de Cristal, Paul Auster

Siempre vuestro, Dr J.

Tiempo de mudanza

Frágil

Cambiar de estado itinerante a estado hipotecario supone una solidificación del ensueño juvenil. Cajas de cartón de viejos televisores, de mantas eléctricas, de fruta… se transforman en cofres marrones donde se sepultan fotos, libros, música en todos los formatos, enseres de cocina, trastos, electrodomésticos grises…

La mudanza atrapó mi tristeza, la envolví­ con cuidado para no dañarla, y la guardé en el trastero. Empieza un tiempo para la imaginación, pera la distancia y para ser de nuevo un buscador. Armar muebles, elegir cortinas, engalanar las bombillas con algo más que la luz. Poner distancia. Poner lavadoras. Poner constancia. Poner arcones en la alcoba.

Cada tiempo de mudanza necesita un paisaje. Yo tengo una terraza donde puedo ver la vega vestirse de mañana y de tarde. Quedarme quieto, apreciando el frí­o de la noche, mientras miro absorto el perfil de la sierra. Tengo el privilegio de la serpiente, puedo enroscarme en la montaña y mudar de piel. Tengo el privilegio de cerrar los ojos cuando entro en casa y poder seguir echándote de menos.

Hay dí­as y momentos en los que la vida te da más de lo que necesitas o crees merecer. Si se cultiva la humildad (la mí­a anda en barbecho) comienzas a ver en el paí­s de los ciegos. En ese valle donde todo puede volver a empezar, donde renombrar las palabras, palabras como leche, sueño o combate, no es más que un juego. Los colores van cambiando, se muda tu mirada. Esperar el movimiento de cada paso como si ya estuviera andado. Según el tiempo, una palabra madura o se empequeñece, es capaz de mutar, de mudarse de objeto, de cambiar su significado. El tiempo de mudanza cambia palabras escritas en buzones y palabras pronunciadas en silencio, cerca del corazón. Empiezo a comprender, como los antiguos, que lo permanente es el cambio.

«Y Núñez se encontró a sí­ mismo intentando explicar el ancho mundo del que habí­a caí­do, el cielo y las montañas, la visión y otros prodigios como aquellos… Y ellos se negaron a creer o a entender nada de lo que les dijo… ni siquiera comprendieron muchas de las palabras. Durante catorce generaciones, aquella gente habí­a estado ciega y aislada del mundo de los videntes. Los nombres de las cosas alusivas a la visión se habí­an olvidado y habí­an cambiado.»

El paí­s de los ciegos. H.G. Wells

Siempre vuestro…

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