La ciudad y el laberinto. New York

Nueva York

Caminé por New York. Caminé como quien camina por un diagrama, recorriendo sus calles rectilí­neas, su laberinto de manzanas, la ciudad de cristal que Auster nos reveló a través de su detective metafí­sico. Al llegar me dirigí­ como una polilla a las luces de Times Square, con sus luminosos de a millón de coca-cola y panasonic. Esperaba encontrarme un negro saxofonista en cada farola, exhalando melodí­as de Coltrane, pero sólo encontré la música apilada en los tres pisos de la Virgin. Los musicales de Broadway con sus miserables y sus jovencitos frankensteins, estaban en temporada alta, mientras un dragón con el aliento congelado te invitaba a descubrir las maravillas del lejano oriente en una función corredera de candelas y duermevelas. De cena hamburguesa reseca con salsa de Jack Daniel’s número 7. Techos altos y paredes estrechas, me dieron cobijo en un hotel durante una semana. En las mañanas salí­a a la calle en busca de un café americano en el Starbucks, con su raspberry, para calentar las manos y el cuerpo en esa maldita semana de frí­o y nieve congelada. En New York siempre olí­a a comida, comida de puestos callejeros, hot dogs y carne turca. Las alcantarillas vomitaban nubes de vapor que envolví­an las ruedas de los taxis amarillos. De medio en medio, se oí­an todas las lenguas de las aves migratorias que perdieron su ví­a de regreso. Alguien rumoreaba en un castellano medio loco que hay quien dejó el camino por seguir la vereda. De visita al barrio de Chelsea, se me hací­a indispensable entrar en el Chelsea Hotel, con sus placas en las paredes de quienes lo habitaron, de Dylan Thomas a Tom Wolfe. En sus habitaciones Syd Vicious asesinó a su poco virtuosa novia, Cohen se benefició a Janis (eran feos, pero tení­an la música), Keruack escribió de un tirón su camino en un roí­do pergamino y Dylan compuso su sad eyes lady of the lowlands para ti. De ahí­ hasta el fondo estaban los puertos del rí­o Hudson y el mercado de la carne, que siempre expone al comprador sus pequeños milagros. Si se bajaba, se llegaba al downtown, a la zona cero, a Wall street, y a los jardines de Battery Park, donde se podí­a ver la estatua de la libertad temblar de frí­o. La noche llegaba siempre pronto, así­ que o te refugiabas en un triste pero iluminado bar a emborrachar tu cuerpo con una insí­pida cerveza, o te ibas a dormir. Al dí­a siguiente, nuevo café y nueva disposición a ver la ciudad por dentro. Una de museos en la parte alta, el MoMA, cerca de la quinta, presentaba dinosaurios de madera y mujeres contundentemente feas pintadas por Picasso. Rothko poní­a la sobriedad y Warhol la sopa frí­a. Luego a pasear por la quinta avenida, con sus tiendas de lujo y sus torres imposibles aguijoneando el cielo. En Tiffany´s, la dulzura de Audry la sustituí­an las espaldas de un fornido guarda de seguridad. Era difí­cil imaginar en estos tiempos navideños la llegada de Cristo con tantas luces, con tantos brillantes, con tanto ruido de agoreros, con tanto estruendo, con tantas calles decoradas con palmas y flores de Cartier. Tal vez hubo un silencio antes de Manhattan. Luego a comer en algún lugar del mundo, por ejemplo Italia. La tarde se podí­a pasar coleccionando sirenas de barrio o leyendo libros prestados en una biblioteca custodiada por leones de piedra. La noche se mereció esa vez un pequeño espectáculo en Broadway. Tras soñar con espejos, la ciudad te volví­a a citar. Central Park escondí­a un campo de fresas, un imagine para Lennon, una Alicia desmedrada en su estanque, con un conejo a deshoras, mudas setas que escondí­an excitadas caricias y ardillas curiosas que fumaban hierba bajo el castillo de torres almenado. A un lado el edificio maldito de Dakota, con los tiros que mataron al bueno de John, al pie donde se rodó el nacimiento de la semilla del diablo (tení­a los ojos de su padre). El museo de historia natural escondí­a animales paralí­ticos y piedras y huesos que hacen música. Al otro lado estaba el Metropolitan, el barrio del East Side y el puente de Queensboro, donde podí­as sentarte un rato en sus bancos, y charlar con Woodie Allen de sus últimos fracasos. Más al sur de esa rivera, estaba el puerto y para comer sentó bien algo de comida cubana. Por la noche un paseo por el puente de Brooklyn, un café en la casita de sus orillas viendo las luces de la ciudad desparramarse por el cielo. Para terminar en la azotea del Empire, leyendo en su antena las huellas que dejó King Kong. La aurora de NY tení­a, como pensó Lorca, cuatro columnas de cieno, y cuando llegaba nadie la recibí­a en ese reino de números y leyes, sin mañana ni esperanza posible. Así­, se recorrí­an a veces sus calles verticales, sus inmensas escaleras. Se podí­a respirar en calles más bajas por el Village, cuna del jazz, de artistas y homosexuales. Al final de la Gay Street, se me antojó comer en un restaurante griego. En el hospital de St Vicent, Poe se curó de un resfriado y Dos Passos cogió un billete para ninguna parte. El Village Vanguard escondí­a la vida de negros santos que hací­an sonar trompetas en las puertas del cielo, con sus pecados, con sus mujeres de notas y pies ligeros a las que escribir canciones de amor. Otra nueva mañana te permití­a recorrer el SOHO de compras, con su apple store de dos plantas, y sus DKNYs y sus CKs y sus queridas madres y más… hasta un bonito belén colombiano con tejas de arcilla roja. Bares de tapas y pliegos grasientos de aceites medicinales. Cachivaches y reliquias postpunk en la ciudad que no te dejaba dormir. Podí­as seguir paseando, recorrer mil calles, sus barrios y sus fachadas de hierro colado… podí­as coger su metro o vagar por su superficie, podí­as volar o mirar siempre adelante… podí­as ver lo que quisieras ver… hasta su vida oculta de alcantarillas, de mendigos sin hogar, con el lema no direction home cosido en la solapa del abrigo, miles de mutilados de guerras antiguas que se consolaban con un donut herido en su centro. Gente invisible que se suicidaba a media voz en las orillas de los lagos de central park, almas presas en los móviles que decí­an te quiero antes de caer de las torres del mundo, almas que resbalan en la pista de hielo del Rockefeller. Mercado y puerto, hotel y burdel. NY era y es lo que uno quiera.

Cuando paseas por sus calles es posible desentrañar su laberinto, si llevas en una mano el hilo de Ariadna y en la otra la espada de Minos. Así­ podrás llegar a su centro, mientras llegas al tuyo, cuando te duelen los pies debes seguir caminando y no perder ningún encuentro. Y después de llegar hasta el fondo, sólo queda saludar a la bestia, no matarla, dejarla viva en su universo de oscuridad, y salir hacia tierras más cálidas, donde la nieve se derrite. Yo salí­ a duras penas, de la mano de C y sus hilos de armiño. Un pedazo del alma siempre se queda atrás… como la piel exfoliada con sales de mares muertos en la ducha de un triste hotel.

«…Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro de sí­ mismo. Cada vez que daba un paseo se sentí­a como si se dejara a sí­ mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar…»
Ciudad de Cristal, Paul Auster

Siempre vuestro, Dr J.

9 Comments

  1. Es una de las ciudades que más ganas tengo de visitar… si me dejan salir del aeropuerto, claro.

  2. Sencillamente magistral…ha sido como volver a pisar la calles, como volver a sentir el frio, como enamorarse de nuevo mirando un retrato que habiamos olvidado…tengo que volver…Gracias Dr. J.

  3. Yo sí­ que (lamentablemente) tengo vedada (y penalizada con horca) la entrada en ése paí­s que «no es para viejos», gracias al magistral y estigmatizador bautizo que me hizo el big J.
    Polladas aparte, es una de «esas otras tantas cosas» que quedan pendientes. Aunque, si soy sincero, yo soy más de hacer un «costa este-costa oeste» en un mesecico.
    Encantador post. Me recuerda (me ha venido así­ solito) lo escrito por Muñoz Molina tras su estancia en la manzana aquélla, «Ventanas de Manhattan» se llamaba???
    Mi salute

  4. Esto es como salir corriendo con el puesto de chicles en la puerta del colegio, Dr. Bribón!

    Asignatura pendiente la peregrinación a las tripas del Imperio antes de que se le hundan los pies en el cieno de la burrisión que lleva cuarenta años generando esta tropa de coyotes.

  5. La verdad es que NY se me antoja como la ciudad del mundo por antonomasia… como el ilustre muní­cipe. Me apunto a la propuesta de Mr Talibán, con un furgoneta y las maletas llenas de jack daniel´s. Podí­amos intentar celebrar allí­ el décimo aniversario brutista… aeh!.

  6. Buen viaje, Dr J (y me refiero al realizado por NY) y su transcripción.
    ¡ah! lo de atravesar este a oeste lo harí­a en moto, no en furgoneta

  7. Te lo has pasado bien en Sodoma so pájaro, pero recuerda que Dios castigó a los Sodomitas por faltar a la ley del amor, que por otra parte implica el respeto al prójimo.

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