La verdad, podría haber sido otro: los dos primeros son cojonudos (suprimo los títulos por obvios, esenciales) y el previo a éste me tuvo colgado más de un año (rhythm & blues sucio por parte de unos californianos!); pero, ya sabéis, los trabajos paridos en la plenitud (y más allá diría yo), una vez que se ha llegado a lo más alto (y a lo más profundo de las miserias humanas), sólo algunos sacan el (in) genio para regalarnos obras de arte sacadas de lo más hondo, de donde no se sabe si se volverá a poner la mente, salvo cubierto de malvas… y aquí tenemos un ejemplo de todo esto.
Grabado insólitamente por tierras europeas (necesidad de huir, entre otras cosas de la ley, de sí mismo…), entre juergas interminables por las calles de París, disociado de sí mismo, Jim Morrison (o lo que quedaba de aquel sex symbol) colgado del micrófono, barbudo, barrigón, nos acojona con su voz gutural llevándonos por un variopinto conjunto de canciones que hacen de este disco algo inolvidable: desde el inicio («The changeling») apreciamos que ha habido una vuelta de tuerca desde el Morrison Hotel, más bluesy y sucio (otros ejemplos más puristas los tenemos en «Been down so long» y «Crawling King Snake»– by John Lee Hooker), aunque aún hay tiempo para la melodía agradable («Love her madly» emociona; en «Hyacinth house» nos susurra que necesita un amigo: ¿alguien le escuchó?) y la relajación musical en «Cars hiss by my window» donde aparece un solo de guitarra en el que al final descubrimos con pavor que se trata de gemidos del amigo Jim… «The Wasp» es una sintonía muy propia para la radio (Texas Radio and The Big Beat sin ir más lejos). «L’America» es una canción cojonuda y olvidada en las recopilaciones, una joyita.
Pero el disco no sería el mismo (ni los Doors si me apuran) sin dos joyas como «L.A. woman» y «Riders on the storm», las habré escuchado miles de veces y continúan emocionando como el primer día, sobre todo «Los Jinetes en la Tormenta», bello apocalipsis anunciando el final (curiosamente «The end» fue el principio de la leyenda, con la ayuda coppoliana de unos inmensos Sheen y Brando, sin olvidarnos del pequeño-gran Hooper, el mayor hijoputa de la historia del Hollywood moderno), pues Morrison la palmó antes de ver la luz el disco (fracaso multiorgánico por excesos; devastación física con desenlace incierto).
La leyenda se consagró en aquella habitación…
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El infinito es una región donde la verdad se inclina para alzar el vuelo. Conmovido por la peregrinación del tiempo en los espacios, me centro en descubrir la belleza sólida preñada de fluidos sutiles. Hay una terraza con vistas al desierto que aproxima la carne asada a un cielo fragmentado por colores. Un cielo apedreado por aviones, donde un hombre de tiza baila con otro de arena, acompañados por una mujer que nos eleva con el movimiento de sus pies descalzos sobre el suelo de llamas. Amamos la oscuridad más que las llamas. Amamos los líquidos más que los sórdidos y pesados manjares de grasa. Bailan las partículas con requiebros de aire, la música crece desde teclas de viento en la terraza con vistas a tus ojos. Y así se rompe la noche en tres cascabeles sin gato, en tres versiones de la plenitud que duermen boca arriba bajo el cielo del desierto… plenitud de estrellas y silencio. Poseemos la noche desnudos como una mujer adúltera que se acerca a la jofaina de agua después de cumplir su voluntad divorciada.
Hay una terraza que busca descubrir la música ritual de los animales de dos piernas, de arena y de tiza. Una terraza que es la memoria de los días felices. Una terraza que cultiva semillas de árboles encantados, una terraza con vistas a la tierra donde Gargoris descubrió el sabor dulce de la miel. Una terraza que busca un cuerpo ondulado y perfecto, donde besar con todos los detalles del paraíso, donde no habrá más luz que esta luz amarilla donde te he hallado. Esta es la plenitud, la búsqueda de lo invisible en libros de mil horas, en sonidos sin forma de universos desilusionados donde poder percibir lo perpetuo.