Te veo intranquila, mordiendo el tiempo en tus labios, erizando el aire en tu pelo rizado, preocupada por llegar puntual a la meta marcada, a la cita, la gran cita frente al tribunal que juzgará tu trabajo. Buscas incesantemente en tus libros de historia la torcida muesca del mundo en que una sierra se convirtió en pan negro, en que un bosque dejó de producir, en que el campo se envenenó, se perdió, se vendió al mejor postor de la ciudad. Rebuscas los motivos mientras saboreas la mina de un lápiz con el que tomas anotaciones en una libreta. El escarnio de una vida que migra en el espacio, descompuesta en sus principios de incertidumbre, en la herrumbre de sus desastres, en la merecida capacidad de soportar los infortunios, desangrada, malherida y aún viva, queriendo ser lo que está perdido. Interrogas a las balanzas de pagos, a las cartillas de racionamiento, interrogas a las fotografías y a la soledad pintada en la oscuridad de un bosque quemado. Rastreas las huellas de un amor vencido por los años, de una familia deshilachada por no saber conciliar lo nuevo con lo viejo, la jerarquía con esta tabula rasa. Suspiras por aquellos que siguieron pensando en replantar el bosque, por el esfuerzo estéril de unas manos fatigadas, pero no miras sus ojos, miras sus huellas. No miras los amaneceres, miras su ocaso. Y aún así insistes, persigues el color refinado de la historia, los papeles que dejaron testimonio. Absorbes la luz y las manchas de café. Te sientas en sus cocinas calentadas con leña, cerca de sus orejas con sabañones, cerca de su aliento fatigado, cerca de sus ollas, de sus conversaciones sobre el tiempo de cosecha, sobre lo frío del invierno, sobre los días de la matanza, sobre las siembras perdidas con la lluvia. Te sientas con ellos en sus camastros, con sus ropas pesadas, recias, con sus calentadores de ascua. Vives con ellos como un fantasma, a través de sus labores, de sus labranzas, de sus pecados, de sus tiranías personales, de su ira, su brutalidad, sus frustraciones, sus pocas palabras, su fe ciega, su honestidad, su rabia, su rúbrica, su ley no impresa, su palabra. Cambia el suelo, cambia el sueldo. Cambia la corriente del río por la corriente eléctrica, cambia la secuencia de las estaciones por la velocidad del asfalto. La carne comprada, no cazada. La luz ilumina las cuadras. El tiempo se detiene en una nube mientras tú la miras y le das forma. A veces pienso que todo se va a dar la vuelta cuando te miro tan lejos, tan buscando el momento exacto en el que todo cambió. A veces estás tan dentro que tengo que lanzarte una soga para rescatarte de esos pozos tan hondos… y sales mirándome aturdida, con la carita embarrada, pidiéndome que te deje un poco más, que ya no tienes hambre, que ya volverás. Y tiro con fuerza y con una tortilla recién hecha como anzuelo para reponer tu cuerpo y tu cabecita cansada. Te abrazo y te quedas dormida tan pronto… pero a veces te despiertas de madrugada, sobresaltada, sudando, y me dices por teléfono que me echas de menos y que no duermes bien, que no te gusta la noche, que el trabajo es agotador, que la carga es pesada… y yo te sonrío, y te digo que todo saldrá bien y no quieres escucharme, quieres que te abrace… y te abrazo en el silencio de la distancia entre mis brazos y mi pecho queda tu espacio exacto. Y dices que el tiempo vuela y que
estás atascada y lo sé, pero sólo es un momento en una vida, sólo un rato en esta vida, sólo el deseo de la necesidad imperiosa. Y sé que llegarás, tienes el don de dotar de memoria a los lugares, tienes la perseverancia, tienes la fuerza y la inteligencia, tienes la mirada limpia y verde, y triunfarás y entonces no necesitarás guarida ni ocaso. Quién necesita ocaso. Quien necesita ocaso no necesita más amaneceres.
Dedicado a N.