Mi foto en la guí­a Schmap de Milán

il Duomo di MilanoHace unas semanas me escribieron pidiéndome permiso para incluir ésta foto que tengo colgada en flickr en la tercera edición de la guí­a Schmap de Milán.

Mi intención, como ya dije, era borrar mi cuenta de flickr pero el simple hecho de que alguien haga las cosas bien —pida permiso para publicar tus fotos, reconozcan al autor de la misma, pongan un enlace a la página y, sobre todo, que tengas la posibilidad de negarte a publicar— ha hecho que vuelva a verle un ligero interés a flickr y que me piense lo de eliminar mi cuenta o que, simplemente, lo posponga un poco más.

Por cierto, las guí­as están muy bien y se pueden descargar.

Los 90: a cara o cruz

Nirvana Nevermind Pearl Jam Ten Jeff Buckley Grace

Hay que ver, con lo flojos (por no decir patéticos y vací­os, planos) que fueron los 80, el hacer algo novedoso, rompedor, no parecí­a excesivamente difí­cil. Estaba claro que el renacimiento con pretensiones de la gloria setentera era inalcanzable. Pero el festiche ochentero se sabí­a acabado, solamente quedaba una vuelta de tuerca, quitarse el maquillaje «pastelón» (o lo que es peor, el llamado malditismo oscuro, la música siniestra, ufff), coger de nuevo los instrumentos clásicos, y arrancar de nuevo. Siempre se ha hecho así­. Y así­ se hizo, al menos en parte.

Pero la gloria (?) se alió con los tipos que parecí­an más malos, más desesperados, más sucios (emulando, hasta el ridí­culo en algunos casos, a figuras como Jim Morrison). Y digo «parecí­an» y no «eran» (que no es lo mismo). Y ascendieron, y mucho, demasiado, protegidos y auspiciados bajo la denominación del «grunge» y su cuna donde se reproducí­an grupos por generación espontánea: Seattle. Se hicieron prácticamente omnipresentes en nuestras vidas de instituto, en nuestras primeras juergas. Y dos claros ejemplos de este movimiento fueron los Pearl Jam (con su disco Ten) y los Nirvana (con su Nevermind). De hecho se les considera (por muchos), aparte de seminales, como dos de los mejores discos jamás grabados. Y no puedo estar más en desacuerdo. Es que casi no puedo escucharlos enteros, y mucho menos hacerlo dos veces seguidas (como con otros tantos). Repetitivos, machacones, simples, pesados, son algunos apelativos que me vienen espontáneamente, sin esfuerzo. Al menos los Nirvana tuvieron ese «momento» que fue su Unplugged (ojo, este disco puso de moda los «desenchufados», pero NO fue el primero como algunos lo nombran; ese privilegio lo tienen los Tesla con su magní­fico Five Man Acoustical Jam, 1990), pero los Pearl Jam se dedicaron a explotar su «fórmula» hasta el cansancio de sus propios fans; sus discos son una sucesión indistinguible del mismo, un «loop» reiterativo centrado en la voz (tiene lo suyo, no digo que no) de Vedder, por no hablar de los infinitos discos en directo que han ido sacando basado en el mismo material (se creen los Grateful Dead?). Temas buenos habí­a, claro, pero pocos. Los discos eran homogéneos, sí­, pero por lo monótono del sonido (guitarras distorsionadas, baterí­a pesada y melodí­as repetitivas), no por el alto nivel de la música.

Ésta fue la cara mala (la cruz) de los primeros 90, a mis entendederas (y hostias me van a caer: que empiecen) y lo he explicado.

Como contrapunto tenemos grandes discos, grandes grupos, que quedaron relegados a otro plano, se disfrutan menos en masa, más en pequeñas (las mejores) compañí­as, y se reescuchan sin perder su encanto, grandiosos (algunos ya comentados aquí­…), ahí­ van unos cuantos ejemplos de «verdaderas» joyas noventeras:

Y luego, más tarde (ya en 1996) llegó Tool con su Aenima, preparando con antelación la música de la siguiente centuria… con una especie de revivalismo futurista del rock sinfónico pasado (y pesado), tanto en el tiempo como de revoluciones; y en el 97 el OK Computer nos mostró el sonido «supercuidado» (y un poco llorón a veces del amigo Yorke) y sofisticado de los Radiohead, otra gema (por nombrar unos británicos entre tanto americano peludo)…

Se abre el debate (y se permite todo).

Dedicado a los «grungeros».

La Trinchera

trincheraEl enemigo duerme en la trinchera. El rí­o se ha hecho más ancho por esta zona y nos ha separado un poco más. La noche me hace recopilar extraños remordimientos, me sumerjo en pesadillas de dimensiones bí­blicas para aterrizar de nuevo en este barro. Siempre me ha costado mucho poder acabar cualquier cosa, y ahora con este fusil, puede terminar todo en un momento, por un rato. Mi destino nunca ha sido luchar en esta guerra, esperando una victoria tras otra, una victoria que no llega. Las cosas son más fáciles cuando dejas de esperar una victoria. Estar vivo en estos dí­as es tener una pequeña racha de suerte. Vives como si todo fuera real, como cuando tus ojos reciben el color de la carne desnuda. Este traje no me gusta, no me gusta este uniforme. Es triste como este cielo, como la baraja con la que jugamos para pasar el tiempo, como el café de pucherote, como una rosa de tallo largo enterrada en el polvo. Ahora parece que lo veo moverse al otro lado, tal vez sabe que sólo somos él o yo. Echo un vistazo a una cruz que cuelga de mi cuello y pienso que el mundo se hace añicos. Hubo una mujer hermosa que me enseñó noches plateadas de un honor invisible, que me envistió de galardones antes de llegar la batalla, que me hizo la instrucción del amor más sucio y necesario, que me dejó broncearme bajo sus pechos hasta que un dí­a de esos que llueven rumores, comenzó a bostezar. Pero hoy me han ordenado solitario centinela, vigí­a antes de la lucha, insomne cuando las tropas duermen… como él al otro lado. El campo ha sido abandonado esta mañana por los oficiales de mayor rango. Los jóvenes soldados se han despedido en largas cartas. La vergüenza confunde la escarlatina con el diamante, la fiebre con la orden de atacar. Ningún hombre retrocede. Tengo sed. Te besarí­a de nuevo. Veo el amanecer. Usaréis mi cuerpo para pasear por encima. Si pienso en ti me llamarán traidor. La muerte es otro camino más, sólo un camino más. El objetivo no es cumplir la misión, esta noche, este dí­a, la misión será permanecer sin culpa en medio de esta guerra. No hablaré más. Enciendo el último cigarrillo. Todo parece de verdad. Las colinas del fondo se están abriendo con las primeras luces de la mañana. Hace frí­o. Dónde quedarí­an aquellas tablas de la alianza entre dios y los hombres, cuando la idea de dios es hoy tan lejana como la ausencia de los hijos que han caí­do. Cuál será tu voluntad. Cuál será mi inocencia. Después de esta guerra habrá otras. Las campanas tocarán de nuevo por los resquicios de la derrota. Quién gana es quién compra. Serán viudas más mujeres que gobiernos, porque siempre habrá más asesinos que leyes. Nadie te condena ahora. Es un juego. Esta mañana mi ofrenda será para ti, que me ensañaste a sumar todas las partes y a tensar la piel al tambor para poder iniciar la marcha. Mi corazón se envalentona y me levanto con la mano alzada. Los preparo para mi señal. No es una perla, sino una bala la que silba en el aire directa a mi cabeza.

Algo quedará en alguna parte, todo estará bien por un rato. Un pájaro cantó. No vivas en lo que ya ha pasado o en lo que tení­a que suceder. Vuelve a empezar. Desvanécete.

Siempre vuestro, Dr. J.

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Lo que acontece

quebrar en caso de emergencia - cristal roto

Diez de la mañana de primeros de julio. Un joven yace en el asfalto del camino de ronda. Su moto está destrozada a unos metros. Ha roto en su larga caí­da varios espejos retrovisores y un par de faros. Parece que se mueve. Intenta incorporarse. Aturdido se vuelve a tumbar. Respira y reconoce el dolor de su pierna izquierda y su costado derecho. Se reincorpora y abraza su pierna dañada y torcida. Ha crujido. Está rota. Se retira el casco, porque a veces la desobediencia sana. Así­ ve mejor el cielo, respira más hondo, sabe que está aún vivo, siente más dolor en sus costillas, pero no grita, solo espera y abraza su pierna deformada por el impacto… se acercan personas, alguien grita, alguien se tapa la vista con la palma de la mano y alguien trata de despertar con su móvil el ruido de unas sirenas. Todo ha sido muy rápido, aceleró para no chocar con un coche que cruzaba, la velocidad y la ley de la gravedad hicieron el resto. Una mujer estremecida de mediana edad lo ha visto todo, se agarra al brazo de su acompañante. Quiere gritar y no puede. Quiere gritar, pero aprieta con fuerza el brazo que la sostiene. Cuando vemos lo que acontece, nuestra mente da un rodeo por el tamiz de la conciencia y lo aprendido, y lo visto es sólo lo reconocido. La mujer aprieta, ha reconocido un accidente. El hombre le da la mano, la tranquiliza, no lo sabe pero imagina que alguien llamará a la ambulancia. Pronto lo atenderán, cálmate. La angustia es engañada porque alguien le ha dicho que pronto todo estará controlado. El orden sosiega el delirio del cuerpo. Su cuerpo se relajó cuando vio al joven moverse. Pero aún seguí­a en ella esa impaciencia del corazón por huir del dolor de la carne ajena. Un jubilado deja el marca en el sobaco y se acerca a unos cinco metros prudenciales, donde poder ver el rastro de cristales rotos y sangre sin complicarse demasiado. Alza la vista y mira el reloj, con este tráfico el cero tardará un rato. Si es que van como locos… menos mal que llevaba el casco. Un joven se acerca al accidentado, lo intenta sosegar, le dice que no se quite el casco, que no se mueva, pero no siempre los consejos son bien escuchados. Tras unos minutos, donde los segundos son demonios enjaulados, llega la asistencia sanitaria. Nadie es inocente ante la realidad de lo que acontece. Lo real acontece más allá de los moldes de nuestro pensamiento, más allá de las ideas concebidas de la verdad. El instante es un campo abierto.

Al llegar al hospital el personal ocupa su sitio y en unas horas está estabilizado en la UCI. El dolor a veces es infinito, pero la sedación permite observar con los ojos abiertos la reconstrucción de unos huesos rotos, el drenaje de unos pulmones encharcados y la sonrisa del que te dice que todo irá bien. Tras una semana sube a planta. Tiene barba de quince dí­as y está más delgado. El balance ha sido de once costillas rotas con hemoneumotorax, fémur roto y fractura de pubis. Pero estable. Consciente de su dolor y de su suerte. Ahora reconoce el valor de los besos dados a M, el calor de toda su familia, la presencia de sus amigos, los conciertos de la alondra. Ahora se siente agradecido, más ligero de equipaje, sosteniendo entre sus manos lo que más importa… y un orinal de boca ancha. Creo que el dolor sufrido ha prolongado el infinito, y la mente atemporal se ha ceñido a su sólido cuerpo herido. Hoy le he visto emocionado y con una sonrisa sincera y satisfecha. No hay voluntad en los gestos, pero es real aquello que acontece.

“Hay dos clases de piedad. Una, débil y sentimental, que en realidad sólo es impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena. Y la otra es la compasión desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá.†

La impaciencia del corazón. Stefan Zweig (Viena, 1881- Petrópolis, 1942)

P.D.- Dedicado a A., por su pronta recuperación.

Siempre vuestro, Dr J. (11 julio 2007)

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Metanoia

collar bdsm

Salgo del corral cuando aún clarea el dí­a. Demasiado calor para estas horas de la mañana. El sol promete un bochorno sofocante, anda amarillo como el lomo de un caballo polvoriento. Por mal camino se va cuando lo único que piensas en ese momento es en el número de cervezas que van a caer. El organismo se estremece como un sistema descompuesto, una red eléctrica que funciona con pocos voltios. El aroma erótico de una mujer inflama el ambiente. Sumido en el estudio de la geometrí­a de sus pechos, de su geografí­a, de su exacta y estremecedora anatomí­a, uno se descubre viejo y lejano. Es el momento de tomar un carajillo, de comprar un libro de Murakami, de escuchar un poco de rock sucio, de fumar en las escaleras de la catedral donde una gitana evangelista exorciza demonios con ramitas de romero y come una jugosa sandí­a que chorrea por sus manos pringosas, por sus brazos hasta los codos, por su escote hasta el ombligo y por último hasta el mismo coño para refrescar insectos de alas mohosas… necesito un trago.

Me distrae la hora. Debo descansar otro dí­a para continuar otra noche. El ciclo comienza y no se cierra. Toda esta locura me está haciendo pensar en la verdad. La verdad no esconde, muestra y enseña lo que parece estar oculto. Una verdad que se busca en todo, en los amigos, el trabajo y en la cama. Se regocija en la sorpresa de regalar placer, de ofrecerlo a pesar de nuestro egoí­smo y nuestra avidez, en ese ser generoso sin pensarlo, sin planearlo, en hacer de la cama un lugar salvaje. Un tórrido lecho de efluvios letales, bestias que despiertan al grito de la sangre y el deseo, animales que se enredan como lianas en los lagos exóticos de lo imprevisto. La verdad va más allá de los secretos de la vida, que consisten en reconocer los mismos abismos inconscientes en cada uno y en cada cual, dominar la estaciones y las mareas, reconocer el tiempo de cosecha en el momento justo en que madura la fruta, adiestrar al cuerpo a convivir con su animal, no gritar más allá de la consciencia y saber amar. El amor tiene mucho de cama recién hecha, de hogar, la eterna vuelta al hogar donde nacer y renacer, donde dormir sin miedo a los murciélagos, donde levantarse con olor a tostadas y café. Pero la verdad no sucumbe al amor, no se deja dominar… la verdad exige algo más que conocer… la verdad exige un cambio de actitud… un arrepentirse.

Antes de desmemoriarme busco una taberna. La encuentro y tomo una cerveza… nunca es demasiado temprano para según qué cosas. No hablo mucho, hoy tampoco. Me voy tras pagar la tercera. Recorro las calles. El sol ya es indecente, luciendo con su ardor los cuerpos de jóvenes criaturas. Ando sin prisa, sin rumbo fijo doblo Recogidas. Parece que se ha movido un poco de aire, irreales como gigantes parecen los segundos en este intervalo de tiempo. El aire huele a mar, a mirra, a nardo. Una paloma alza el vuelo antes de ser atropellada. Todo parece ahora estar en su sitio, no sobra nada y en mí­ se forma la idea de tener lo suficiente. No quiero ni volver a respirar. El cielo ha cambiado. La luz ha cambiado. La paloma se ha quedado detenida a un palmo de la rueda, sin apenas emprender el vuelo. Las caras de la gente se han iluminado y se han paralizado. Sólo yo en medio del mundo. La gente de los escaparates no mira sino a otro vací­o más. La gitana aún no ha secado el néctar chorreante de su cuerpo. Los bares están a medio abrir y a medio cerrar. Todo ha cambiado sin que se mueva nada. Miro atrás tras doblar la esquina y no hay nada. Nada queda de lo andado, nada queda atrás, nada hay. Nada, salvo la débil risa que a veces surge de las aguas enterradas.

“Y aunque no estuviera sobrio ahora, ¿por qué artes fabulosas, sólo comparables, por cierto, con los caminos y las esferas de la sagrada Cábala, habrí­a podido volver a encontrarse en ese estado al que antes habí­a llegado brevemente esa misma mañana, ese estado fugaz y precioso, tan difí­cil de mantener, de ebriedad en que sólo él estaba sobrio?†

Bajo el volcánMalcolm Lowry

Siempre vuestro Dr J.

PD: permitidme un consejo, protegeos de las insolaciones.

Imagen original en Wikimedia Commons