Llegó el momento de pagar todo el vino que me había bebido. Había disturbios en la ciudad, y creo que yo me pasé de listo. La lluvia empezó a cubrirlo todo, a calmarlo todo. Los chicos fueron dejando más y más espacio a lo largo del día, hasta que se encerraron en su cuarto. Cada cual dijo adiós a su manera. Quedaba algo claro por fin, que las migraciones son necesarias. Fue cuando ya no llovía, cuando los charcos dejaron las aceras húmedas, cuando me trajeron aquí. Estaba todo cerrado, dijeron que tenía que ser yo, aunque yo nunca estuve. Entrégate. No te va a doler más que otras veces. Después de protestar y dar patadas, me quedé sentado… casi sin pulso. Me dejaron en el número diez. Al principio cabeceé contra las paredes acolchadas de la habitación. Poco a poco asumí la luz roja del techo inundando el cuarto. Conforme pasaba el tiempo los ojos se cerraban y yo trataba de dormir todo el tiempo. No es exactamente la vida que tenía pensado vivir. No valía la pena preguntar nada a nadie, sino a mí mismo. Las protestas y acusaciones eran torpes e inútiles. Acurrucado en el silencio, mis palabras se diluían sin prisa, se perdían tan despacio que sólo me di cuenta cuando no me quedaban más de cien. Mi boca se cerró y empecé a no comer. Sin palabras mi cabeza empezó a beber imágenes supervivientes del naufragio, con un traje azul marino. Calles de México cubiertas de bruma, a orillas del lago cielito. Camareros con bandejas de plata. Nieve en la sierra sepultando los últimos brotes de manzanilla. Tus labios, tus medias. Un hombre con sombrero de ala ancha y gabán. Un río que vela por los barcos de vapor que nunca pude ver, salvo uno que se quedó varado en una feria de atracciones, con espejos que deformaron mi imagen y tablas sueltas en el suelo. Un móvil apagado en la gasolinera. Viajes en coche, la escuela, el parque, la luz, mi mochila…
La oscuridad era roja. Mi cabeza dejó al tiempo también de ver. Ya no había palabras ni imágenes. Entonces empecé a tener miedo por si nunca salía de allí. Mis sentidos se fijaron en mi pelo largo, en mis dientes debilitados y sucios, mi aliento, mi escasa virtud para los días sin salida. Crecía todo menos mi esperanza de escapar. Sólo al tiempo dejé de masturbarme y renuncié a la existencia de mi falo para ahuyentar temores. El falo, ese vidente y artista, que conoce muy bien el futuro, ese palote de eternidad. Cuando se pasó el temor volví a estar tranquilo. La oscuridad seguía roja. Mi mente se vaciaba. Comía poco y con desgana, hasta el hecho de abrirme la puerta era una molesta intromisión de mi ausencia. Empecé a no preguntar ni siquiera a mi mismo. Una vez al día, sólo una, dejaba a mi mente acordarse de alguien que conocí en vida… incluso una vez me pregunté qué sería del drama de aquel pez pescado con el anzuelo en el ojo. Caminos rotos que terminan dando vueltas. Cuando ya no quedaba nadie de los que había conocido, cuando ya sólo quería desaparecer, dejaron de darme comida y me entregaron un diagrama con diez esferas. Cada una con un número, treinta y dos senderos y veintidós palabras. Empecé de nuevo a recordar las palabras, pero ya eran distintas, y empecé de nuevo a ver imágenes, pero también eran distintas. Ahora todo tenía su propio lugar. Los gnósticos lo llaman el árbol de la vida. Beth huele a perfume de almaciga.
La puerta se abrió como un disparo seco. Salí de nuevo a la ciudad. Llovía y me quedé calado enseguida. Volví a mi casa. Al tiempo volví a vestirme con mi vida. Pasó el tiempo y rara vez me acordaba de aquella habitación. La habitación de los chicos rojos. La casa sigue vacía. Habito mi tiempo. A la naturaleza le gusta esconderse.
«Tu visión devendrá más clara solamente cuando mires dentro de tu corazón. Aquel que mira afuera, sueña. Quien mira en su interior, despierta». Cita de C. Jung, muerto el 6 de junio de 1961, mientras leía un libro de Teillard de Chardin. Esa noche hubo tormenta.
Dr J.