La mañana amaneció de niebla. Una niebla fría y espesa, que aturdía los sentidos y hacía que todo pareciera más lejano y distante. Era un día de primeros de enero. Comenzó la guardia como siempre, con el ceño fruncido, esperando las llamadas de los enfermeros, sin miedo y tranquilo, como don Tancredo esperaba el toro inmóvil en el centro de la plaza. Pasó por los controles de enfermería, paseó por la planta y saludó al personal con un gesto. Todo parecía calmado. Vio un par de analíticas, repasó unas cuantas historias y luego se fue al despacho. Al rato alguien entró. Le sonaba la cara, era un paciente que hacía años no veía. Lo había diagnosticado de una rara enfermedad, sobre todo para un hombre, como era el lupus. Le preguntó cómo se encontraba. El interlocutor hablaba despacio, con un tono de voz apagado como por una sordina de trompeta, le dijo que al final todo se complicó por el riñón, pero le agradeció su ayuda en aquel tiempo y le dijo que ahora estaba bien, que sólo quiso saludarlo. Como vino se fue. Luego entró otro, un paciente joven con una infección por VIH en estadio terminal, con poco aliento para respirar, cansado y enflaquecido por el virus, sólo quería un poco de agua, unas palabras y un cigarrillo. Al salir entró un paciente con cáncer que diagnosticó hace tiempo, ya extendido, con su esposa a su lado. Les recetó morfina para sofocar los quejidos y quebrantos del cuerpo resentido, cogieron el papelito y se marcharon con una sonrisa. Así fueron pasando enfermos hasta la hora de comer. La niebla seguía abrumando la ciudad donde el sol ya debía estar alto. No tenía hambre, así que paseó por los alrededores del hospital. Luego subió de nuevo a la planta. Cogió unos números atrasados del New England y los estuvo ojeando hasta media tarde. Le extrañó no recibir llamadas de urgencias, así que bajó al sótano donde estaban las consultas. Paseó por ellas despacio, casi ajeno al habitual ajetreo de camillas y pacientes. Miraba el quehacer de sus colegas, el trabajo de las enfermeras con los enfermos, auxiliares manipulando sondas y pañales, celadores llevando carritos y camas. Se acercó a leer las historias de algunos pacientes, un internista no sabe decir que no a un paciente ni a un problema. Llegó la hora de cenar y se dirigió al comedor. Había poca gente y no los conocía. No había ningún compañero de su promoción, eran médicos jóvenes los que cenaban entre animadas charlas sobre enfermos, mujeres, deportes y blasfemias al gerente. Cogió una naranja y se fue de nuevo a su despacho. La noche había llegado pronto. La niebla no se disipaba. Intentó llamar a casa, pero el móvil se había quedado sin batería. Encendió el ordenador y consultó su correo. Anuncios de viagra y de revistas musicales con las últimas novedades del mercado. Hacía tiempo que no recibía correos de sus conocidos. Visitó páginas de amigos, blogs de literatura, de viajes, de música, de chulopollas dando lecciones de sabiduría. Así se adentró la noche en sus ojos. Se asomó a la ventana y vio las luces de la ciudad aplastadas por esa incesante niebla. Ya era tarde, pero no tenía sueño. Era como si las ganas de dormir se hubieran marchado. Sin embargo tampoco tenía ánimo para hacer nada más. Se encontraba vacío, repleto de demasiadas experiencias suicidas, de demasiado dolor, de demasiados ardores de estómago, de demasiadas oportunidades disponibles en estas guardias tan largas. Demasiados amaneceres contemplados desde la atalaya del insomnio. Se fue al cuarto a descansar un rato. Se tumbó en la cama con los ojos abiertos. Pensó en sus padres, en la recogida de aceituna de su pueblo, que siempre fue más tardía, y en aquellas tardes de fiesta que hace tanto dejó atrás. Pensó en su mujer, en las raíces que el viento no arrancará. Pensó en eso y en otras cosas.
A la mañana siguiente la niebla se fue despejando con los primeros rayos de sol. Notó algo raro en su aliento. Se miró a sí mismo. Fue entonces que descubrió su pecho manchado por un hilillo de sangre. Fue entonces que supo reconocer el porqué de aquellas extrañas cosas. Ese era el hilo que unía el corazón al alma. Lo que no supo determinar fue el tiempo que llevaba roto.
«El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida. Con tal de que no sea una nueva noche, pensaba él. Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrase con sus fantasmas. De eso tenía miedo.»
Pedro Páramo. Juan Rulfo.
Siempre vuestro Dr J.