Himno del Universo

chardinEl refranero suele rezar verdades cotejadas por la experiencia, por eso sé que después de la tormenta siempre se ciñe sobre nosotros un manto de quietud. Pero ahora estamos en plena tempestad, en pleno centro del huracán, dando demasiadas vueltas como para conocer el alcance de sus daños colaterales. En esta sociedad de incertidumbres, la ciencia es dueña de la virtud, pero toda la fe está en la ciencia y la ciencia no tiene fe. Asistimos atónitos al estancamiento del ocio profiláctico y de tertulias de bufones consumidos por el hastí­o. Se abre una brecha de injusticias y desigualdades difí­cil de tolerar. El dolor se anestesia sin dejarle que nos hable, que nos cuente cosas de nosotros mismos. El amor se desperdicia con esqueletos de margaritas. Así­ es fácil preveer un final catastrófico de nuestra era social, y no me tachéis de agorero superficial, en todo caso de agorero esperanzado. Esperanzado en un rayo de luz de una nueva humanidad que ha de crecer.

chardin2En este lugar he comentado autores con diversas respuestas al dolor de la existencia humana, diversas actitudes y vivencias. Hoy os muestro una opinión valiente y generosa, la visión gloriosa de la humanidad que nos ofrece Teilhard de Chardin, el padre Pierre. Una visión creativa y progresiva del hombre, usando como herramienta de conocimiento la ciencia. Pero una ciencia en evolución y emergente, hermanada con la mí­stica, tendente a un mismo fin. Una ciencia rica en la dispersión de la multiplicidad, y consolidada en la convergencia de la Unión, del Punto Omega. Una ciencia que optimiza, que redime, que profundiza en la naturaleza y en su conocimiento para llegar a los lugares privilegiados por la vida. La ciencia descubre el camino de los seres hacia la consciencia. Las mónadas perdidas encuentran su reposo en un mar cada dí­a más profundo por las lluvias de las tempestades, más sabio por el color de sus habitantes. Ciencia y mí­stica. Espí­ritu y materia. El espí­ritu se derrama sobre la meteria orgánica como el vino sobre un cáliz de arcilla, y la piedra cobija en su interior la lava ardiente que espera salir y reventar licuando cada existencia. Licuando fuego a fuego todo lo viejo para dejar paso a lo nuevo. Así­ como las plantas crearon en un principio la Biosfera, la conciencia crea ahora una nueva atmósfera para el desarrollo del pensamiento, la Noosfera. La autoconsciencia.

Imaginad una humanidad de buena voluntad que deje a un lado la diferencia, para converger en lo esencial y tender como el cauce de un rí­o a su Unidad en el Punto Omega. La piedra tendrí­a un himno encarnado en la materia, los triges cotidianos y tercos se alejarí­an del combate, el verbo volverí­a a habitar la carne. Lo divino participa de la materia y está en todas partes, como el aire. El despertar cósmico de la consciencia es la puerta para el amor apasionado por Dios. El futuro de la humanidad pasa por este despertar de la autoconsciencia. La contemplación de la naturaleza, la contemplación de la humanidad, te lleva a entonar nuevos salmos de gloria, Himnos del Universo. La realidad se revela con sus mil caras, como los mil destellos de un diamante, como las notas que nacen de una misma joya mí­stica que hace rodar cabezas, como las siete Visones del Amén de Messiaen.

Teilhard de Chardin (1881-1955). Murió un domingo de Pascua en Nueva York, lejos de su Francia natal. A los 18 años entra como novicio de la Compañí­a de Jesús, intentando dar formar a sus ideas. Su bautizo í­gneo de realidad fue en la Primera Guerra Mundial como camillero. Cursó estudios de Paleontologí­a y Geologí­a en la Sorbona de Parí­s. Desarrolló su carrera en Asia, descubrió al Hombre de Pekí­n (Adán era asiático), y fue en China donde escribió El Fenómeno Humano. Fue apartado a Estados Unidos y sus escritos siempre fueron perseguidos y repudiados por la Iglesia. Hasta el final sólo quiso formular lo esencial en su mensaje. En su diario, dí­as antes de morir, escribió:

Lo que yo creo – Sí­ntesis: 1) San Pablo… los 3 versí­culos (1Cor 15,26,27,28): Dios todo en todo (¡confirmación teológica!… Revelación ultra-satisfecha); 2) Cosmos = Cosmogénesis – Biogénesis – Noogénesis – Cristogénesis; 3) El Universo está centrado (Evolutivamente, Hacia Arriba y Hacia Adelante); Cristo es el centro de ello»

…y se fue mientras Él vení­a. Su obra cada dí­a es revisada con ojos cada vez más despiertos.

Bendita seas tú, áspera Materia, gleba estéril, dura roca, tú que no cedes más que a la violencia y nos obligas a trabajar si queremos comer.
Bendita seas, peligrosa Materia, mar violenta, indomable pasión, tú que nos devoras si no te encadenamos.
Benditas seas, poderosa Materia, evolución irresistible, realidad siempre naciente, tú que haces estallar en cada momento nuestros esquemas y nos obligas a buscar cada vez más lejos la verdad.
Bendita seas, universal Materia, duración sin lí­mites, éter sin orillas, triple abismo de las estrellas, de los átomos y de las generaciones, tú que desbordas y disuelves nuestras estrechas medidas y nos revelas las dimensiones de Dios.

¡Arrebátanos, oh, Materia, allá arriba, mediante el esfuerzo, la separación y la muerte; arrebátame allí­ en donde al fin sea posible abrazar castamente al Universo.

(Himno del Universo; T. de Chardin).

Siempre vuestro, Dr. J.

El Misterio de las Catedrales

fotoLlegué despacio, por detrás, a través del paso del Pont Marie, donde se besan los amantes a escondidas para pedir sus deseos. Llegué temeroso de despertar su sigilo de campanas antiguas, de cristales í­gneos y esculturas de piedra viva. Llegue de la mano de una mujer que vestí­a los colores de la revolución. Llegué en un dí­a de otoño con el cielo despejado para poder observar ángeles de luz cayendo sin reposo. Atravesé el jardí­n que decora la girola con verjas de hierro forjado hace siglos. Llegué a la plaza de los comerciantes de tiempo e instantáneas, atestada de turistas con más ganas de ver que de conocer. Llegué con la mirada cautivada por los juegos de luces de esta ciudad embriagadora que te acoge, en esa isla destronada en medio del vendaval.

Me paré ante sus puertas de madera que un dí­a talló la mano del diablo, menos la puerta central donde se impone la imagen de la madre protectora, la imagen de Notre Dame. Allí­ donde hace años se detuvo Ví­ctor Hugo a contemplar el vuelo de los cuervos sobre su perfil. Su fachada está orientada al noreste. Al entrar se camina de occidente a oriente, para que el peregrino siempre se dirija hacia donde nace el sol. Pasé con el gentí­o y me acogió el silencio de su luz, luz acrisolada por las vidrieras que hornearon maestros ancestrales. La alquimia sostení­a desde los pilares su figura, sus formas, sus sí­mbolos, sus gestos. Un sabor de miel silvestre anunciaba que allí­ hubo más que una historia, más de una mirada que nadie vio. Incienso y luminarias desde el umbral hasta el final de ese palacio reservado, como un velo que oculta su encanto a los profanos, a los profanos como yo. Como un niño me sentí­ refugiado en sus entrañas de piedra calcárea común animada por maestros, en su edificio vivo y palpitante que socorre la impiedad de los presos de lo sentidos. Piedra desechada y ahora piedra angular, muy alejada del concepto ornamental de los frí­os mármoles renacentistas.

Paseé por su planta de cruz, la cruz como jeroglí­fico del crisol alquí­mico, la cruz como triunfo del espí­ritu. Al volver mis ojos observé el fuego de rueda que entraba a través del rosetón, con el calor necesario para la licuefacción de la piedra de los filósofos. La evolución de las sombras hacia la luz circular de una órbita más elevada. Y así­ asistí­ al conjuro del mercurio. Subí­ por sus escaleras de caracol para conocer al alquimista de Notre Dame, rodeado de gárgolas seductoras que contemplan inertes el paso del tiempo con su cara apoyada en sus manos y la boca entreabierta. Terminé palpando su campana en su cárcel de madera. Salí­ luego al aire para estampar mi frente contra las nubes, y así­ descendí­, con el dedo en los labios, multiplicando el azufre, entre la pirotecnia extática de juegos animales. Una vez en la calle volví­ a caminar… pero siempre con la confianza de ser observado por los misterios de Notre Dame de Parí­s.

Fulcanelli decidió revelar su sabidurí­a hermética a los profanos a través del estudio del arte gótico, tomando como ejemplo la magní­fica obra de la Catedral de Notre Dame. Su persona ha sido admirada por hombres de todas las clases, y su vida está llena de leyendas, como la de los grandes alquimistas. Los ignorantes no llegaremos nunca a conocer todos sus secretos, los misterios de una realidad no ordinaria que ha dejado su huella a lo largo de la historia de la humanidad, dispuesta a ser descubierta por ojos más atentos que los mí­os.

La más fuerte impresión de nuestra primera juventud, de la que conservamos todaví­a ví­vido un recuerdo, fue la emoción que provocó en nuestra alma de niño la vista de una catedral gótica. Nos sentimos inmediatamente transportados, extasiados, llenos de admiración, incapaces de sustraernos a la atracción de lo maravilloso, a la magia de lo espléndido, de lo inmenso, de lo vertiginoso que se desprendí­a de esta obra más divina que humana «. (El Misterio de las Catedrales. Fulcanelli, 1925).

La Noche le es Propicia

Si no estuvieras tú en esa claridad de la resaca, no habrí­a salido yo de las sombras de este bar para ofrecerte mi brazo y mi compañí­a, y mi sudor, mi humo y mi suave sonrisa. Querí­as llegar conmigo al reino del esplendor, y llegamos de puntillas a besarnos los labios. Desde la ventana de aquel cuarto alquilado, saludaste tu ausencia en casa. Te estremeciste. Comprendiste que la noche nos iba a ser propicia. Bebimos juntos, boca a boca, cada placer de mercurio derretido. Contamos campanadas deslumbradas por la luna, obligando al deseo a volver a mirarnos a los ojos. A lomos de palabras nunca dichas, caballos (salados) desbocados se acercaron al exceso, a la muerte y a la angustia. Sin propósito de enmienda, la mujer secó el barro primigenio. Yo me hice alfarero de tacto fino, para moldear en ti el gozo y el arrebato. Un perfume nos regaló el infinito tiempo del instante. Y la niña que jugó a la rayuela se fue al oí­r los pájaros. Se fue con ese incienso de jaras y una gota de ternura en los ojos, en esa delgada lí­nea de tu mirada deslumbrada por un nuevo sol.

Con este libro de amor sin concesiones, una pareja desconocida se entrega al amor de una noche sin reservas, saliendo así­ de la mediocridad de sus rutinas. Una noche que es un viaje al deseo y a la muerte. Una pasión en treinta y ocho poemas, publicado en 1992. Un amor que transforma a los amantes, que les otorga el don de explorar ámbitos ignorados. Un amor en una noche que por fin les es propicia, como la vida, como la inevitable cercaní­a de la partida.

José Agustí­n Goytisolo (1928-1999), canturreado por algunos de nuestros más afamados cantautores, letrado, y poeta de paisajes urbanos, escribe aquí­ un poema hermoso. Alejado de su ironí­a habitual y algo forzada, se centra en la elegí­a. El amor es una elegí­a, un privilegio para ciertos fantasmas. Un libro propicio para estos dí­as de entretiempos, donde todo parece ser posible por imposible y desgastado que se esté.

    LA NOCHE LE ES PROPICIA.

    Todo fue sencillo:
    ocurrió que las manos
    que ella amaba
    tomaron por sorpresa
    su piel y sus cabellos
    que la lengua
    descubrió su deleite.
    ¡Ah detener el tiempo!
    Aunque la historia
    tan sólo ha comenzado
    y se sepa que la noche
    le es propicia
    teme que con el alba
    continúe con sed
    igual que siempre.
    Ahora el amor la invade
    una vez más. ¡Oh tú
    que estás bebiendo!
    $Api$ádate de ella
    su garganta está seca
    ni hablar puede.
    Pero escucha su herido
    respirar; la agoní­a
    de un éxtasis
    y el ruego: no te vayas
    no no te vayas. ¡Quiero
    beber yo!»

Siempre vuestro, Dr. J.

El Dinosaurio

La Historia de la Humanidad se ha podido ir contando a base de cuentos. Cuentos para todas las edades, para todas las épocas, para todas las culturas. El relato se ha ido transformando dí­a a dí­a, según lo que a uno le ha tocado vivir. Porque contar un cuento es como reinventar la realidad, enriquecerla o empobrecerla a tu antojo, como un ojo que vulnera la amenaza del cielo, pasando por el tamiz de la experiencia y la imaginación, cada trozo de vida que se te acerca.

Augusto Monterroso tiene el dudoso honor de haber escrito el cuento más corto del mundo. A este autor guatemalteco, afincado en México, le fue concedido el premio Prí­ncipe de Asturias de las letras hace un tiempo. Predominan en él la fábula y una profusa fantasí­a literaria que le permite plasmar con ironí­a la amargura de ciertas existencias. Aquí­ os dejo el cuento más corto del mundo:

    EL DINOSAURIO.

    Cuando despertó, el dinosaurio todaví­a estaba allí­.»

Todaví­a estaba allí­… donde quizá siempre estuvo, convirtiendo la imagen de un sueño en un reptil con peso y gravedad que mira con ojos de hambrienta insatisfacción. Quizá estaba allí­ el soñador que nunca quiso despertar. Quizá un sueño dentro de otro sueño. Quizá yo fui el Dinosaurio que no te dejaba dormir con su aliento cercano a tu cuello, limando sus pezuñas en las sábanas, esperando un descuido de tus párpados para saltar… para arañarte la espalda con cariño. Quizá haya más dinosaurios que esperan su oportunidad detrás de la puerta del armario o debajo de la cama. Su oportunidad de revivir su instinto de extinción. Por todos los dinosaurios…

Siempre vuestro, Dr. J.

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    [El Dinosaurio en la voz de Augusto Monterroso (RealPlayer)]
    [Augusto Monterroso]
     

Dinos cómo Sobrevivir a Nuestra Locura

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Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, como el verso de aquel antiguo poema, le reclama el hombre gordo a su madre una respuesta. Su madre permanece callada al otro lado del teléfono. Esta noche el hombre gordo casi ha caí­do al estanque de los osos, y se ha desprendido del peso de su hijo retrasado y rollizo con el que se comunica a través de sus manos gruesas. La locura se hereda, y puede ser el destino anunciado de un hombre. El hombre gordo quiere sobrevivir al peso de la muerte de su padre recluido voluntariamente en un sótano, quiere sobrevivir a la locura de su hijo deficiente, quiere escapar de su futuro y de su pasado, quiere liberarse de su locura… de nuestra locura. El hombre gordo quiere volver a comer tallarines en salsa de carne y pepsi-cola con su hijo mori, al mismo tiempo que quiere librarse del peso de su responsabilidad de cuidar con todo el amor y la locura a su hijo de inteligencia vegetal.

Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura, sin héroes, sin dí­as felices, sin gestos divinizados, sin mentiras sociales. Dinos cómo sobrevivir a nuestra vida de contempladores de ocasos rojos, de bonsáis disecados, de desiertos enfrentados. Qué alguien nos diga cómo sobrevivir a nuestra locura de deseos insatisfechos, perversos e infames.

El hombre gordo sólo se libera de su culpa al conocer la verdad de la muerte de su padre mediante una carta de su madre donde no le oculta su odio y su desprecio. Una vez liberado el hombre gordo no volverá a comer tallarines con carne y pepsi-cola, ni a comunicarse con su hijo a través de sus manos húmedas y rechonchas. El hombre gordo pierde peso y no volverá a reconocerse en el espejo mientras sigue intentando sobrevivir a nuestra locura.

Este relato de Kenzaburo Oé (Japón 1935), premio Nobel de 1994, nos introduce a un Japón contemporáneo con historias que reflejan la violenta y tierna realidad, sin remilgos, y con la capacidad de hacer de temas reales dramas mí­ticos. Un mundo asiático moderno y sugerente narrado por alguien que alcanza el nivel de Faulkner o Dostoievski.

Durante el invierno de 196…, un hombre anormalmente gordo estuvo a punto de caerse al estanque de agua sucia donde se bañaban los osos blancos. Aquello fue para él una experiencia tan dura, que casi se volvió loco.»

«Dinos cómo sobrevivir a esta locura» (1969) de Kenzaburo Oé

Siempre vuestro, Dr. J.

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    [Kenzaburō Ōe | Wikipedia]
    [Mientras Agonizo | bruto]