La paz interior es el mito de la felicidad. La insatisfacción es mi losa. Esperaba que tu amor la abriera, que me llamara desde fuera con voz cálida. Pero la palabra que más hiere es la que se calla. La hostia que más duele es la que no se da. El dolor más terrible es el que se espera, no el que se pasa dejando en la superficie de los nervios la huella de su nombre. El final que se vislumbra es la esperanza que muere. Y muere porque tiene que morir. Como la fruta tiene que madurar y el sol alumbrar. Así mi corazón mastica palabras de muerto que nunca te digo por miedo a perderte, por miedo a retenerte. Busco consuelo en esas ruinas que te enseño para que te enamores de mi. Recojo palabras en las calles, cuánto más sucias mejor, para transformarlas en conocimiento escrito y honrarte. Esmegma pútrido y lefa grumosa, se convierten en un te echo de menos, en un no te marches por favor. Cúrame te digo, pero es sólo una tregua para volver a herirme. Las noches son frías en esta primavera de castigos carnales. Busco palabras que te bendigan, que limpien mi guarida pestilente de soledad. Como un nómada que pide permiso a los dioses para acampar con su rebaño, pido permiso para acampar sobre tu cuerpo cansado. Luego busco oraciones en el aire y las dejo prendidas en el viento. Escribo oraciones en las piedras que amontono a las orillas de tu corazón. Voy saltando sobre ellas e intento cruzar el río que nos separa, como cuando era niño y jugaba a piratas con espadas de juncos. Cruzar un río que es un océano para ganar tu corazón sin dueño. Añoro ese río y el océano, donde la culpa se transformaba en algas soñadoras. Donde puedo escuchar el mar, si acerco tu nombre a mi oído. Añoro una vida plena lejos de los errores del pasado, limpiando las manchas del alma con un beso y sin preguntas. Pedir perdón será dar las gracias. Así el amor transformará el coño seco de una prostituta, en el origen del mundo.
A veces mi ánimo se resquebraja, como mis vaqueros en aquella bolera. Como una boñiga seca, frágil y descompuesto, sustento de las flores de tránsito que crecen en las carreteras que recorrimos. En medio de todo esto, mi único objeto y sujeto, es tu expresión. Llevo una vida entera esperando verte sonreír. Si me voy es por recordarte. Si me voy es por volver al lugar donde dejé mi coraje, mi respeto, mi armadura de caballero. Si te busco encuentro la misma tristeza mordida en tus dedos. Si te busco me encuentro con tu prisa. Dejas que te abrace, porque amar siempre fue de cobardes. Y sin ti, apenas sé qué es lo que significó Roma, y porqué Cartago cerró los caminos de ífrica. La falta de sentido es haber inventado el lenguaje, para hablar sin cambiar nada, para hablar sin que pesen las palabras. Ver Roma es ver Roma sin ti. Roma ha perdido en sus colinas el diluvio de las piedras y el fuego eterno de los dioses. Mientras uno se obstina en perseverar el deseo del inicio, la llama primigenia no debe extinguirse y el sacrificio exige el cuidado atento de cada brasa, de cada ráfaga de aire que amenaza. Antes, en los templos romanos, había vírgenes consagradas a mantener encendido siempre ese fuego, que pagaban con su propia vida. Hoy las doncellas ya no tienen que cuidar el fuego, sólo recalentarlo. Y yo siempre estoy ahí. Persevero, como persevera la enfermedad, como quien se siente enfermo del hígado. La perseverancia crece y se reproduce sola, anulando el resto de deseos, es un cáncer moral que redime la conciencia. La perseverancia es una manera de atrapar el deseo. Manteniendo las mismas ganas de besarte que el primer día que te besé. Ahí estábamos los dos, como dos estudiantes abrazados en la noche de piedra, compartiendo las mismas dudas y dolores, los dolores cotidianos en los que vivimos, los abismos cotidianos que cruzamos sobre un alambre y sin red. Hay instrucciones para subir una escalera, para darle cuerda a un reloj, para andar sobre un alambre, pero no para amar y mucho menos para vivir. Sufro tu desapego y ansío el mío. Ahora buscamos en los Trópicos de Capricornio nuevos aires venidos del sur para remontar el vuelo. Me voy con la mirada abierta, con el corazón atento, en busca de nuevas lenguas y nuevos licores. Nos vamos para poder hablar mejor de la vida, para conocer mejor tu saliva y la mía, la savia de las secuoyas, la piel de las yucas, las picaduras de los mosquitos, la laguna de los hombres adormidera, los caprichos de una botánica confusa, los maestros-magos que enseñan en las aldeas el valor del cero y cómo tejer vestidos con hilo de palmeras. Los pájaros, los sueños, la pobreza y los silencios de la muerte en las postas de San Ignacio. A la vuelta habrá tiempo para la ética de la autonomía, la beneficencia, la no maledicencia, la justicia. Habrá tiempo de hablar de la muerte… porque un día empecé a ver muertos. De la morfina, de la agonía, de los besos de coca, de la sangre de las cerezas, de los rojos de Chagall, de cómo atraer la lluvia sobre las cosechas. De cómo el cuerpo que sufre empieza a decirle al alma que su tiempo se apaga. Y entonces me olvidaré de ti, para poder pensarte de nuevo, para poder conocerte de nuevo, para poder amarte otra vez. Amarte con todo lo que soy. Hablarte a tu corazón, con las palabras precisas. Hablarte a los ojos. Entonces comprenderé que todo está bien, que todo era bueno. Renuncio a la prisa y al humo de mi boca. Renuncio al desánimo y a la deserción. Así me voy. Me llevo todo lo que soy para dejarlo en algún lugar y regresar renovado, de tu mano.
Por cierto, esta especie de confesión en vísperas de un viaje a Sudamérica, tiene poco que ver con Los Trópicos que nos dejó escritos H. Miller. Y dicho sea de paso los trópicos de Miller son libros que uno debería leer al menos una vez en la vida. Su mirada olfatea las calles del deseo y los abismos del alma. Pero de eso hablaremos en otra ocasión, quizá a mi vuelta. Un abrazo.
Siempre vuestro, Dr J.