Llegué despacio, por detrás, a través del paso del Pont Marie, donde se besan los amantes a escondidas para pedir sus deseos. Llegué temeroso de despertar su sigilo de campanas antiguas, de cristales ígneos y esculturas de piedra viva. Llegue de la mano de una mujer que vestía los colores de la revolución. Llegué en un día de otoño con el cielo despejado para poder observar ángeles de luz cayendo sin reposo. Atravesé el jardín que decora la girola con verjas de hierro forjado hace siglos. Llegué a la plaza de los comerciantes de tiempo e instantáneas, atestada de turistas con más ganas de ver que de conocer. Llegué con la mirada cautivada por los juegos de luces de esta ciudad embriagadora que te acoge, en esa isla destronada en medio del vendaval.
Me paré ante sus puertas de madera que un día talló la mano del diablo, menos la puerta central donde se impone la imagen de la madre protectora, la imagen de Notre Dame. Allí donde hace años se detuvo Víctor Hugo a contemplar el vuelo de los cuervos sobre su perfil. Su fachada está orientada al noreste. Al entrar se camina de occidente a oriente, para que el peregrino siempre se dirija hacia donde nace el sol. Pasé con el gentío y me acogió el silencio de su luz, luz acrisolada por las vidrieras que hornearon maestros ancestrales. La alquimia sostenía desde los pilares su figura, sus formas, sus símbolos, sus gestos. Un sabor de miel silvestre anunciaba que allí hubo más que una historia, más de una mirada que nadie vio. Incienso y luminarias desde el umbral hasta el final de ese palacio reservado, como un velo que oculta su encanto a los profanos, a los profanos como yo. Como un niño me sentí refugiado en sus entrañas de piedra calcárea común animada por maestros, en su edificio vivo y palpitante que socorre la impiedad de los presos de lo sentidos. Piedra desechada y ahora piedra angular, muy alejada del concepto ornamental de los fríos mármoles renacentistas.
Paseé por su planta de cruz, la cruz como jeroglífico del crisol alquímico, la cruz como triunfo del espíritu. Al volver mis ojos observé el fuego de rueda que entraba a través del rosetón, con el calor necesario para la licuefacción de la piedra de los filósofos. La evolución de las sombras hacia la luz circular de una órbita más elevada. Y así asistí al conjuro del mercurio. Subí por sus escaleras de caracol para conocer al alquimista de Notre Dame, rodeado de gárgolas seductoras que contemplan inertes el paso del tiempo con su cara apoyada en sus manos y la boca entreabierta. Terminé palpando su campana en su cárcel de madera. Salí luego al aire para estampar mi frente contra las nubes, y así descendí, con el dedo en los labios, multiplicando el azufre, entre la pirotecnia extática de juegos animales. Una vez en la calle volví a caminar… pero siempre con la confianza de ser observado por los misterios de Notre Dame de París.
Fulcanelli decidió revelar su sabiduría hermética a los profanos a través del estudio del arte gótico, tomando como ejemplo la magnífica obra de la Catedral de Notre Dame. Su persona ha sido admirada por hombres de todas las clases, y su vida está llena de leyendas, como la de los grandes alquimistas. Los ignorantes no llegaremos nunca a conocer todos sus secretos, los misterios de una realidad no ordinaria que ha dejado su huella a lo largo de la historia de la humanidad, dispuesta a ser descubierta por ojos más atentos que los míos.
La más fuerte impresión de nuestra primera juventud, de la que conservamos todavía vívido un recuerdo, fue la emoción que provocó en nuestra alma de niño la vista de una catedral gótica. Nos sentimos inmediatamente transportados, extasiados, llenos de admiración, incapaces de sustraernos a la atracción de lo maravilloso, a la magia de lo espléndido, de lo inmenso, de lo vertiginoso que se desprendía de esta obra más divina que humana «. (El Misterio de las Catedrales. Fulcanelli, 1925).