Capítulo 3
María había salido a ayudar en el parto de Larissa. J se quedó en casa revisando sus estudios en alemán acerca del camino de la liberación que Marx había fomentado en sus últimos años. En sus manuscritos, Marx proponía como meta el comunismo. Estos manuscritos sobre los que trabajaba los consiguió en 1920, en Stuttgart, durante un viaje a la Alemania de sus abuelos. Tenía sus trabajos sobre la mesa de madera, que desde aquella noche no dejó de cojear y de sangrar. Además de sus papeles, había un poco de sopa recalentada, pan, algo de vino y un ejemplar desencuadernado de Pushkin. La tos que le acompañaba desde hace días, no se iba.
El viejo Vasili los vio entrar. Un largo abrigo negro y gorro de marta con la estrella roja en el centro, los delataba como de la MTS. La ametralladora bajo la manga. La pistola y la porra bajo el abrigo. J escuchó el estrépito de sus pasos militares subiendo la escalera.
Aporrearon la puerta del segundo piso, uno de ellos se presentó como el sargento K. Al abrir, los tres soldados que le acompañaban, pusieron a J de cara a la pared. Registraron el piso. Tras comprobar que no había nadie, le ataron a la silla con las manos cruzadas a la espalda. Comenzó la paliza. Fue terrible. Condenado ya en su improvisado tribunal, no hubo tiempo para pedir fuerzas. Derramaron el vino como sangre derramada en el Gólgota. El pan, la sopa y sus papeles se mezclaron en el suelo. Luego fue desatado y arrastrado a golpes por el piso, como un pan que se amasa contra la roca. Injuriado, con los labios y las manos rotas, tenía los ojos tan hinchados que no podía ver. El costado le fue abierto por una navaja premonitoria. Sus piernas quebradas no le sostenían. Sentía sed, mucha sed. Todo era amargo y doloroso. Su rostro recibía la descarga implacable de unos puños cerrados con la ira del pueblo. Un pueblo vencido, sumido en una creciente polución y miseria. Un pueblo enfermo, engañado. Golpeaban incansables. Ebrios, con los ojos inyectados en sangre, como el Mikolka de Dostoyesvky apaleando a su caballo. El último golpe hizo a su cuerpo herido y roto temblar por el aire, y el crujido arrancó un rechinar de dientes. El dolor fue extremo… hasta desfallecer. El sargento K, recogió unos cuantos papeles del suelo, a escasos metros del cuerpo tendido. Cuando el charco de sangre tocó sus botas, el sargento K, dio la vuelta y salió de casa seguido por sus hombres. Al irse se limpió la bota manchada en la barriga desnuda y casual de un gato pardo que se le cruzó por delante.
Hubiera sido más fácil un tiro en la nuca, a las afueras de Moscú, y dejar que su cuerpo fuera cubierto por un manto de hojas mojadas, de esas que manchan la tierra de amarillo y luego sepultado por la nieve. Pero a alguien no le debía caer bien. Su pasado trostkista, sus trabajos, sus propuestas y sus clases en la Universidad no eran bien acogidas por el Partido.
En esos momentos, en la parte Este de la ciudad, nacía el hijo de Larissa. Se llamó Ivan, como su padre. Larissa no aguantó. Murió tras el parto, desangrada. La placenta tardaba en salir, la patrona tiró del cordón para favorecer la expulsión mientras María apretaba el abdomen con el puño. Pero la matriz se desgarró. La placenta estaba incrustada en el útero. No hubo formar de detener la hemorragia.
Las manos y rodillas ensangrentadas de María no se lavaron con sus lágrimas, ni con las de Ivan, ni con la lluvia inesperada que mojó las calles, las fábricas, las cúpulas de las iglesias y el techo del transporte urbano.
Horas más tarde, Vasili recibió a María en la escalera y le contó lo ocurrido. El cuerpo de J estaba ahora en el piso de Vasili, envuelto en unas sábanas. El anciano estuvo de pie, al lado de ella, observando el rostro desolado de María. Su mirada azul perdida en la penumbra del portal. Su mente trasladada a la granja familiar en cenizas, el mismo rencor en el alma, el mismo nudo en el pecho, la misma impotencia. Mojada, pero sin lágrimas que derramar. Agotada. Había perdido en la misma noche a J y a su hermana. Con restos de sangre en su ropa, poco le quedaba ya. Vasili la invitó a entrar, le dio unos tragos de vodka y la arropó con la única manta que tenía. El cuerpo inerte de J estaba sobre la alfombra, en frente del sillón donde no pudo dormir ella. Vasili no dejó de hablar con su mujer.