The Places We Live

The Places We Live de Jonas Bendiksen (Magnum Photos).

«El año 2008 ha sido testigo de un cambio importante en la forma en la que viven las personas de todo el mundo: por primera vez en la historia de la humanidad viven más personas en ciudades que en zonas rurales. Este triunfo de lo urbano, sin embargo, no representa totalmente un avance, ya que el número de personas que viven en barrios de chabolas y asentamientos precarios pronto excederá los mil millones.»

El Hospital de la Transfiguración

El Hospital de la transfiguración de Stanislaw Lem

La mañana de febrero en la que Stefan llegó a Nieczawy, le costó bajarse del tren y recordar el motivo de su viaje. Distraí­do, fijó su mirada en el rastro de pisadas que habí­a ennegrecido y embarrado el suelo nevado de la estación. Tras él quedaba el jadeo de la locomotora que poco a poco se perdí­a por entre las colinas de Bierzyniec. Se dirigí­a al cementerio para celebrar las exequias de su tí­o. De acuerdo con la tradición familiar, cuando algún pariente fallecí­a, de toda Polonia acudí­an representantes de cada una de las ramas de la familia para asistir al funeral. Pudo observar de cerca las tumbas de los polacos caí­dos en la batalla por defender el honor de la patria. Sin embargo, fue el encuentro distraí­do y fortuito con un colega de la facultad de Medicina, lo que le llevó a aquel paraje tan alejado, de la ciudad y del mundo, donde terminó trabajando. La suerte parece dirigir las vidas de los que se dejan llevar. En medio del bosque, aislado, se encontraba el Hospital Psiquiátrico y dentro, intramuros, la locura, preñada de pasiones, se veí­a prisionera en mentes frágiles y mediocres. La locura parecí­a alejarse de la realidad, construyendo un fortí­n alienado de ideas fronterizas donde pulir piedras preciosas que nadie querrí­a guardar jamás. Iluminaciones contenidas tras unos voltios de electroshock o unos miligramos de clorpromazina. Los manicomios eran (son) los museos de las almas rotas. Allí­ encontrarí­a al poeta insano que mostró al joven aprendiz de médico los secretos de la nueva literatura, del auténtico conocimiento, de la pura realidad del ser humano. La historia recreaba los arquetipos y los arquetipos la conciencia de la historia. Cuando más se intentaba contener la realidad, ésta más se veí­a desbordada. El camino de la locura tiene siempre dos entradas. Fue la invasión bélica, la brutalidad de la guerra, la bestia desgarradora del ejército alemán, la que se coló en el recinto consagrado al olvido transformándolo todo. La locura se contagió pronto de la realidad, sobre todo si ésta estaba más llena aún de rabia, resentimiento, absurdo y demencia. Era así­ como el hombre le quitaba a los insectos el papel de ser los seres más repugnantes de la tierra. Sin Dios no habí­a alabanza, sin alabanza no habí­a promesa, sin promesa no habí­a consuelo, solo mediocridad y llantos, irreverente páramo de locura.

La melancolí­a es el régimen más estricto que debí­a seguir la mente de un genio. Encerrado en unas paredes devastadas, cerebros asolados por el desatino y la distancia que la mente poní­a de las cosas que parecí­an más reales. Alejados de los objetivos más brillantes, de las conductas más cotidianas, de los productos más razonables, de los manjares más deseados, de las mieles más dulces y amables. Poseer entonces el sentido del tiempo o dejar de tenerlo. Cuando la poesí­a te conduce a pensar en la soledad del universo entero y su estéril fragilidad, la sabidurí­a también consiste en no escuchar los consejos de nadie.

Sin duda, cuando Stefan bajó de aquel tren, aquella mañana de invierno, sobre el camino ennegrecido de nieve, camino del funeral de su tí­o, nunca pensó que su vida cambiarí­a tanto con esa guerra, con esa invasión de la realidad, con ese hospital desmantelado, con esos pacientes y colegas defraudados, con ese refugio final de las SS. Nunca pensó que encontrarí­a allí­ un camino iluminado hacia su transfiguración.

«¿Mí­stico yo? ¿Quién le habrá dicho eso? En este paí­s basta con que alguien publique cuatro veces y le cuelgan una etiqueta que se convierte casi en su epitafio: «un lí­rico sutil», «un estilista», «vitalista». Los crí­ticos, a quienes he tachado a veces de cretinos porque actúan como si fueran los médicos de la literatura pues, al igual que los médicos, se dedican a hacer falsos diagnósticos y, al igual que los médicos también, saben cómo deberí­a ser esto y lo otro pero son incapaces de echar una mano (…) ¿Pero quiénes son ellos? Chinches, sinvergüenzas, unos auténticos zoquetes.»
El Hospital de la transfiguraciónStanislaw Lem

Siempre vuestro, Dr J.

Nocturno de Chile

nocturno har shirLa soledad es una moneda de dos caras. La religión no es sincera. La mí­stica quema demasiado. El dolor ya no tiene más sentido que unos ojos desilusionados y sin un atisbo de inocencia. En la noche, en los dí­as inciertos del otoño, me asomo a una ventana que asusta luces encendidas a lo lejos. Las tropas del desacuerdo se tornan en oleada violenta contra mi cabeza. Las tropas de los hermosos vencidos se acomodan en mi cabeza, con sus flechas incandescentes y sus miradas mordidas por el desamparo y el triunfo de las formas. El rí­o que me conduce no es tortuoso como imaginaba, sino rápido, tan rápido y veraz que nadie lo puede detener. Los rostros de la gente que amé se agolpan en la ventana, no son recuerdos, son rostros que miran inmóviles mi tiempo.

Lo que quiero es no dañar el mundo donde paso. A veces me gustarí­a tener alas para no poder pisar la tierra, para alejarla de mis pesados pasos. Las alas no sirven. El campo se agosta y el ladrillo sucumbe. Mi azada está rota. Mi cabeza es pesada y cae sobre este teclado. Las calles están vací­as, por donde antes caminabas y ahora no caminas. Se doblan las calles, se quiebra la tierra. Hay temblores que no se sabe bien de dónde vienen, pero abren grietas para que escapen cadáveres insomnes de sus fosilizadas tumbas. La noche es igual aquí­ que en Chile. Los halcones aún no han conseguido acabar con todas las palomas. El joven envejecido sonrí­e y el salto que queda por dar está un poco más lejos y es un poco más difí­cil. La literatura sostiene en sus columnas retazos de agua y vida y verdad y muerte. La literatura de occidente debe cambiar, pero no lo hace. La música sólo miente en estos dí­as extraños, aislados del silencio puro, de la esfera de silencio, dirigidos por la memoria y el gusto y tantas emociones que aún perduran. La soledad culmina su piadosa voluntad inquebrantable, un centro callado sin color de forma continua y permanente. La intención de la escucha no es la intención de la ausencia. No se me hizo fácil aprender lo que seduce de la noche y del silencio. La polí­tica es inculta. La cultura es polí­tica. La noche es noche. Mis palabras sólo son palabras. El secreto del mal continúa con su incólume presencia.

Una velada de vino y lectura, envolviendo el origen de la noche en un abrazo póstumo, en un poema de moral espartana, de fidelidad añeja, de moral abstracta. Una velada con furia en la palabra. Una conjura para derrocar el poder del hombre-estado. Una noche de fiebre distraí­da, un mal olor a piel deshabitada. Una impasible propuesta de alguien que no quiere amanecer. No tuve miedo, pero no hice nada. No tiembla mi ánimo ni la punta de mis dedos. La noche continúa asomada a la ventana, pero resistiré con voluntad decidida, resistiré como todos los que han visto la vida y han decidido vivir. La noche continúa asomada en mi ventana… entre águila o sol, parece que se anuncian nubes bajas y una lluvia de recuerdos liberada… entre águila o sol, mañana veré amanecer sobre el motí­n de celajes.

“Y entonces pasan a una velocidad de vértigo los rostros que admiré, los rostros que amé, odié, envidié, desprecié, Los rostros que protegí­, los que ataqué, los rostros de los que me defendí­, los que busqué vanamente. Y después se desata la tormenta de mierda.†

Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño

Siempre vuestro, Dr J.

Imagen original en Wikimedia Commons

Norteamericanos ante la vida…

portadas de novelas americanas

No sé por qué, pero el caso es que estos tipos son capaces de lo peor y de lo mejor, y en los dos frentes al más bajo y alto nivel, respectivamente.

Ya tuvimos el Cosmogonic y yo nuestras discusiones sobre la música de los 60-70, en plan american vs british music, por ejemplo. No voy a entrar por ahí­, ya están los post del Taliban para corroborarlo… Solamente (solamente) voy a hablar de literatura norteamericana contemporánea. Y es que, casualidades de la vida, en los últimos meses han llegado a mis manos —y me han traspasado cerebro, entrañas y alma— unas cuantas novelas que tienen varias cosas en común: el ser escritas por norteamericanos actualmente vivos (y más o menos reconocidos) y el tener como eje narrativo al ser humano, al hombre, rodeado de las amenazas (y recompensas) de la cotidianidad. Y no me refiero, que podrí­a, a Carver ni a Richard Ford, recientemente «de moda», me refiero a Don Delillo, Philip Roth y Paul Auster.

Las novelas respectivas (en versión original tienen más en común, si cabe) son:

  • «The falling man» («El hombre del salto»); Delillo, 2007. Inspirada por los eventos del 11S, pero sólo inspirada. A partir de ahí­ una historia sobrecogedora… y por cierto y aunque sea cansino, las páginas dedicadas a la tragedia no tienen desperdicio.
  • «Everyman» («Elegí­a»); Roth, 2006. El amigo Philip frente a sus dos obsesiones fundamentales: la muerte y el sexo. En éste caso más hacia la primera, sin olvidar el segundo, je je
  • «Man in the dark» («Un hombre en la oscuridad»); lo nuevo de Auster, 2008. Esta vez sí­. Desde Tombuctú Auster me estaba «casi» defraudando con cada novela. Ésta última tiene «algo» que me ha llegado más adentro. Y el final es absolutamente devastador.
  • Y la serie se podrí­a completar, ahora lo veo más claro, con «Sutree», de Cormac McCarthy (1979), que aunque se adelanta varios decenios a las demás (y un siglo), podrí­a servir como inicio de esta especie de tetralogí­a del hombre moderno angustiado…

El elemento (desoladoramente) clave: el hombre está sólo, y únicamente a través de esta soledad puede llegar a entender los entresijos de la vida. Curiosamente estos tipos llegan a esa situación en una etapa «más que madura» en sus vidas, y todos después de haber transitado por una vida familiar, con hijos incluidos, lo cual no deja de ser lo más inquietante de todo. Solamente Auster deja un resquicio (muy pequeño) para la esperanza, pero es que Auster es el más maricón de los cuatro.

Estos temas han sido muy tratados en la literatura, «demasiado». Los latinoamericanos de una forma magistral (pero «demasiado» cargados), los europeos de una forma ejemplar (pero «demasiado» frí­os), los españoles constituyen una mezcla variada de estos dos últimos, los asiáticos se llevan la palma (pero muy viscerales) y los africanos abruman con su crudeza. De otras literaturas entiendo poco…

Creo que, en este sentido, y tras descubrir a genios como Faulkner y Bellow, tengo que concluir que los norteamericanos tienen ésa extraña capacidad de hacer lo complicado simple, pero no por ello perdiendo intensidad.

Para quien quiera salir de los clichés de literatura facilona, le invito a estas «novelas» de la desesperación…

Desnudadlo para que cure

Hans Baluschek Der Tod

Desnudadlo para que cure y si no cura, matadlo. La puerta de la Ley Doméstica ha crujido sobre sus goznes para permanecer entreabierta. Los nómadas devoran bueyes sin ni siquiera matarlos. El poder los ha traí­do y ahora no hay quién sepa la forma correcta de echarlos. Desnudadlos para que curen, y si no curan matadlos.

La puerta de la Justicia ha doblegado su estructura, ha roto sus cerraduras y ahora se ha abierto para ti. Nadie te impide el paso, nada te puede detener, el tramo está despejado, el zaguán está limpio de sal y ascuas. Nada te impide entrar salvo tu propia impaciencia. Desnudadlo para que cure y si no cura, matadlo.

Un cí­rculo de chacales me mira, me escruta y me interroga. No es un grupo numeroso, pero su pelaje está curtido por la lluvia y por el sol. Uno de ellos, el que está sentado, me habla y me dice que sólo tienen dientes, pero yo no estoy preparado. Desnudadlo para que cure y si no cura, matadlo.

Hubo un mensajero que trajo a la ciudad el mensaje de un muerto. Él lo habí­a visto antes de su entierro. Dijo que no pudo contradecir el diagnóstico fatal de los médicos y los sabios, cómo no morir, cómo no hacerle caso a tan solemne opinión. Y se encerró en casa y lo dispuso todo para aceptar su final. El entierro se consumó al atardecer. Desnudadlo para que cure y si no cura, matadlo.

Me quedé esta noche con los ojos abiertos. No insecto, no fosilizado. Sólo con aliento a tabaco. Los ojos abiertos en el techo, en la noche despeinada. Rabia de serpiente y soledad deshabitada. Rabia por no poder detener el daño y la herida abierta y sucia. Rencor por no poder reparar el dolor generado. La noche preñada de insomnio, dónde estás, por qué tan lejos, por qué te abandoné. Los ojos desesperadamente abiertos. Y entonces Odradek se acerca a la puerta y te ofrece sus hilos de colores con su forma de estrella plana. Demasiado hilo para una madera sin pulmones. Desnudadlo para que cure y si no cura, matadlo. Sólo es un médico y no está curado.

“En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido alguna razón de ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún dí­a por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir. “

Las preocupaciones de un padre de familia, de Franz Kafka

Siempre vuestro, Dr J.

Nota.- El texto está basado en un viejo poema del autor, en la época en la que Kafka tení­a un sitio reservado encima de la mesilla de noche.

Imagen original en Wikimedia Commons