Crí­menes Ejemplares

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La nacionalidad no influye demasiado en la forma y la ejecución del asesinato, aunque existen ciertos matices geográficos que pueden influir en los motivos. No se mata por un plato de menudo en los puertos de Oslo, ni a un mulato oscense por ser de Vinaroz. Se mata a un señor por comer como un cerdo, y mondarse los dientes de una forma insistente y subversiva, que es un insulto a toda regla de educación escrita. Se le mata con un cuchillo entre las mismas encí­as, y luego se va bajando hasta abrirlo en canal. Un barbero mata a un cliente de barba tupida porque no soporta los granos y el hirsuto tiene uno debajo justo del gaznate. El modo enfermizo en que algunas personas remueven el café, es motivo para encañonarlas con una pistola del calibre 38. Un dentista que disfruta fresándote las muelas, merece un pincho en la entrepierna. Sudar demasiado en el autobús, con una camisa de cuello mugriento, es motivo para ser empujado a la carretera, con la boca abierta. Se mata por un libro, por una idea, o incluso en sueños. Por unos pañales, porque no te toca la loterí­a, por ser feo hasta el lí­mite, por rumiar, por no soportar el terciopelo, por Dios, por no poder dormir, por no poder amar, por ser más fuerte, por ser menos listo, por pisarle a un zapatero, por llegar tarde y silbando, por no recoger los excrementos de un perrito, por estar casado, por tener una pistola, por olvido, por descuido, porque a veces duele mucho el estómago, por tener un cuello demasiado largo, porque la paciencia (aún con los pacientes) tiene un lí­mite.

Hay razones cotidianas y relativamente absurdas, que conllevan a cometer crí­menes ejemplares. No hace falta urdir una venganza, trazar un plan minucioso para asesinar a unos amantes lascivos. A veces sólo hace falta un impulso para poder atravesar esa lí­nea de papel que separa lo correcto de lo incorrecto, el tú del yo, con un cuchillo de cocina o un golpe en la mollera. La muerte se convierte así­ en un hecho vulgar, intrascendente, pequeño y ridí­culo, liviano. Se desdramatiza y es inmediato, antes y ahora, respira y ya no respira, antes discutí­amos y ahora ya no. No se discute con Dios, tampoco se intenta descubrir al hombre. Se mata dejándose arrastrar por un sentimiento, se mata por ingenuas verdades. A veces se necesita algo más que un fuerte sentimiento para poder empuñar bien el arma y que no te tiemble el pulso. A veces el hombre, para poder llegar a sus lí­mites, necesita del vino, el mezcal, ciertos honguitos, el dinero, el odio, la desilusión, un plato de comida o un polvo en el puticlub de la Esperanza. A veces ni siquiera la inmediatez del acto es reconfortable, y se reconoce el fracaso como el signo del hombre moderno. Somos lo que somos, y no lo que pudimos ser. Nunca hemos estado tan cerca de tenerlo todo, y a la vez tan cerca de quedarnos sin nada. Tal vez sólo seamos una mala cosecha. La monotoní­a es otro crimen. Todos hemos matado sin darnos cuenta, y tal vez no haya sido la primera vez.

Max Aub (Parí­s 1903, México DF), republicano, deportado, ensayista y pulcro sociopolí­tico, terminó este tratado sobre los crí­menes cotidianos en México, en 1956. Buena ciudad para hablar del tema. No tiene un aire moralista, sino cierto sentido del humor siniestro y negro y un tono realista que te hace estremecer. No hay orden, sólo están algunos ejemplos de lo que un crimen puede llegar a ser.

«Le pedí­ el Excelsior y me trajo El Popular. Le pedí­ Delicados y me trajo Chesterfield. Le pedí­ una cerveza clara y me la trajo negra. La sangre y la cerveza, revueltas, por el suelo, no son una buena combinación.»

Crí­menes Ejemplares. Max Aub

Siempre vuestro, Dr J.

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Guerra en Manchuria

Opium poppy harvest in north Manchuria

Lo peor no fue que se me rompieran las gafas, mi visión nocturna tan sólo empeoró un poco. Hací­a frí­o en esta primavera. Baudelaire, descontento de todo, andaba descalzo sobre botellas rotas de vino seráfico, atravesando las llanuras desiertas de la desilusión. Mi mente continuaba murmurando una metódica canción de Coltrane. Una mujer dejaba su melena hundirse sobre un vaso de absenta verde náusea. Como un sueño de monstruos, la luz luchaba por erizar su piel. Nuestros ojos deformes jadeaban bajo las estrellas de una órbita estéril. Un veredicto glorificaba al abuso de claridad etí­lica. El mar se intuí­a violeta debajo de un chupito de güisqui, y el sol poniente desenterraba ciudades escondidas. Bailábamos sin cristales en los ojos y contábamos nobles historias sobre verdugos golosos, marineros devotos de la virgen y un cisne atrapado en una jaula de fieras. Historias de pájaros nocturnos con jeringuillas debajo de las alas, cantos rodados por las ví­as de un tren azul a través de carreteras desoladas, sobre caballos desbocados en el pantano del Negratí­n, sobre pirañas en los lavabos del corteinglés… y el corazón pugnaba por seguir latiendo en su arritmia alcohólica. El flamenco se esforzaba en convertirse sin éxito en música electrónica. Dandys de cara barbilampiña discutí­an con hombres canosos sobre el tiempo y la velocidad, Huxley y sus puertas. Entonces llegó la honestidad, reconocí­a a mi corazón enfrentado de nuevo al abismo de una noche sin olivos. Colores de libros viejos y olores de cebolla confitada en mi boca depapilada por el exceso de humo y calor. Nadie se atreví­a a hablar de amor tan cerca del cielo. Le estaba tomando gusto a pernoctar a cien metros del paraí­so. La rosa de los vientos se teñí­a de un color azul mí­stico. Alguien escribió un manual para darle cuerda a un reloj, pero no para enamorarse de mi. Una vez identificado el deseo, debí­a abandonarlo, abandonar el apego, ahorrar energí­a y centrarme en respirar para no agotarme y caer. Pero el desequilibrio ya estaba en mis costumbres, plagado de errores, hablando con ansí­a del desconocimiento, perdido en el olvido de los placeres venéreos. Abandonar el ego de un cerebro quemado para abrirse al cosmos a través del silencio, no es una fácil tarea. Conciencia de la austeridad. Necesidad o deseo. Baudelaire no sangraba y seguí­a bebiendo, con sus ojos como espejos gemelos plagados de un don profundo. La sabidurí­a supeditada a un yo, se debilitaba y nos adormecí­a bajo el terror de la insatisfacción perenne. Qué bello es el cuerpo sin adornos, perfumado con mirra. El genio de mi obstinación se empeñaba en seguir bebiendo. Mis gafas no importaban. La chica tampoco. Vosotros seguí­ais allí­, sonriendo satisfechos bajo el arrullo de mis cuentos de viejecitas. El estómago escupió la cebolla confitada y guardé sólo vuestras palabras. No habí­a cojones de tenerme en pie. No ligaba ni dos pensamientos seguidos. Seguí­an saliendo trenes hacia Tokio. Al llegar la aurora, el mar se volvió violeta y las charcas se sublevaron en contra de las ranas. Los ángeles que padecen porfiria, estaban curando a los que perdí­an sus alas por la contaminación del mundo. Ni siquiera ellos podí­an llegar a saciar tanto amor. El sueño es tan real como lo real, sobretodo si se sueña en viñetas.

Lo peor no fue que se rompieran mis gafas, lo peor fue saber que seguí­a la guerra en Manchuria.

«Tendremos lechos llenos de ligeros olores,
divanes tan hondos como tumbas,
y en los estantes insólitas flores,
abiertas para nosotros bajo cielos más bellos.

Empleando a porfí­a sus últimos ardores,
nuestros corazones serán dos grandes antorchas,
que reflejarán sus dobles luces
en estos espejos gemelos que son nuestros espí­ritus.

Una tarde hecha de rosa y de mí­stico azul,
intercambiaremos un único relámpago,
como un largo suspiro colmado de adioses;

y más tarde un íngel, entreabriendo sus puertas,
vendrá a reanimar, fiel y gozoso,
los espejos turbios y las llamas muertas.»

La muerte de los amantes. Las Flores del Mal, C. Baudelaire

Siempre vuestro, Dr J.

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Trenes hacia Tokio | Alberto Olmos (2006)

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¿Han escrito un diario alguna vez? ¿Recuerdan lo que significa describir hasta el más mí­nimo detalle? ¿Han apuntado el paso de los dí­as, uno tras otro? pues bien… Trenes hacia Tokio es un escrupuloso y prolijo diario. Sin fechas, lleno de cotidianidad, vací­o de sentimientos, que deja la sensación de que el tiempo, la existencia, la vida, escapan sin que hagamos nada para evitarlo.
El protagonista se nos acerca sin cara, sin pasado, sin futuro; en la narración solo existe el presente, que actúa como un agujero negro, moviéndose en una constante espiral que atrapa todo, tan potente que no deja sitio para nada más.
El personaje principal e incansable narrador resulta seco, antipático, irritante, hasta que poco a poco nos envuelve y nos lleva a su terreno, destapando sin ningún pudor su yo más í­ntimo, convirtiendo al lector en un perfecto voyeur que no tiene que implicarse emocionalmente, anestesiado por las palabras, involucrado ya en el devenir de la historia, si la hubiese; bueno, qué más da! Un maldito de andar por casa, uno como tantos otros.

Pienso en la pelí­cula. Me ha gustado mucho y doy gracias a Dios por lo mucho que me ha gustado.
-Gracias, Dios.
Luego llego a mi casa y me cago en Dios: tengo toda la entrada llena de colillas de tabaco. Está oscuro, pero mi llavero dispone de linterna incorporada y siempre que vuelvo a casa de noche miro el suelo de la entrada de mi casa. A veces tiene colillas y a veces no. Cuando tiene colillas me cago en Dios y me pongo a limpiar las colillas. Cuando no tiene colillas le doy gracias a Dios porque no tengo que mover el cepillo en mitad de la noche y a diez mil kilómetros de mi madre. Es una cosa que agradezco mucho a Dios: la del cepillo.
[…] El carácter de un hombre es su destino. Yo tengo un carácter pusilánime, lo se; mi destino es la humillación: lo se. Me tiran colillas a la puerta de mi casa y yo las limpio y doy gracias a Dios por los dí­as en los que no tengo que limpiar colillas pero hoy he visto una pelí­cula y tengo de mi parte toda la historia del cine y encima me siento sexy, o sea que mi carácter pusilánime está besando la lona.
[…] Entro en casa. Llego a la cocina. Me pongo un café y me enciendo un cigarrillo. Pienso en la cita: “El carácter de un hombre es su destino†. Se que mi destino es la humillación, porque mi carácter es pusilánime. Luego pienso en la cita. “Un hombre libre es un hombre que dice no†. Yo no soy un hombre libre, yo nunca digo no.
De todas maneras le doy gracias a Dios por las pelí­culas.

Trenes hacia Tokio es además, un insólito retrato de la megalópolis nipona. Una mirada sobre el aislamiento, la multitud, el dinero, la pornografí­a, los commuters y las ciudades dormitorio, parásitos y savia de la gran urbe, todas esas cosas que Tokio tiene en común con cualquier capital europea. Japón ejerce, además, la atracción de lo exótico; una sociedad lejana, antigua, llena de contradicciones, pero que engancha a los viajeros, a los que sueñan que viajan, a los que sueñan que viven… lejos.

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    [Tokio en la Wiki]
     

Marvel se carga al Capitán América

Captain America shot and killed: «[…] We can now confirm that the victim has been identified as Steve Rogers, a.k.a. Captain America. Rogers was pronounced dead at Mercy Hospital due to injuries suffered from multiple gunshot wounds to the shoulder, chest and stomach.» La Marvel se carga al Capitán América.

ACTUALIZACIÓN 17/10/2007: El Capitán América resucita. Le editorial Marvel revivirá al personaje en enero de 2008.-Otro personaje asumirá la identidad del héroe

Los irlandeses | Rodolfo Walsh (2007)

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Los Irlandeses llegó a la puerta de mi casa metido en un sobre rectangular, ocre, áspero al tacto, con pequeñas burbujas de aire encerradas en plástico, de las que por fuerza hay que explotar con los dedos. Un sobre misterioso con algo dentro. Al abrirlo me sentí­ profundamente sorprendida. El correo es capaz de seguir transportando de ciudad en ciudad, palabras, más allá de las habituales comunicaciones burocráticas, facturas o folletos publicitarios de colores chillones, donde los artí­culos exhibidos son más pequeñitos que los precios y que siempre me han recordado a catálogos de juguetes infantiles. Una cocinita. Una aspiradora. Un cochecito. Un sofá.

Los irlandeses es un libro atí­pico, formado por tres relatos cortos escritos por el periodista argentino Rodolfo Walsh, de los cuales solo uno vio la luz antes del asesinato del autor en las calles de Buenos Aires, el 25 de marzo de 1977, a manos de un grupo de sicarios del régimen militar de Videla.
El prólogo es de Ricardo Piglia y reproduce en buena parte, una conversación mantenida por ambos en 1970. Resulta asombroso como en tan pocas palabras se puede extraer la esencia de las cosas, creando una conexión auténtica entre escritor, obra y lector. Pasado, presente y futuro, siempre trágico. Ahora lo sabemos.
Podemos considerarlos cuentos, relatos cortos o lo que sea; en el fondo son tres metáforas, tres parábolas entre la realidad y la alucinación colectiva. Sí­rvanos para la trama un internado católico para descendientes de irlandeses en la Argentina, 130 criaturas, “el pueblo† según Walsh, y los omnipresentes carceleros. Los niños son condenados a vivir en una prisión, culpables de un terrible crimen: ser pobres. Hijos de prostitutas, huérfanos, tiñosos, tullidos, seres frágiles que se ven forzados a adoptar un rol para sobrevivir dentro, sin más esperanza que continuar la supervivencia fuera.

Este chico al que más tarde llamaron el Gato y que en pocas horas más iba a revelar una porción tan inesperada de su naturaleza gatuna, habí­a viajado la mayor parte del dí­a, y toda la noche anterior, y el dí­a anterior, porque viví­a lejos, con una madre que iba envejeciendo, con la que estaban rotos todos los puentes del cariño y que al traerlo lo parí­a por segunda vez, cortaba un ombligo incruento y seco como una rama, y se lo sacaba de encima para siempre. Es cierto que en el último minuto, cuando lo dejó en la rectorí­a con el padre Fagan, consiguió derramar unas lágrimas y besarlo tiernamente, pero el chico no se engañó con eso, porque él mismo lloró un poco y la besó, y sabí­a perfectamente que tales gestos no importaban mucho fuera del momento o el lugar que los provocan o estimulan.
Lo que predominaba en la mente del chico era una perseguidora memoria de caminos embarrados bajo una amarilla luz miel, de pequeñas casas que se desvanecí­an y de hileras de árboles que parecí­an las paredes de las ciudades bombardeadas; porque todos eso habí­a pasado continuamente ante sus ojos durante el largo viaje en tren y se habí­a sumergido de tal modo en su espí­ritu que aún de noche, mientras dormí­a a los sacudones sobre el banco de madera del vagón de segunda, habí­a soñado con esa combinación simplí­sima de elementos, ese paupérrimo y monótono paisaje en que sintió disolverse a un mismo tiempo todas sus ideas y sueños de distancia, de cosas raras y desconocidas y gente fascinante. Su desilusión en esto tení­a ahora el tamaño de la infatigable llanura, y eso era más de lo que se atreví­a a abrazar con el solo pensamiento.

Irlandeses detrás de un gato.

La vida y muerte de Walsh son una denuncia. En “Operación masacre†, publicada en 1957, realiza una pormenorizada recreación del secuestro y posterior fusilamiento de un grupo de civiles en 1956, acusados de estar implicados en la rebelión contra el gobierno del general Aramburu.
Toda la obra de Walsh es un J’accuse de Zola:

Gritar la verdad con toda la fuerza de la rebelión del hombre honrado.

Podrí­amos entrar en discusión si Operación masacre deberí­a quitarle el puesto a In cold blood, como primera novela de no ficción, pero dadas las circunstancias, eso queda relegado a un triste segundo plano. Capote se convirtió en el escritor más famoso de los EE.UU. y murió en 1984 con el hí­gado destrozado de tanto darle al frasco; Rodolfo Walsh murió asesinado. Protagonista de su propio exterminio.

Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola comprendí­ que además de mis perplejidades í­ntimas existe una amenazante mundo exterior.

Lo último que publicó Walsh unas horas antes morir en la cacerí­a fue Carta Abierta a la Junta Militar. Pistola en mano trató de salvar la vida, gastando su postrero aliento en una lucha que pudo ganar.
Perdió. Perdieron él y todos los desaparecidos, los torturados, los asesinados, los secuestrados, los explotados, perdieron todas las ví­ctimas de la represión ejercida por las dictaduras militares de uno y otro lado del Atlántico.

…Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia no tengan doctrina no tengan héroes ni mártires Cada lucha debe comenzar de nuevo separada de las luchas anteriores La experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan la historia aparece así­ como una propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas.

Rodolfo Walsh

Gracias Mensab, por compartir conmigo un libro tan maravilloso.

Enlaces relacionados »

    [Biografí­a]
    [Carta Abierta a la Junta Militar]