22.06.2013.
Tras el parto, el llanto, la primera noche y el temblor, llegamos a casa. Te sientas en el sillón del dormitorio con las piernas hinchadas como columnas que retuvieran toda el agua de los mares del sur. Tú te ves fea, yo te veo resplandeciente, con nuestro hijo en tus brazos, buscando con los labios poderosos las salientes de tu pecho. Hermosa imagen de la fecundidad. El gesto más hermoso que mis ojos han contemplado.
Llegamos a casa en esa media luz de la tarde del primer día de verano. En la ciudad no tardan en encenderse las hogueras de San Juan. Miro por la ventana fijamente, llamando a la memoria, viéndonos hace un solo unos años, amantes perdidos en los canales de Venecia, y ahora aquí en nuestra casa, en esta patria íntima, en esta catedral de lo privado, que hemos construido con tanto esfuerzo. El día y la noche se parecen mucho últimamente. Estamos viviendo en una pulcra comodidad, en nuestro lugar, este que lo conocemos ya como nuestro, cada vez más alejado de todo. Últimamente leemos libros que no han sido escritos para nosotros, escuchamos palabras de ánimo que no han sido dichas para nosotros y no tenemos escudos más precisos que estas ventanas… nos estábamos preparando para lo nuevo y lo nuevo ya ha llegado.
Miro por la ventana y tras un rato me vuelvo para volver a verte, amamantando a nuestro hijo. Le estas robando paz al tiempo. Le estoy robando sonrisas a la memoria y acumulando recuerdos para los que, quizá en unos años, seamos ya unos desconocidos para él. Aún no podemos saber si le caeremos bien o si nos querrá como se supone que nos debe querer. Te miro y empiezo a entender que lo que nos queda por aprender es infinito como la noche, y que la noche siempre ha sido lo que ha querido ser.
Miro a nuestro hijo, pajarico de sollozos. Y mientras tú lo alimentas con leche en la penumbra del llanto, yo me quedo en el quicio de la puerta, apostado en la oscura esquina donde acecha la felicidad. Últimamente he descubierto que el gozo comienza con la destrucción de uno mismo. Helado en la libertad del vacío, intento comprender de nuevo mi vida, reinterpretarla, sólo mi vida, la de nadie más, y al intentar entenderme me doy cuenta que estoy casado contigo y que tenemos un precioso hijo recién nacido que depende absolutamente de nosotros, de ti. Intento entonces verte como eres, conocerte. El gesto épico de una partícula en crecimiento ha culminado en este torbellino de luz, de sangre, de miel, de vida. La sencillez es esto, tú con él, durmiendo los tres en la cama. Un hombre que se descubre en su hijo, muere… acribillado por besos y futuro.
Cuando nació, a las siete y cuarto de la tarde, tras una mañana entera en la sala de dilatación, al mundo líquido del amnios primero, le sobrevino el aire. El fuego se abrió camino por su rostro, iluminándolo desde dentro. El silencio ensordecido se transformó en un sonido árido y duro. Los ojos se abrieron despacio, de la oscuridad carmesí a la luz del paritorio. El fuego pidió permiso para calentar su corazón desde el centro. El primer llanto trasformó mi rumbo y mi estrella iluminada, al mismo tiempo que su sangre cambió de color. En un gesto, parecía que el mundo se destejiera para poder arroparle, lento, como un baile. En sus manos diminutas y amoratadas pude descubrir retales de mi pasado y señales de lo bueno que puede albergar el mundo.
Vuelvo a mirar por la ventana con el sonido de su boca succionando tu pecho, llenando la casa. Ahora no tengo más que una razón para seguir aquí, y esa razón eres tú, amor, y nuestro hijo y tu piadosa fe en mí. A veces la felicidad es un humilde instante que parece instalarse sin pedir permiso.
Cumplido el hábito necesario de la alimentación, le ha sobrevenido el primer sueño en nuestra casa. Tras los muros del sueño, lo imagino jugando en un jardín de estructuras inmutables, con la mirada tierna aún de terciopelo, como si no necesitara memoria, intacto en la caverna verde del alma. Mientras duerme transforma el mundo con sus ojos cansados. Predice un terremoto que cambiará la forma de la tierra, y siembra un huerto con el primer árbol de Adán. Mientras duerme evita que el futuro nos devore. La oscuridad que se cierne en la cocina desde la mañana está retrocediendo. Él nos protege del vacío con la ternura de un ángel que susurra besos tras la lluvia*. Mientras duerme, empezamos a ver menos la tele y somos más conscientes de nosotros mismos. No cojas el teléfono, es posible que todavía suene para nosotros. Mientras duerme, nos descubrimos principiantes en estas edades del paraíso, la casa huele a leche y panal, y anda ya poblada de animales prodigiosos y exóticos colores que están colonizando nuestras máquinas y nuestros ritmos. Mientras duerme, estamos escribiendo la historia de nuestro propio pasado… y la estamos transformando. Toda historia que merece la pena, sólo debería ser contada una vez. Esta historia sólo la debemos contar tú y yo, una vez, para él.
En la duermevela de la madrugada, se despierta cagado, con mierda amarilla y ese olor casi celestial, que poco a poco deja atrás el meconio alquitranado de sus primaras deposiciones. Muestra de su fecunda salud. El que pee fuerte y mea claro, no precisa de médico ni de cirujano. Tras cambiarlo, lo sostengo en mis brazos, puro y perfecto, con mi cansancio, en la tierra fértil del insomnio, imagino el mundo en el que crecerá y vivirá, un mundo que posiblemente no sea ya el nuestro, ni el mismo. En mis brazos crece sin que se entere el mundo, entre mi pecho, crecen sus uñas, su pelo… a la misma velocidad que crecen los árboles en los jardines del paraíso. Crece y aleja con cada bostezo la oscuridad de mis ojos.
Al verlo ya en su mini cuna, volvemos y caemos rendidos en la cama, aún despiertos, en nuestro cuadrilátero de confesiones. Siento cada gramo de tu piel con una extraña gravedad. Entonces comprendo que el mar es la primera transformación del fuego. Comprendo las edades del hombre, y que estaremos así, eternamente esperando a su lado, vigilando su aliento hasta que la verdad nos lleve de la mano. Sé que debemos aprender a sonreír en el dolor y debemos aprender a transfigurarlo en un vellocino dorado. Nuestro hijo ha transformado el nombre de estos días… y mi propio nombre… y el de mi muerte.
En tus manos, hijo mío, encomiendo mi espíritu.
Dedicado a mi hijo FJM, y a su madre, Nadia. Gracias A.L Guillén por la frase (Se).
Siempre vuestro, Dr J.