Diario de la Luna | Página 35

the last planetDebe ser invierno, el clima no cambia demasiado en estas regiones. Hoy cacé. El lagarto no medí­a más de un palmo. No me costó mucho atraparlo, escondido en uno de los escasos matorrales que salpican la calvicie de esta tierra. Debí­a estar ya medio muerto. Con un palo inmovilicé su cabeza y con mi única arma, esta navaja con cachas de cuerno de ciervo, lo degollé y comencé a destriparlo. Le abrí­ el vientre blanco, la sangre era más oscura de lo que esperaba y el olor más intenso de lo que podrí­a imaginar de un bicho tan pequeño. Su dieta de escarabajos y otros insectos de arena, se condensaba en el negro de sus tripas reblandecidas. Como un pescado, comencé a limpiarlo, a vaciarlo para no caer enfermo de disgestión. Desgarré sus entrañas con mis manos crudas y luego las enterré en la arena y con arena limpié mis manos y la navaja. Sin cabeza y sin ví­sceras lo ensarté en una caña y lo puse a secar. Si no puedo hacer fuego, siempre puedo comerlo una vez oreado. Me senté junto a mi presa, estandarte del hambre. Miré al fondo de este paisaje sigiloso, olvidado por el agua y el mundo. El sol permanecí­a inmóvil, como un fanal de millones de luciérnagas excitadas y condensadas en el mismo punto de la noche. Una vez conocí­ la historia de un hombre que recorrió durante muchos años su propio desierto, limpiando con una escoba, una pala y un recogedor, toda la arena que encontraba, enterrando los animales más grandes para arrebatar la recompensa de la carroña a los depredadores del cielo. Ni monedas ni otros objetos le interesaban, sólo los huesos, la carne fallecida y una campana con que anunciar los colores de cada dí­a. Miré mi escafandra sin saber cuándo me volverí­a a ser útil.

La distancia era ya insalvable entre mi vida anterior y este punto tan alejado de todo y de mi. Cuando comencé el viaje no pensé que terminarí­a en este páramo de huesos triturados. No pensé. Me alejé de todo y al final conseguí­ lo que este secreto deseo me inspiraba. Ya no busco volver, comienzo a entender lo absurdo de una vida que no sabe que está siendo vivida. Las crisis que precedieron al viaje no eran más que rabietas de burgués mimado, los sollozos de un niño sin pelota, de un rey que no encuentra su corona. Pero aún tengo la mano que empuñó la quijada de Caí­n, la muerte de mi hermano Abel, tengo su sangre en mi retina y un solar llamado Conejo donde lo enterré. La mano fratricida ni perdona ni pide perdón a los rayos enmohecidos de un dios en decadencia. Soy un ser perfecto ahora, busco la natural esencia desahuciada de la mentira del arrepentimiento y de la mentira del dolor y de la mentira en todos sus puntos de vista. La verdad que no se encuentra en la vida que hemos creado, que tení­a perfectamente atada en mi hogar. La desnudez de mi cuerpo ahora no miente sobre el frí­o ni sobre el calor. No mienten mis tripas ni mi mierda enterrada en el suelo. No mienten las entrañas de este lagarto, no mienten los colores de la luna. No mienten las huellas de mis botas impresas en este oleaje sin mar, en este océano de amnésica calma. La carne de este bicho está nauseabunda y eso me parece bien, porque tampoco miente. Al menos me ayudará a pensar, recordar, mirar, sentir, respirar un dí­a más… y eso no es mentira.

Siempre vuestro, Dr J.