Capítulo 4
María estuvo en estado de estupor hasta que fue el entierro de su hermana, a los dos días, el 4 de Octubre de 1937. La enterraron en un ataúd de madera barata y sin pintar, con ceremonia ortodoxa. Esa misma tarde sería el de J, pero J despertó. Tras haber desfallecido sólo recordó despertar con nauseas. J lo comprendió todo cuando sintió un dolor intenso en las manos, costado y piernas. Apenas pudo incorporarse. Iván y María le quitaron el sudario, Vasili estaba junto a la puerta, cerca del espectro de su mujer. J se levantó ante ellos desnudo, y con un terrible mal sabor de boca. La sed le consumía y una angustia contenida le oprimía el pecho dificultando su respiración. Tosió y el dolor le recorrió el cuerpo como un escalofrío. Se miraron en silencio, en pleno asombro, en pleno espanto. J se fue a abrazar a María, febril, fue a buscarla. Y allí estaba ella, sin comprender nada, en un sueño que duraba ya varios días, agotada, pero con los brazos abiertos para envolverlo. Calmó su frío y su fiebre tapándolo con su abrigo negro. Se acogieron como solían hacerlo y se lamieron las heridas con la boca abierta, muy despacio. Muy despacio, hasta encontrarse de nuevo juntos al despertar.
Hoy 30 de Octubre de 1937, hace semanas que es Otoño. María ha vuelto, como cada mañana a la metalúrgica. Mientras J se queda en casa como un Lázaro sordomudo con experiencias suicidas. Desde aquella tarde en la que despertó de su amargo letargo, supo porqué y por quién había regresado. Amarla era abrir agujeros en el cielo y ver qué hay más allá. J desde aquella tarde, no habla, pero su mal sabor de boca mejora día a día. María no sonríe mucho, sin embargo todo es sencillo. Se aman de igual a igual. Y aunque han encontrado su justificación, ya no quedan muchos amigos, sólo desconfianza. Rusia es un gigante con pies de barro, y su pueblo tiene desatado el instinto de muerte. Soldados rojos, planes quinquenales, negros ferrocarriles con deportados a Siberia, amplias avenidas, automóviles, herrumbre, gris acero y siluetas quebradas sobre el fondo de un cielo lúgubre. Aquella humedad en el cuarto y excrementos de ratón en las esquinas del piso. Tal vez sea hora de irse. El pueblo ruso tiene más fe en los mitos stalinistas, cree más en ellos, que en la vida que se les escapa. Era el momento de huir.
Así, al volver María del trabajo, en la noche del 30 de Octubre, J la esperaba con la mesa puesta. El piso iluminado por velas y para comer judías de final de mes y un par de salchichas. J miraba por la ventana. Llamó a María por su nombre exacto. Empezaba a echar de menos tu voz, creí que no volverías a hablar nunca, dijo María mientras se acomodaba a su lado. Desde que regresé llevo pensando en marchar de aquí. Desde aquella noche no somos los mismos. No me encuentro bien en esta casa. Tal vez sea mejor irnos, viajar a Minsk o a Barcelona, como el camarada Antonov. Sé que en España continúa la guerra y están reclutando soldados. Además los republicanos necesitan y buscan apoyo literario e intelectual en toda Europa. Puede ser una buena oportunidad para cambiar nuestra historia. Ya no tengo miedo a la muerte. Allí la escarcha es suave, muchos ya se han ido al amparo de una nueva poesía. Tal vez pueda publicar algunos de mis estudios.
Tras hablar J, estuvieron un rato en silencio. Contemplaron el tiritar de las estrellas, hasta que María intervino. Me siento tan pequeña cada vez que miro el cielo… como si estuviera de nuevo en los brazos de mi padre, escuchando las leyendas del Leshi, mientras me hacía cosquillas con su largo bigote. Tal vez tengas razón, hemos cambiado, ahora el cielo me pertenece. Pero para qué marchar… yo ya sé que el mal existe y no se puede huir de él. Leibniz creía que el mal era el bien sin desarrollar, pero quizá la huida nos haga libres, o simplemente seres humanos.
María lo sabía, tan sólo lo tenía a él y aquel frío que no la dejaba. J se acercó a ella y la rodeó con sus brazos. Ella encontró en su pecho el hueco exacto para su cabeza. Ambos quedaron mirando sin prisa un zepelín que invadió el cielo, su cielo.
Iván, harto de Moscú y de escupir negro carbón incrustado en sus pulmones cada vez que tosía, se exilió a Minsk. Fue con su hijo. Allí, en la Rusia blanca, a orillas del Svisloch, tenía una buena oportunidad para empezar de nuevo. La constitución aprobada y la paz con Alemania cerca, no sería difícil encontrar trabajo en las fundiciones, en la industria del papel o en las cervecerías.
Vasili no tardó en irse. Se lo llevó su esposa envuelto en una luz que bajó del cielo una noche de invierno. Dejó la zapatilla de felpa roja, tal vez para que cultivasen las nuevas generaciones que quisieran aprender a escapar.
Para J y María, aquel Octubre fue el último que pasaron en Moscú. Atadas las dos maletas con una cuerda, dejaron el piso abierto. Aquel piso sin calefacción donde les abrigó su boca, dónde se amaron desde el centro hasta los extremos. Se marcharon al amanecer del 1 de Noviembre de ese 1937, camino de Barcelona y con unos pocos rublos en el bolsillo. Tal vez por eso el cielo de aquel Octubre sobre Moscú les hizo bellos. Y la belleza los hizo pobres, más pobres. Lo último que recuerdo de aquel Octubre es que, cuando brillaba el último rayo de sol sobre las cúpulas del Kremlin, la ciudad lloró sobre los ferrocarriles y la Plaza Roja quedó desierta. Sólo cruzada por dos sombras que estrenaban inmortalidad.