
Al avanzar surge el desierto. Un hombre que rechaza el sufrimiento, elige para sí una vida de sufrimiento. Un hombre que teme los males, no tolera ninguno de lo bienes de esta tierra. Al avanzar, un hombre encuentra en el desierto su sórdido escondrijo, su guarida de pestilente soledad. Lejos de los hombres y de los dioses, un hombre descubre entre sus ruinas la inspiración de un alma celeste. El castigo es severo y no mengua. El camino son las diez palabras de Moisés. Serpientes ponzoñosas intimidan con sus movimientos, pero el hombre del desierto cruza a su lado sin cambiar su ánimo, impulsado por la muerte de sus furias. Las bestias agazapadas no lo despiertan. La bestia lo acecha sin mellar su voluntad entregada ya a otros designios. Un año atrás había intentado renunciar al mundo, pero aún se guardó alguna riqueza. Abba Antonio le dijo que volviera a la ciudad, comprara trozos de carne, que se los atara al cuerpo desnudo y luego regresara al desierto. Así lo hizo. El hombre del desierto volvió sobre sus pasos y antes de caer la noche perros y pájaros le desgarraron el cuerpo. Cuando llegó ante Abba Antonio, le mostró el cuerpo lleno de heridas y mutilaciones. El hombre del desierto comprendió, los que renuncian al mundo y quieren conservar bienes, quedan destrozados en su lucha contra los demonios. El hombre del desierto camina ahora descalzo sobre la arena caliginosa y tórrida. En su pies hay durezas que han sustituido las yagas. En su boca lleva una piedra para poder guardar mejor el silencio. Ora, camina, ayuna. El hombre del desierto está cada día más flaco, se le ven las costillas marcadas como a un perro abandonado. Sin embargo su ánimo engorda. Ha recibido el consejo de sabios pneumatófaros, la humildad es la vía para combatir las tentaciones. Su cuerpo, saqueado por el desierto, sobrevive lejos de los pueblos. Sondea un pozo ciego situado en su alma, busca allí agua que quede pura y saca lo preciso para no cansarse en vano. Persevera en la oración, diariamente, hasta el último suspiro del día, como Agatón, para desenterrar la serenidad que oculta el desierto. Con sus pasos va descubriendo que lo grande se reproduce en lo pequeño. Sus fatigas cotidianas van conquistando poco a poco su divina locura. Como Amón, no juzga y no condena. Esta noche dormirá en un templo pagano semiderruído, un antiguo cementerio donde abundan los demonios. La prueba le hará más humilde, como a Abba Elías. A través de la lucha progresa el alma, como Abba Juan el enano, ha pedido paciencia para sus combates. En la noche, recostado sobre un leño, tiene visiones de dagrón, tiene anhelos de gloria, tiene en su memoria los senos de una mujer. Hace caso a la prueba de Abba Macario. Primero insulta a los muertos, luego los alaba. No ha recibido respuesta de los muertos. Tras toda una noche de combate, el hombre del desierto abraza el olvido, ata sus visiones a una piedra y la arroja fuera de aquel lugar. Por la mañana sigue su camino. El olvido y la humildad son ahora sus compañeras de viaje. Ha aprendido de los muertos a no hablar, a no tener en cuenta los desprecios ni las alabanzas de los hombres. Mantiene su camino, mantiene el ayuno sin jactarse. Cuando sus pasiones se apacigüen, habrá alcanzado la virtud, su luchas internas cesarán, y su sangre se detendrá como la sangre de la mujer que sabe que ha concebido. Ese día, el hombre del desierto sabrá que ha sido preñado por el Espíritu.
A partir del siglo III, se inicia un movimiento monacal en distintos lugares, despoblados primero y luego el desierto egipcio. Mujeres y hombres, inician su camino ascético retirados de las pasiones del mundo. En su soledad cultivan la oración y el ayuno para conseguir los frutos del Espíritu. El silencio, la humildad y la pobreza son sus señas de identidad. Hubo hombres y mujeres llenos de sabiduría, ellos son los llamados padres del desierto (abbas y ammas). Algunos de sus consejos y reflexiones, que servían de ayuda a los nuevos iniciados, fueron recogidos en los llamados Apotegmas (dicho breve) del desierto. Hoy los encontramos en una edición llamada “Los pequeños Libros de la Sabiduría†. Ammas y Abbas ponían su alma a disposición del desierto para alcanzar la pureza de corazón. El camino espiritual requiere un gran esfuerzo, enfrentarse a uno mismo. El combate se hacía frente a la gula, la lujuria, la codicia, la tristeza, la cólera, la acedía, la vanagloria y el orgullo. La finalidad es lograr la paz interior, y ser capaces entonces de amar verdaderamente. Transformar el dolor y los demonios en amor. En uno de los dichos, Abba Antonio dijo: «El que permanece en el desierto para guardar el sosiego de Dios, está libre de tres guerras: la de oír, la de ver y la de hablar. Le queda una, la del corazón.»
Después de regresar de los trópicos, el desierto ofrece la distancia necesaria para poder reflexionar en silencio. Pero el objetivo no es pensar, sino actuar. Encontrar las razones de vivir esta vida con cierta armonía. Si no encuentras tu sitio, tu paz interior, el desierto te ofrece un duro camino para sosegar el Espíritu. La ciudad cotidiana es a veces otro desierto. Alejarse es un camino para encontrar respuestas. Fuga mundi, huir del mundo para encontrarse a uno mismo. Estoy seguro que cuando espante a la tristeza, el mundo volverá a sonreír. Entonces podremos liberar de su carga a los pájaros que llevan en sus alas los mundos que ya han fracasado. Feliz veranito.
Siempre vuestro, Dr J.
La paz interior es el mito de la felicidad. La insatisfacción es mi losa. Esperaba que tu amor la abriera, que me llamara desde fuera con voz cálida. Pero la palabra que más hiere es la que se calla. La hostia que más duele es la que no se da. El dolor más terrible es el que se espera, no el que se pasa dejando en la superficie de los nervios la huella de su nombre. El final que se vislumbra es la esperanza que muere. Y muere porque tiene que morir. Como la fruta tiene que madurar y el sol alumbrar. Así mi corazón mastica palabras de muerto que nunca te digo por miedo a perderte, por miedo a retenerte. Busco consuelo en esas ruinas que te enseño para que te enamores de mi. Recojo palabras en las calles, cuánto más sucias mejor, para transformarlas en conocimiento escrito y honrarte. Esmegma pútrido y lefa grumosa, se convierten en un te echo de menos, en un no te marches por favor. Cúrame te digo, pero es sólo una tregua para volver a herirme. Las noches son frías en esta primavera de castigos carnales. Busco palabras que te bendigan, que limpien mi guarida pestilente de soledad. Como un nómada que pide permiso a los dioses para acampar con su rebaño, pido permiso para acampar sobre tu cuerpo cansado. Luego busco oraciones en el aire y las dejo prendidas en el viento. Escribo oraciones en las piedras que amontono a las orillas de tu corazón. Voy saltando sobre ellas e intento cruzar el río que nos separa, como cuando era niño y jugaba a piratas con espadas de juncos. Cruzar un río que es un océano para ganar tu corazón sin dueño. Añoro ese río y el océano, donde la culpa se transformaba en algas soñadoras. Donde puedo escuchar el mar, si acerco tu nombre a mi oído. Añoro una vida plena lejos de los errores del pasado, limpiando las manchas del alma con un beso y sin preguntas. Pedir perdón será dar las gracias. Así el amor transformará el coño seco de una prostituta, en el origen del mundo.
Nací el día de Navidad de 1624, en Breslau, capital de Silesia, hijo de familia protestante y educado en el gimnasio luterano de Santa Isabel. Mi madre falleció cuando contaba yo la edad de quince años, mi padre había muerto dos años antes. Cultivé la poesía de los grandes maestros y mi alma siempre buscó el sosiego que la vida no me brindaba. A mis veinticuatro años era doctor en Filosofía y Medicina por la Universidad de Padua. Comprendí entonces que la curación del cuerpo y la curación del alma, seguían a veces caminos distintos. Empezaba a entender el mundo de otra manera, más amplia que la otorgada por mi educación ortodoxa. Todo lo centré en la búsqueda de la personalidad viviente de Cristo. En esta época comencé a escribir mis inquietudes y lo que mi corazón más anhelaba. Aprendí a utilizar el lenguaje para expresar lo que sentía mi alma y conocí el arte de los versos alejandrinos y los epigramas. Buscaba la libertad del eterno presente. Buscaba dar forma a mi religión interior. Por ese entonces era yo un médico de pueblo pero que no encontraba la plena satisfacción en las curas del maestro Paracelso, porque todo parecía depender del tiempo y de los designios de un Dios que no podía comprender. Un Dios que cogía higos de los cardos y examinaba el fondo de las cosas. Mundus pulcherrimun nihil. Me convertí al Catolicismo en 1653, tomando el nombre con el que me he presentado al principio. La visión demoníaca que me aterrorizó, ejerció una gran influencia en este proceso de conversión. Entendí que era necesario luchar, que si no se le hace caso al amor, se muere de frío. Que el pecado se acompaña de tumulto, y en el silencio está la humildad y la sabiduría del que busca una sola cosa. Aquella visión me enseñó a la bestia, pero también el camino de su derrota, que no es otro que la transformación de bestia en hombre, y de hombre en ser angélico. Esta es la peregrinación del alma, el camino del ser angélico, la transformación que nos conduzca a la contemplación de Dios. Este era el milagro, que el lodo une a Dios con el hombre. Que el corazón es el reino, el corazón es el templo, el corazón es un sepulcro viviente. El fruto es la belleza, una rosa mística que crece aquí y ahora y siempre, rodeada de espinas, sangrando sin marchitarse en las penas. El amor debe ser la senda y el epitafio. La llave para saber que nada es imperfecto, que una rana es tan bella como un ángel. Desde mi ordenación como sacerdote jesuita, mi vida se ha basado en la búsqueda contemplativa de Dios, reposar en la acción es la vía de la santidad. Me dediqué a escribir obras para educar en la fe, pero de todas las poesías de mi alma iluminada, me quedo con las ideas que tuvo mi corazón en su viaje hacia Dios. Un viaje que toda alma debería hacer. El viaje del peregrino querúbico. Este libro que edité hace dos años, es el libro que recoge toda mi vida. Es mi legado de amador seráfico que proclama los santos deseos del amor para aquellos lectores que intentan inflamar santamente su corazón de Dios. Pero al final me cansé de escribir. Amigo, basta ya!, si quieres leer más ve y conviértete tú mismo en la escritura y la esencia. 
Granada, febrero de 2006. El hombre invisible vuelve a cambiarse de traje. Unas paredes de humo taciturno protegen la anatomía de su soledad. Un silencio no pactado recorre su cuerpo como un escalofrío. Su mente bucea en la tinta de unas palabras escritas hace siglos. El océano que se vislumbra en ellas es demasiado profundo para ver con claridad. Palpa con sus dedos transparentes la impronta de un Amor inalcanzable. Tanta grandeza tiene que tener un soporte de verdad innegable. Pero no puede más, le duele el pecho de aguantar tanto aire. Vacía sus pulmones para salir de la inmersión. En un camino de silencio hay abrevaderos táctiles para las almas más pesadas. Reconciliarse con la carne es una tregua para poder resistir en la lucha del espíritu. Reconciliarse con el dolor es aprender a vivir con lejanía. El hombre invisible sabe que aún se le ve si se pone a contraluz. Que los años dan peso a sus actos y que lo lento es a veces más amargo porque se aprecia más y no por estar en la punta de la lengua. El hombre invisible quisiera tener un lenguaje más lúcido, pero la contradicción le hace refugiarse en las palabras. El hombre que cambia su traje, aún desea mirarse en el espejo claro de una fuente, de unos ojos bañados por lágrimas, de una mirada limpia repleta de amor. Hay caminos que todos recorren, en busca de lo importe, en busca de lo que tiene importancia. Su palidez cérea de fantasma frustrado está empanzando a sonrojarse. El hombre invisible se está viendo las manos mientras teclea en su ordenador. Y aunque desearía cambiar su alma llena de complejidades y complejos por un alma simple que reflejara el amor que todo lo tiene y a la vez no tiene nada… el hombre invisible se alegra de volver a ver su carne trémula con las luces artificiales de esta noche que promete de nuevo el insomnio. El objetivo de este año será limpiar su mirada. Hacer mudanza en el alma y desprenderse de lo que más le pesa.