Una sentencia como ésta, la afirmativa, tan categórica como absurda me hace revelarme y defender lo contrario, como reza el mismo título. Que la literatura rusa sea para el invierno o la novela negra para las vacaciones son otros ejemplos de una ridiculez similar. La literatura, tanto la buena (afortunadamente) como la mala y deleznable (también necesaria), no se atiene a estaciones ni a climas. La literatura (la manera de llegarnos un libro “ahí dentro†) depende única y exclusivamente del estado de ánimo de cada uno, y éste cambia a su puto antojo: alguien en plana época de trabajo y estrés puede estar perceptivo y contento, y en vacaciones estar absolutamente fulminado y desesperado. Y al revés. Y miles de caminos diferentes.
Yo, de hecho, me dispongo a tomarme unos días de asueto total y encuentro serias dificultades para elegir “el libro†: ¿un clásico? (Stevenson?, London?, Melville?, Faulkner?, Bellow?, Zweig?) ¿Un consagrado de las últimas decadas? (Philip Roth?, McCarthy?, Coetzee?, McEwan?, Sebald?, Bernhard?) ¿Un latinoamericano? (el gran Bolaño?, el sorprendente Mutis?, el triste Onetti?) ¿La siempre bienvenida literatura autóctona? (Vila-Matas?, Muñoz Molina?, Benet?, Baroja?). Entre alguno de estos debe estar, pero no termino de decidirme…
…y mientras pienso voy a comentar unos libros de relatos que me han sorprendido recientemente, tanto por la forma (no es un estilo que yo trabaje mucho) como por el fondo, de una profundidad increíble teniendo en cuenta la brevedad de algunos. Uno es de Dino Buzzati, “El Colombre† y otro de Rudyard Kipling, “Relatos†, a secas, ambos en Acantilado. Inmensos, sobre todo el segundo, impresionantes historias de esas que te piden, al terminarla, tirarte un rato dándole vueltas a la moyera para terminar murmurando “será hijoputa el cabrón…†
Los relatos no son para el verano. O ¿sí?
Aprovechando la, hasta ahora, última entrega literaria de
Solamente se trata de las últimas 200 páginas que ha parido el amigo Cormac: un texto escueto, desnudo, frío. A algunos puede parecerle breve, solitario y premeditadamente apocalíptico. Pero duele, mucho, porque llega ahí mismo, donde quiera que cada uno tenga lo que comúnmente podríamos llamar el desagüe de los sentimientos, donde se va puliendo el reconocimiento de uno mismo. Los que busquen más «Meridiano de sangre» saldrán decepcionados. Ésta novela va más allá del terror violento y macabro de su obra magna: es su epílogo baldío, el silencio tenso tras la detonación…
Reaparezco con la intención, al menos sincera, de recuperar la figura de uno de los intérpretes sin el que «su instrumento» no hubiera alcanzado cotas tan altas de reconocimiento posterior. Ése instrumento no es otro que la trompeta, a la que poco después el amigo Davis elevaría a la categoría de «popular».
