Me llamo Ismael. Soy maestro de escuela e intento sostenerme en el caótico derrumbe de proyectos y desastradas aventuras que es mi vida. Me convertí en un inadaptado y decidí alistarme en un barco ballenero, el Pequod, junto con un arponero pagano y sodomita llamado Queequeg. Nuestro barco está comandado por un hombre paralítico, amargado y vengativo. El Capitán Ahab no sólo es un ser humano abrasado por el odio, sino la personificación misma de esta pasión.
Nuestra singular singladura nos arrastra directamente hacia la catástrofe, demoníacamente, sin tener apenas tiempo de reflexionar sobre la temeridad del intento. En esta aventura, hay una presencia real de la muerte, y cuando digo real me refiero a que no se trata de los fantasmas que invocamos con la imaginación. No. Aquí la percibimos con la plenitud de nuestras conciencias. Está aquí mismo al alcance de nuestras manos, irrecusable.
Al final… yo, solo yo consigo escapar de la muerte. Ismael que en hebreo significa… escucha a Dios.
Escucha, los zopencos no deben dar premisas por sentadas. ¿Cuánto tardará en estar lista la pierna?
Tal vez una hora, señor.
Acabadla y traédmela. ¡Ah, vida! Aquí estoy, orgulloso como un dios griego, y sin embargo quedo deudor de este burro por un hueso sobre el que apoyarme.
Maldito sea este endeudamiento mortal y mutuo que no acabará con los libros de contabilidad.
Llegué a está novela por casualidad, tras terminar de releer una obra de Hugo Pratt llamada “La Balada del mar salado† la primera aventura de Corto Maltés. Tras quedar maravillado nuevamente por el cómic, vagué por los estantes de la librería en busca de Conrad, London, O´Brien… pero al final me topé con Melville y su ballena blanca.
En Moby Dick se pueden encontrar desde razonamientos metafísicos de muy difícil comprensión a una narración de tintes épicos, pasando por un manual naturalista sobre la fauna marina.
Merece la pena.
Imagen original en Wikimedia Commons.