El Fablador

Foto de El Romance del Aniceto y la Francisca, de Leonardo Favio. Argentina. En la foto Federico Luppi

Escrito Originalmente por Drake

“Y los zaguanes oscuros,
extrañas bocas sin fondo,
van a lamerte los labios
calientes y rumorosos†

Manuel Picón

 

Existe un dicho popular grabado a sangre y fuego entre los porteños de Montevideo: “Si querés conseguir algo tenés que ser un poco canalla, especialmente si se trata de una mina (1)†. Pero el truco está en serlo solo un poco, no está la vida como para ir haciendo enemigos. Si se va la mano y el mate se pasa de amargo, nadie debe saberlo.

Los viernes por la noche acudí­a al facal (2) que hay en la esquina de Minas y Dieciocho de Julio a esperar que la fortuna me enviase algún otario (3) para poder costearme la chicha y la grasa (4) del resto de la semana. Estaba en la franckfurterí­a que hay frente a la entrada del facal para conseguirme un bocado caliente cuando pude ver por primera vez sus ojos verdes, apurados por el azar de haber olvidado los pesos al ir a pagar. Como un buen charrúa la socorrí­, y después la galanterí­a y el hecho de ser guapo hizo todo lo demás.

Comenzamos a vernos con frecuencia y nos gustaba pasear por la orilla del rí­o y ver los ferrys que partí­an hacia Buenos Aires. Coincidí­amos en el sueño atávico de tomar uno de ellos y alejarnos de la ciudad, a la que por no sé que extrañas razones seguí­amos ligados. Pero está claro que uno no elige cuando y de quién se enamora. Un dí­a me confesó que estaba liada con un tipo que controlaba todo el cambalache del puerto de Montevideo y, claro está, eso eran palabras mayores. No podí­a levantarle la mina a un bacán (5) de esa envergadura sin arriesgarme a amanecer colgado de las ternillas en una de las grúas que desembarcan la mercancí­a. Pero también estaba cansado de renunciar y en ese momento no tení­a muy claro si podrí­a seguir viviendo sin ella.

Llegó el verano para precipitar las cosas, como casi siempre. Se marchaban a Punta del Este durante un tiempo excesivo para mi posibilidad de aguante. Ya me costaba demasiado esperar todas las noches hasta el dí­a siguiente e imaginármela en los brazos sin alma de aquel macana. Una vez más tendrí­a que recurrir a la fabla (6) para conseguir mis objetivos. Todo era cuestión de sumar voluntades. No me costó demasiado llegar a un acuerdo con ella y recibir la información sobre los lugares que frecuentaban.

El siguiente paso era algo más complicado. Me dirigí­ a los alrededores de la cancha de Peñarol, donde en otros tiempos escribí­an la historia El Cotorra, Schiaffino, Morena, Perdomo… Ahora quien mejor corrí­a la banda era mi amiga Margot que, a pesar de ser más social que las gallinas, estaba profundamente enamorada de mí­. Su sueño, como el de todas las yí­ras (7) era conseguirse un bacán que la retirara, y en eso estaba mi baza. A pesar de la cantidad de noches que habí­a pasado a la intemperie tení­a clase, y sobre todo unas caderas que me recordaban a Marta Gularte. El trato era que yo le proporcionaba el bacán y ella se olvidaba de mí­, al menos durante un tiempo.

El resto era lo más sencillo, conseguir un par de socios de entre el malevaje que se dejasen dar un par de golpes por unos cuantos pesos.

Todo estaba preparado de antemano. Margot y yo esperábamos en las cercaní­as de la calle donde estaba situada su lujosa casita de verano. Mis socios, apostados en la esquina, esperaban la señal que ella me enviarí­a por el celular desde la toilette del restaurante donde habitualmente iban a cenar. Todo en orden, unas risas de alcohol se escuchaban poco discretas desde el fondo de la calle. Las tres sombras se abalanzaron sobre ellos poniéndoles una navaja en el cuello y yo, que en ese momento pasaba por allí­, la emprendí­a a golpes con mis socios. Todo salió a pedir de boca, salvo un diente que le tuve que pagar al más pelotudo.

Sabí­a que aquello serí­a definitivo para entablar amistad con ese tipo. Esta gente conoce a la perfección que su vida depende de otros y, al poco tiempo, ya estaba trabajando para él. Volví­a a poder asomarme todos los dí­as al mar esmeralda de sus ojos.

Margot no tardó demasiado en hacerse con él. Si hay algo que hací­a mejor que nadie era seducir a los maulas (8) que no dudan en coquetear con la mujer del hombre que les ha salvado la vida. Solo bastaron unos cuantos pases de sus nalgas candombleras y ya estaba en el frasco. Lo siguiente es fácil de imaginar: Una cita con Margot en su casita de verano mientras yo llevaba a su china de compras, un olvido que obliga a regresar de forma imprevista y… a repartir el pastel de forma elegante, utilizando viejos códigos de garufas (9) Todos tení­amos en ese momento lo que querí­amos.

Sí­, soy un fablador, y no me avergüenzo de ello. Por el mismo motivo que tampoco le guardo rencor a Margot por colocarme en la chaqueta una bolsa de cocaí­na que me atrapó la cana (10) cuando í­bamos a cruzar la aduana para tomar el ferry de Buenos Aires. Nunca habí­a temido perderlo todo porque nunca habí­a tenido demasiado, pero en esta ocasión no solo perdí­a la libertad, perdí­a también a mis ojos verdes e, incluso, a mi amiga Margot, que consolaba mis largas noches de invierno. Cuando saliera de la cana tendrí­a que volver a aliviarme en los cotorros (11) y en el fondo de los zaguanes, Pero no pasa nada, la vida me debe otra.

Y es que no podés fiaros de una yira. Y menos aún si le brillan los ojos al mirarte.

Vocabulario:

1) Mina:
Mujer
2) Facal:
Bar céntrico situado en una esquina
3) Otario:
Individuo torpe, con poca experiencia
4) Grasa:
Licor
5) Bacán:
Individuo adinerado, de la alta sociedad. Pretencioso
6) Fabla:
Confabulación
7) Yira:
prostituta
8) Maula:
Tramposo
9) Garufa:
Juerga. Juerguista
10) Cana:
Policí­a. Cárcel
11) Cotorro:
Habitación de un burdel

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El funambulista

funambulista Tightrope walking

Camina discreto por el horizonte delgado de una cuerda en equilibrio. Frágil equilibrio de tiempo y hambre. Seduce su paso. Seduce su altura. Fractura una vida un solo instante. A un lado el abismo y al otro el avispero de la vida. Tu ausencia y el disparo de fuego. Ya no hay saltos de gacela sobre la cuerda temblorosa. Puente de arena trenzado. Arriba el silencio estéril de las órbitas errantes de los astros. Un ángel dormido en una suma frente a la pizarra estrellada. Abajo el canto de un ruiseñor enfermo de palabras. Caen las cenizas de lo calcinado bajo la rabia del volcán. Un coche verdea la cortina infame de la noche traviesa. Cárcel de bragueta y liebre de montera. Aguijón en la empuñadura del manto. Arancel propicio y desatinado. Un paso más. Despacio que piensa. Una sonrisa en el aire, Chesire se frota los bigotes con cocaí­nica fruición. Un ojo desea una lluvia de ansiolí­ticos machacados y mezclados en la comida. Olor a almendras amargas en los dí­as del verano. La leyenda del reventón masturbatorio. Casi se cae por miedo a lo desconocido. No desesperes amigo domador de lí­neas. Una lí­nea fina y recta es un horizonte tranquilo, una lí­nea ondulada el sueño del mar, una lí­nea quebrada el seí­smo de un dios tuerto y flatulento. Ballenas lejanas y cuernos de oro suplicando tierra. El baremo existe y no es cordial. íngel detenido en la suma, dónde te perdiste. Camina un poco más. Anda un poco más. No titubees. Aleja el duelo con un canto de sirena, mujeriego inútil. Aleja el duelo con el silencio del hombre y la muerte sonriente del mar. Funambulista de carne y hambre, decide un dí­a el verso recto, la página escrita que reposa en la culminación de lo técnicamente perfecto. Funambulista de aire y sueño, no rompas el compás del sordo viento al regañar con la bala de cañón. Usa el humo blanco para pedir un segundo. Usa el humo blanco para renunciar al campo. Una puerta en el corral de las cuatro esquinas. La poesí­a desesperada vive de la nada y se pudre en el corazón de los desesperados. Cambia el paso y sigue, funambulista de agua y peces. Arranca el coche y una maceta de filo grueso. Arranca la espina de la rosa en los montes del café. El funambulista ve su mundo cuerdo y cordado, el mundo lo ve solo y loco, en su hilo seguro de silencio, en su alambre de destino rancio y pérfido. Un billete de avión. Siempre de Norte a Sur. Termina el Sur. Vela blanca. Sur. Otro paso y no ve la meta. No hay meta. Sólo un paso más. Al fondo, en una brisa, oye unas palabras… ¿qué haces aquí­ ni pollas?. Espero en tu nombre, señor.

“Lo vi leyendo un librito de Tablada, tal vez aquel en donde don José Juan dice: «Bajo el celeste pavor/ delira por la única estrella/ el cántico del ruiseñor.» que es como decir, muchachos, les dije, que veí­a los esfuerzos y los sueños, todos confundidos en un mismo fracaso, y que ese fracaso se llamaba alegrí­a.†

Extraí­do de una confesión de Amadeo Salvatierra, perteneciente a “Los Detectives Salvajes†, escrito por Roberto Bolaño

Siempre vuestro, Dr J.

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La melancolí­a del Dragón

Uno de los dragones de los The Nine Dragons

Acorralado por el tiempo que se me escapa, atrapado en el sueño de la vencidos, amado por una soledad austera, echo de menos los tiempos del dragón. Cuando el dragón era culpable de los desastres, de los terremotos de Sian, de las ruinas que quedaban tras el paso inmisericorde de un huracán. Cuando habí­a seres a los que poder culpar de los fenómenos que la ciencia y la conciencia no pueden explicar con teorí­as o palabras. Tiempos cercanos a la mitologí­a arcana de mentes antiguas. Tiempos de dolor y nada. Echo de menos la cola del dragón y sus escamas, tempestades de arena levantadas bajo el vuelo pesado de sus alas. Siempre habrá culpables para que haya inocentes. Leyes y palabras solemnes para abrir la boca de una montaña. El perfil de un sol que desciende sin hacer ruido detrás de minas de silicio. Una ciudad que sobrevive sin aspavientos en los márgenes de un rí­o seco y estancado. Somos de donde hay un rí­o, somos de donde crece la vida a raudales. Somos un inmenso campo que abona semillas de inocencia perdida. Agua de aljibe, fuegos de castilla. El canto es un grito modelado por gargantas que saben hablar. No culpemos al hombre de su destino, culpemos al destino del hombre que ha escindido su origen de la tierra, de su meca mí­stica. Amo lo pasado y desconfí­o de mi soledad.

Hoy me he levantado tarde, he regado las plantas mustias de mi terraza y he saboreado el calor insano de un cigarro. Mi boca se queja del humo y mis manos de su fuerza. He mirado el cielo y no he visto ningún dragón. Vuelvo al trabajo. Todo queda por hacer de nuevo. Todo continúa siempre. Una gota en una hoja. Añoro la cola del dragón para ir más lejos. Añoro una sonrisa para ir más lejos. El regreso es una meta. Cartago ha cerrado los caminos de ífrica. El sol en sus llanuras es siempre más rojo.

La melancolí­a es una bandera rota bajo un manto de sauces. El polen vuela sobre las flores de este mayo, que una vez de derecho viene ya de soslayo. Aguanta el viento, la ropa se secará pronto y entonces no volveré a añorar el dragón que vi en tus ojos táctiles, en tus dos ojos castaños nacidos de la sangre. El dragón que vi aquella vez, el mito dormido en su sueño profundo.

El cielo está a los pies

El cielo está a los pies, corazón mí­o!
en soledad sonora sumergido
en cero gravedad, firme firmamento.
Amor divinamente eléctrico,
amor enciende amor por tientos
de puntillas y en silencio,
glorieta, cúpula, cópula.
Para sentirse libre de la náusea, el hombre necesita una tensión,
una pasión, una mí­stica.
Frente a la sociedad encuadrada, la sociedad animada
Entre infrarrojos y ultravioletas, voz de sombra.
El mito contiene el sueño profundo.

Fuente: José Val del Omar, Tientos de erótica celeste, selección y adaptación de Gonzalo Sáenz de Buruaga y Marí­a José Val del Omar (Granada: Diputación de Granada 1992), p. 32

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El cielo de aquel octubre | Capí­tulo 4

Clodt, Mikhail Konstantinovich, baron von Jürgensburg

Capí­tulo 4

Marí­a estuvo en estado de estupor hasta que fue el entierro de su hermana, a los dos dí­as, el 4 de Octubre de 1937. La enterraron en un ataúd de madera barata y sin pintar, con ceremonia ortodoxa. Esa misma tarde serí­a el de J, pero J despertó. Tras haber desfallecido sólo recordó despertar con nauseas. J lo comprendió todo cuando sintió un dolor intenso en las manos, costado y piernas. Apenas pudo incorporarse. Iván y Marí­a le quitaron el sudario, Vasili estaba junto a la puerta, cerca del espectro de su mujer. J se levantó ante ellos desnudo, y con un terrible mal sabor de boca. La sed le consumí­a y una angustia contenida le oprimí­a el pecho dificultando su respiración. Tosió y el dolor le recorrió el cuerpo como un escalofrí­o. Se miraron en silencio, en pleno asombro, en pleno espanto. J se fue a abrazar a Marí­a, febril, fue a buscarla. Y allí­ estaba ella, sin comprender nada, en un sueño que duraba ya varios dí­as, agotada, pero con los brazos abiertos para envolverlo. Calmó su frí­o y su fiebre tapándolo con su abrigo negro. Se acogieron como solí­an hacerlo y se lamieron las heridas con la boca abierta, muy despacio. Muy despacio, hasta encontrarse de nuevo juntos al despertar.

Hoy 30 de Octubre de 1937, hace semanas que es Otoño. Marí­a ha vuelto, como cada mañana a la metalúrgica. Mientras J se queda en casa como un Lázaro sordomudo con experiencias suicidas. Desde aquella tarde en la que despertó de su amargo letargo, supo porqué y por quién habí­a regresado. Amarla era abrir agujeros en el cielo y ver qué hay más allá. J desde aquella tarde, no habla, pero su mal sabor de boca mejora dí­a a dí­a. Marí­a no sonrí­e mucho, sin embargo todo es sencillo. Se aman de igual a igual. Y aunque han encontrado su justificación, ya no quedan muchos amigos, sólo desconfianza. Rusia es un gigante con pies de barro, y su pueblo tiene desatado el instinto de muerte. Soldados rojos, planes quinquenales, negros ferrocarriles con deportados a Siberia, amplias avenidas, automóviles, herrumbre, gris acero y siluetas quebradas sobre el fondo de un cielo lúgubre. Aquella humedad en el cuarto y excrementos de ratón en las esquinas del piso. Tal vez sea hora de irse. El pueblo ruso tiene más fe en los mitos stalinistas, cree más en ellos, que en la vida que se les escapa. Era el momento de huir.

Así­, al volver Marí­a del trabajo, en la noche del 30 de Octubre, J la esperaba con la mesa puesta. El piso iluminado por velas y para comer judí­as de final de mes y un par de salchichas. J miraba por la ventana. Llamó a Marí­a por su nombre exacto. Empezaba a echar de menos tu voz, creí­ que no volverí­as a hablar nunca, dijo Marí­a mientras se acomodaba a su lado. Desde que regresé llevo pensando en marchar de aquí­. Desde aquella noche no somos los mismos. No me encuentro bien en esta casa. Tal vez sea mejor irnos, viajar a Minsk o a Barcelona, como el camarada Antonov. Sé que en España continúa la guerra y están reclutando soldados. Además los republicanos necesitan y buscan apoyo literario e intelectual en toda Europa. Puede ser una buena oportunidad para cambiar nuestra historia. Ya no tengo miedo a la muerte. Allí­ la escarcha es suave, muchos ya se han ido al amparo de una nueva poesí­a. Tal vez pueda publicar algunos de mis estudios.

Tras hablar J, estuvieron un rato en silencio. Contemplaron el tiritar de las estrellas, hasta que Marí­a intervino. Me siento tan pequeña cada vez que miro el cielo… como si estuviera de nuevo en los brazos de mi padre, escuchando las leyendas del Leshi, mientras me hací­a cosquillas con su largo bigote. Tal vez tengas razón, hemos cambiado, ahora el cielo me pertenece. Pero para qué marchar… yo ya sé que el mal existe y no se puede huir de él. Leibniz creí­a que el mal era el bien sin desarrollar, pero quizá la huida nos haga libres, o simplemente seres humanos.

Marí­a lo sabí­a, tan sólo lo tení­a a él y aquel frí­o que no la dejaba. J se acercó a ella y la rodeó con sus brazos. Ella encontró en su pecho el hueco exacto para su cabeza. Ambos quedaron mirando sin prisa un zepelí­n que invadió el cielo, su cielo.

Iván, harto de Moscú y de escupir negro carbón incrustado en sus pulmones cada vez que tosí­a, se exilió a Minsk. Fue con su hijo. Allí­, en la Rusia blanca, a orillas del Svisloch, tení­a una buena oportunidad para empezar de nuevo. La constitución aprobada y la paz con Alemania cerca, no serí­a difí­cil encontrar trabajo en las fundiciones, en la industria del papel o en las cervecerí­as.

Vasili no tardó en irse. Se lo llevó su esposa envuelto en una luz que bajó del cielo una noche de invierno. Dejó la zapatilla de felpa roja, tal vez para que cultivasen las nuevas generaciones que quisieran aprender a escapar.

Para J y Marí­a, aquel Octubre fue el último que pasaron en Moscú. Atadas las dos maletas con una cuerda, dejaron el piso abierto. Aquel piso sin calefacción donde les abrigó su boca, dónde se amaron desde el centro hasta los extremos. Se marcharon al amanecer del 1 de Noviembre de ese 1937, camino de Barcelona y con unos pocos rublos en el bolsillo. Tal vez por eso el cielo de aquel Octubre sobre Moscú les hizo bellos. Y la belleza los hizo pobres, más pobres. Lo último que recuerdo de aquel Octubre es que, cuando brillaba el último rayo de sol sobre las cúpulas del Kremlin, la ciudad lloró sobre los ferrocarriles y la Plaza Roja quedó desierta. Sólo cruzada por dos sombras que estrenaban inmortalidad.

FIN

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El cielo de aquel octubre | Capí­tulo 3

Iván el Terrible y su hijo Iván el 16 de noviembre de 1581

Capí­tulo 3

Marí­a habí­a salido a ayudar en el parto de Larissa. J se quedó en casa revisando sus estudios en alemán acerca del camino de la liberación que Marx habí­a fomentado en sus últimos años. En sus manuscritos, Marx proponí­a como meta el comunismo. Estos manuscritos sobre los que trabajaba los consiguió en 1920, en Stuttgart, durante un viaje a la Alemania de sus abuelos. Tení­a sus trabajos sobre la mesa de madera, que desde aquella noche no dejó de cojear y de sangrar. Además de sus papeles, habí­a un poco de sopa recalentada, pan, algo de vino y un ejemplar desencuadernado de Pushkin. La tos que le acompañaba desde hace dí­as, no se iba.

El viejo Vasili los vio entrar. Un largo abrigo negro y gorro de marta con la estrella roja en el centro, los delataba como de la MTS. La ametralladora bajo la manga. La pistola y la porra bajo el abrigo. J escuchó el estrépito de sus pasos militares subiendo la escalera.

Aporrearon la puerta del segundo piso, uno de ellos se presentó como el sargento K. Al abrir, los tres soldados que le acompañaban, pusieron a J de cara a la pared. Registraron el piso. Tras comprobar que no habí­a nadie, le ataron a la silla con las manos cruzadas a la espalda. Comenzó la paliza. Fue terrible. Condenado ya en su improvisado tribunal, no hubo tiempo para pedir fuerzas. Derramaron el vino como sangre derramada en el Gólgota. El pan, la sopa y sus papeles se mezclaron en el suelo. Luego fue desatado y arrastrado a golpes por el piso, como un pan que se amasa contra la roca. Injuriado, con los labios y las manos rotas, tení­a los ojos tan hinchados que no podí­a ver. El costado le fue abierto por una navaja premonitoria. Sus piernas quebradas no le sostení­an. Sentí­a sed, mucha sed. Todo era amargo y doloroso. Su rostro recibí­a la descarga implacable de unos puños cerrados con la ira del pueblo. Un pueblo vencido, sumido en una creciente polución y miseria. Un pueblo enfermo, engañado. Golpeaban incansables. Ebrios, con los ojos inyectados en sangre, como el Mikolka de Dostoyesvky apaleando a su caballo. El último golpe hizo a su cuerpo herido y roto temblar por el aire, y el crujido arrancó un rechinar de dientes. El dolor fue extremo… hasta desfallecer. El sargento K, recogió unos cuantos papeles del suelo, a escasos metros del cuerpo tendido. Cuando el charco de sangre tocó sus botas, el sargento K, dio la vuelta y salió de casa seguido por sus hombres. Al irse se limpió la bota manchada en la barriga desnuda y casual de un gato pardo que se le cruzó por delante.

Hubiera sido más fácil un tiro en la nuca, a las afueras de Moscú, y dejar que su cuerpo fuera cubierto por un manto de hojas mojadas, de esas que manchan la tierra de amarillo y luego sepultado por la nieve. Pero a alguien no le debí­a caer bien. Su pasado trostkista, sus trabajos, sus propuestas y sus clases en la Universidad no eran bien acogidas por el Partido.

En esos momentos, en la parte Este de la ciudad, nací­a el hijo de Larissa. Se llamó Ivan, como su padre. Larissa no aguantó. Murió tras el parto, desangrada. La placenta tardaba en salir, la patrona tiró del cordón para favorecer la expulsión mientras Marí­a apretaba el abdomen con el puño. Pero la matriz se desgarró. La placenta estaba incrustada en el útero. No hubo formar de detener la hemorragia.

Las manos y rodillas ensangrentadas de Marí­a no se lavaron con sus lágrimas, ni con las de Ivan, ni con la lluvia inesperada que mojó las calles, las fábricas, las cúpulas de las iglesias y el techo del transporte urbano.

Horas más tarde, Vasili recibió a Marí­a en la escalera y le contó lo ocurrido. El cuerpo de J estaba ahora en el piso de Vasili, envuelto en unas sábanas. El anciano estuvo de pie, al lado de ella, observando el rostro desolado de Marí­a. Su mirada azul perdida en la penumbra del portal. Su mente trasladada a la granja familiar en cenizas, el mismo rencor en el alma, el mismo nudo en el pecho, la misma impotencia. Mojada, pero sin lágrimas que derramar. Agotada. Habí­a perdido en la misma noche a J y a su hermana. Con restos de sangre en su ropa, poco le quedaba ya. Vasili la invitó a entrar, le dio unos tragos de vodka y la arropó con la única manta que tení­a. El cuerpo inerte de J estaba sobre la alfombra, en frente del sillón donde no pudo dormir ella. Vasili no dejó de hablar con su mujer.

Capí­tulo 4 »

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