El Invernáculo

invernaculo.jpgEntro con cautela en busca de un raro ejemplar. El clima es cálido, cercano a los 27 grados del trópico. Especies hay miles. Especies mezcladas como en los albores de los tiempos, como encontrar en los Urales troncos torcidos de palmera, como encontrar peces de escamas calcáreas entre las dunas de un desierto. Andar por entre su arbórea y variada vegetación, es como viajar por estaciones y espacios. Hay plantas como vestigios de una civilización. Hay plantas que traslucen sus secretos quí­micos, savia de una farmacopea entregada al consumo humano. Plantas que ennoblecen la vista, el gozo de una inteligencia sedienta de hermosura. Plantas para la meditación y el espí­ritu. Plantas para reconocer el cosmos, para explorar la naturaleza, para descubrir los enjambres de las últimas floraciones, para descubrir con lo observado la composición del mundo, para descubrir en el interior del hombre el reflejo de los paisajes celestes. Viajes. Dependencia mutua entre naturaleza y humanidad. Plantas cultivadas en otras épocas, ofrecen sus secretos con humilde cautela. Extender la mano y tocar para darte cuenta que cada perfil es único. Pronto se puede ver que este invernáculo es un ecuador, que en tan poca extensión no se puede albergar mayor variedad posible. Aquí­ un hombre puede considerarse un ciudadano del mundo. Cada hoja es un recreo para la imaginación. De un vistazo pasas de la uniformidad de las llanuras áridas, a la fecundidad de las tierras tórridas. Algas de las profundidades abisales, lí­quenes de las altas cordilleras, hongos de las zonas umbrí­as, parras soleadas de la campiña. Flores crecidas bajo las constelaciones del sur, bajo los nublados de Magallanes, en las orillas de Asia, en las costas del polo ártico. Agrupadas o dispersas, conviven en fantástica hermandad. Esconden las pesadumbres del hombre y sus remedios, los sentimientos y pensamientos de una humanidad joven que empieza a reconocerse bajo la luz del faro que alumbra el mundo. La ciencia crecida sobre la energí­a electromagnética y aprovechada para hacer crecer nuevas plantas en domésticos invernáculos.

¿Qué desea? Pues verá, mi mujer es una gran aficionada y desearí­a algo novedoso para regalarle. Su cara escruta entre las hojas, encuentra tras un paseo algo que pueda serle de su agrado. Se lo entrega. Es algo atrevido, comenta, pero creo que le gustará. El cliente sale y yo me acerco al guardián de invernáculo. Al reconocerme me saluda con gesto sobrio y cómplice. Advierte mi afeitado y me lo comenta. Le pregunto por esas plantas de la noche de San Petersburgo, sonrí­e, mira en la mercancí­a recién entregada y me responde con toda cordialidad que el enví­o está en camino. Charlamos, hoy está algo más triste, mascando fracasos ajenos que uno nunca puede solventar. Esta noche ha dormido poco, como casi siempre. Me mira. Es alto. Saca dos ejemplares tras el mostrador. De momento ten esto, ya lo iba a reciclar. Me acerca los dos tomos en edición facsí­mil del tratado de Humboldt, “Cosmos†. Lo acojo en mis manos y a la bolsa. Le invito a un café. Acepta. Abandona por un momento su hermoso invernáculo y salimos a una terraza soleada que hay en la plaza. Hoy ha pedido un zumo de naranja. Es mi librero.

“La naturaleza es el reino de la libertad, y para pintar vivamente las concepciones y los gozos que de su profunda contemplación emanan, serí­a por lo tanto preciso que el pensamiento humano pudiese revestir, también libremente, las formas y la elevación del lenguaje dignas de la grandeza y majestad de la creación.†

Cosmos, o ensayo de una descripción fí­sica del mundo. Alejandro de Humboldt, Berlí­n 1769-1859

Siempre vuestro, Dr J.

Vida… (y II)

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… o lo que parecí­a ser la segunda parte de un relato.

Quienes conocen al federal dicen de él que es un hombre despierto, alerta, hiperactivo, nervioso, gesticulante y a la vez pausado. Todo cuanto hací­a o decí­a, estaba dictado por la prudencia, pero para nada era cauto; es decir, le costaba decidirse a actuar, y una vez que lo hací­a… era implacable.

—Es indudable que eres un caballero —me decí­a— pero no a ultranza, o digamos que lo eres de manera justa: no hay caballero que no se haya comportado como un rufián al menos una vez en la vida, pero lo tuyo de esta semana, no tiene nombre.

Y así­ fue como un hombre se apiadó de un joven y alocado niñato que habí­a perdido la brújula en ese hormiguero llamado México D.F.

Suelo escribir sobre lo que tengo más a mano, esto es, mis recuerdos. No desconecto ante episodios de dolor y angustia; todo forma parte de todo, o al menos eso creo y todo ese cúmulo de experiencias me han enseñado a no tener mala conciencia.

No tener mala conciencia equivale a integrar —Jung lo llamarí­a la propia sombra. Pues bien yo mi sombra la tengo bastante bien asimilada; dirí­a que desde hace años no rechazo ni me avergüenzo de ninguna de mis zonas oscuras. No me identifico con la parcela ideal de mi mismo; me identifico con mi ambigüedad y ambivalencia, con el bien y el mal, cuya distinción siempre me pareció superflua: ya lo dijo alguien «no he oí­do hablar de ningún crimen que no me sintiera capaz de realizar.»

Ser ángel es ser diablo. En resumen estoy en buenas relaciones con mi sombra, tal vez sea porque he dejado de ser judeocristiano… que sé yo.

La gente suele tener una indigestión de ética. Pero ya lo decí­a otro rarito… Foucault que la ética no es más que voluntad de poder disimulada. Nos dejamos llevar por dualismos superficiales, como ese de que el pecado está en la voluntad y la ignorancia en la mente. Esto señores mí­os son distinciones escolásticas que impiden que uno se reconcilie totalmente consigo mismo,… pero ¿qué les estaba yo contando…?

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    [Vida… | bruto]
    [Imagen original | Wikimedia Commons]
     

Mi Padre era Diferente

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Mi padre era diferente. Era un hombre que se mantení­a aislado, sin pertenecer al mundo de los grandes héroes, ni tan siquiera al mundo de mi abuelo ni al rutinario y monótono mundo de su ciudad. Se mantení­a en un aparte, observador, solitario, educado, sin falsedad y lleno de interés por servir, aunque manifestando su lejaní­a, sin perder la sonrisa. No era un hombre misterioso, la suavidad hacia los demás nunca lo abandonó, ni tampoco la inteligencia, ni su rostro se desdibujó nunca con el infantilismo y la beaterí­a.

Mi padre no podí­a hablar con mi madre la misma lengua. Utilizaban idiomas diferentes, que hací­an imposible la comunicación y el entendimiento. Conmigo usaba la lógica y el racionamiento que utilizaba para atraerme, ganarme y educarme; a veces yo trataba de imitarle, me llenaba de admiración y entusiasmo, si bien sabí­a que mis raí­ces se extendí­an profundamente hasta los tentáculos maternos, dominios profundos y misteriosos.

Mi padre estaba lleno de música; mi madre no, no podí­a o no querí­a cantar.

Recuerdo que me decí­as «el matrimonio es una loterí­a», y que durante mucho tiempo se creyó que era un sacramento. Pero desde el divorcio sabemos que es una loterí­a, afortunadamente renovable. Si uno no gana el gordo, siempre puede ganar un segundo premio y la vida deja de ser triste y aburrida.

Si las emociones de la loterí­a no van con nuestro temperamento, es muy sencillo, hay que renunciar al matrimonio… o no.

Booker Little | Out Front (1961)

Booker LittleO lo que es lo mismo, “Booker Little and his Quintet featuring Max Roach†, detalle necesario y justo, reconocimiento puntual y sentido a uno de los mejores baterí­as del jazz; además, también figura en el grupito el gran Ron Carter, que luego se incorporarí­a al más famoso pero no por eso mejor “segundo quinteto Miles†; en los cortes donde no aparece Ron, lo hace Art Davis. Al piano, un discreto pero efectivo Don Friedman. Y los vientos, de otro planeta, Julian Priester al trombón equilibra los derroches virtuosos de las dos bestias principales: Booker Little (trompeta) y Eric Dolphy (saxos alto y bajo, y flauta), dos vendavales de juventud exaltada (23 Booker, 33 Eric) que sin embargo se intuyen veteranos quizás porque la muerte los esperaba a la vuelta de la esquina: a Booker ése mismo año por un “ataque de uremia† y a Dolphy tres años más tarde por una cetoacidosis diabética, dos complicaciones médicas hoy probablemente solucionables, entonces fatales, definitivas.

«Éste es el mejorrr disco de trrrompeta, y uno de los 3 mejorrres de jazz, jamás gggabado.» Ésas fueron las palabras textuales, en la feria del disco, que me soltó un alemán, chapurreando el castellano, desde sus dos metros de altura y tras 3 cajas de frutas repletas de vinilos de jazz, envuelto en una nauseabunda tufa por la evidente falta de higiene y los no tan evidentes efectos etí­licos de la noche anterior. «Yo es que soy trrrompetista, sabe?» Me llevé el vinilo, no sin regatearle algunos eurillos y así­ fue como adquirí­ ésta maravilla. Razón tení­a el gachón, además de advertirme la recomendación de no escucharlo a menudo: «muy denso, lleno de matises, puede saturrarr», concluí­a introduciendo los frutos (mermados) de la transacción en una caja de latón oxidada.

Eric DolphyBueno, ¿y el disco? Pues no me veo capaz de añadir nada más, completo y denso, sí­, espectacular, con una mezcla de hard-bop y cool a ratos, con notas (Dolphy is here) del vanguardismo que vendrí­a después y algunas partes realmente tremendas, por lo oscuro (el medio tiempo de “Moods in free time† es sobrecogedor, “Man of words† podrí­a ser una marcha fúnebre…), el dejarse llevar en inacabables terminaciones (algo así­ como los Allman en los conciertos del Fillmore…), enganchando un solo detrás de otro: Booker-Julian-Eric-sección rí­tmica y vuelta a empezar para concluir el tema (sirva de ejemplo “Quiet please†).

Una joya para disfrutar… eternamente? Juzguen.