Los Versos del Capitán

Pablo Neruda

Pablo Neruda… no voy a hablar de él, ya confesó que habí­a vivido, ni de su poesí­a, ni de sus ideales polí­ticos. Quiero hablar de un libro anónimo durante mucho tiempo, «leal a los arrebatos de amor y furia, al clima desconsolado y ardiente del desierto que le dio nacimiento». No son veinte poemas de amor, son poemas escritos en una isla, desde una mujer, para una mujer, con toda la cólera, la fuerza, la pasión, y el placer de amar. No son poemas de un amor universal, son los detalles de un sentimiento. Las claridades de un nombre, las angustias de una tierra sufriente condensadas en el cuerpo de una esposa (hembra, madre, niña), de un sol despoblado, de un mar atormentado. Las redes no son tristes, las redes aquí­ son infinitas. El libro se divide en cinco partes: el amor, el deseo, las furias, las vidas y odas y germinaciones. Hay sueños de alfareros, risas de viento, tierra, ausencia, tigre, cóndor, insecto, pies y olvido, banderas, pobreza y vida, soledad y combate. Porque el Amor es combate. Un Capitán navega en un cascarón de nuez por los rí­os salinos de un cuerpo, de una mujer, camina por sus montes, acampa en sus orillas, conquista sus cavidades, quema sus caminos y sus naves para nunca volver atrás… y quedarse.

No es sólo un libro hermoso, es un libro para volverse a enamorar, para reconciliarte con el mundo. Es un libro anónimo (Neruda lo ocultó durante años), imperfecto y hermoso, un libro para ser leí­do al final de una boca, con el sabor de una carne estremecida, con el color de unos ojos alucinados, con una piel por bandera, con unas manos de trigo y lluvia. La eternidad se alcanza en un gesto, en una tarde, en un cielo visto a través de una ventana rota. La injusticia es temer amar. El miedo es una trampa de la razón, pero no un obstáculo para el alma. Aprender a amar. Una mirada vale más que mil palabras. La poesí­a es una respuesta, los besos flores de agua. Ojalá tuviera la sangre de un tigre para navegar como el capitán. Ojalá la incertidumbre se manifieste germinando una primavera.

Arañaré la tierra para hacerte una cueva
y allí­ tu Capitán te esperará con flores en el lecho.
No pienses más, mi dulce,
en el tormento que pasó entre nosotros
como un rayo de fósforo dejándonos tal vez su quemadura.»

«Los Versos del Capitán», Pablo Neruda

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    [Fundación Pablo Neruda]
    [Pablo Neruda en la Wikipedia]
    [Página Ofical del Centenario]
     

Memorias del Subsuelo

¿Puede uno negar su naturaleza? La ciencia nos dice que 2 y 2 son 4, que la razón tiene un lenguaje antiguo y universal. Pero más allá de la razón está la consciencia. Está el reconocerse, está el encontrarse al fondo de uno mismo, más allá de lo que tenemos, más allá de lo que hemos construido con nuestra vida. Atraí­dos por el abismo, por lo remolinos del amor en los lagos tranquilos del tiempo, por lo efí­mero, nos encontramos a veces rechazando con toda el alma los cimientos de nuestra tradición, de la norma. Salir, se debe salir, adentrarse en la elegí­a del subsuelo, acariciar lo esencial, lo que nos trasciende y perdura a pesar de nosotros… más allá de nosotros… donde está el origen de nuestra agoní­a. Llegar a ese lugar no es fácil, pero es reconfortante como un dolor de muelas.

Dostoievski hizo un libro obscuro cagado desde su filosofí­a a través de un iracundo diálogo interior en plena alineación sociocultural. Él acababa de volver de Parí­s, de haber probado el amor furtivo, de haberse arruinado con el juego, de no poder olvidar sus años de cautiverio en Siberia. Vuelve a su Rusia quebrantada de utopí­a y se encuentra en la miseria, con su esposa enferma de tuberculosis y moribunda en su lecho. Volvió la tristeza y la rabia, empeoraron sus crisis epilépticas (dicen que la peor la sufrió en su noche de bodas, entre aullidos inefables de esperpénticas piruetas). Solo. Le quedaba la dignidad de su consciencia y la de su tiempo. El bien en el origen del mal y viceversa. Entonces escribió estas memorias del subsuelo, un libro atí­pico (obra menor para algunos como Nabokov), donde encarna la mente de un funcionario enfermo del hí­gado que no quiere curarse. Que no quiere cura. Es un diálogo terrible, de soledad y supervivencia. Un relato de aguanieve. Desde el subsuelo alguien se rebela, alguien añora a Dios, alguien desea amar, odiar, apasionarse, alguien alivia su tortura con una inusual poesí­a… alguien nació vivo desde el subsuelo.

Nos pesa ser hombres, hombres auténticos, de carne y hueso. Nos avergonzamos de ello, lo tomamos por algo deshonroso y nos esforzamos en convertirnos en una especie de seres omnihumanos. Hemos nacido muertos y hace tiempo que ya no procedemos de padres vivos, cosa que nos agrada cada vez más.»

«Memorias del subsuelo», F. Dostoievski

Un arma de doble filo

Papaver

A propósito de la ley prohibicionista y el comentario de Escohotado al que nos remite J., deberí­a recordar que el mundo de los estupefacientes no sólo se compone de opiniones maduras, cientí­ficas o versadas en propias experiencias. También influyen en el ámbito de las relaciones sociales, la religión y la medicina. Es cierto que todo el mundo tiene derecho a opinar, pero ¿son todas las opiniones válidas? ¿Tiene alguien potestad sobre el juicio de cada cual? El conocimiento es un arma de doble filo.

Como nos recuerda Escohotado en su «Historia General de las Drogas», éstas han sido utilizadas por todas las culturas de este nuestro mundo y en todas las épocas. No hay tradición que no las mencione y debemos saber que no todas son iguales, ni que toda la gente se ha acercado a ellas con los mismos propósitos. Como es imposible hacer un análisis de las mismas en unas pocas lí­neas, sólo mencionaré algunos autores que han influido en mi forma de pensar acerca de este tema y que contemplan otras visiones de la cuestión: «Confesiones de un inglés comedor de opio» de De Quincey, «Los paraí­sos artificiales» de Baudelaire, «Las enseñanzas de Don Juan» de Castaneda, «Las puertas de la percepción» de Huxley, «Acercamientos» de Jünger, «La mente Holotrópica» de Grof (guiño al difunto Ogara)… sin olvidar la cofradí­a de la aguja del tito Burroughs.

Así­ podrí­amos empezar a hablar, acometer las múltiples dimensiones de esta realidad, a la que yo me enfrento desde hace tiempo como médico inclinado a la instrucción durmiente de la morfina («Morfina» de Búlgarov). Pero hoy, daré una opinión ofrecida en 1917 por Antonin Artaud a propósito de la Ley de Estupefacientes de Francia en un carta remitida al Legislador. Recordaré que Artaud (actor, poeta, pensador, acercado al surrealismo por Tzara y alejado del mismo por Breton y enfermo de los nervios por lo demás) era dependiente del opio y la heroí­na, necesitando el opio como el aire para respirar. Conoció la tradición del peyote en una serie de viajes a Méjico a la Sierra Madre y desde entonces fue ferviente defensor de este rito del paí­s de los tarahumara. Atormentado por el amor, por su enfermedad, él conseguí­a opio farmacéutico para vivir y no para lucrar su espí­ritu, por eso ataca tan duramente a la administración polí­tica defendiendo su derecho de ser juez de sí­ mismo, de su dolor.

Señores dictadores de la escuela farmacéutica de Francia, sois unos pedantes roñosos; hay una cosa que deberí­a decir mejor: que el opio es esa imprescindible e imperiosa sustancia que devuelve a la vida de su alma a quienes tuvieron la desgracia de perderla.»

Fragmento de la carta al legislador de la ley de estupefacientes
Antonin Artaud

La Filosofí­a del Marqués

Empezaré por el final, por la mayor de sus inconfesables pasiones, por el único alivio de su alma… El Teatro. Sus otras obsesiones son mejor conocidas, su pasión por la numerologí­a (542 azotes más 283… por el culo te la hinco), su pasión por la cera derretida sobre los pezones de una joven doncella, el trenecito sodomita con varios criados, la desfloración de muchachas virtuosas, el exceso de las marcas en la piel, dormir hasta reventar la cama… pero nada le producí­a más placer que el teatro.

Él se consideró siempre dramaturgo, actor en una tragicomedia que le habí­a tocado vivir. Pero el pobre Donatien tuvo que convertirse en Marqués para desatar su furia contenida contra los estamentos decadentes que tan bien conocí­a, para descargar su fogosidades, desatar su apetito por perdurar en el exceso, cometer crí­menes en nombre del deseo, fornicar conciencias, derribar las mojigatas costumbres religiosas para enaltecer el placer sobre todas las cosas… sobre la familia, sobre él, sobre el tiempo. Y esto no fue entendido ni perdonado por su sociedad (y la nuestra?), siendo condenado por todas y cada una de las clases dirigentes de su época. La corte absolutista lo tomó como cabeza de turco de la denostada nobleza por sus tropelí­as libidinosas y lo encerró por primera vez en la cárcel. Fue liberado en plena revolución francesa, libertad a los presos, viva el creador de Justine… hasta que sus excesos con la clase pobre y obrera, sobretodo sus orgí­as con cantárida (veneno afrodisí­aco que relaja satisfactoriamente los esfí­nteres y provoca meteorismo impertinente), lo condujeron camino de la guillotina, de la que se libró gracias a un tumulto callejero. Y por último, el joven Napoleón, no fue menos que los hijos de Robespierre, y lo encerró en el psiquiátrico de Charenton.

Éste hombre que luchó en la guerra de los siete años, nunca ocultó sus nobles desenfrenos. Su suegra le sacó de todos sus problemas hasta donde pudo y su mujer lo detestó desde un principio. Le gustó disfrutar de la vida, y nunca se arrepintió de nada… tal vez de ser conocido como el autor de La filosofí­a del tocador más que como uno de los grandes dramaturgos de su tiempo. Y así­, añorando sus años de juventud, sus travesuras por Italia con el cardenal de Bernis, terminó éste buen hombre entreteniendo a los dementes del sur de Francia con sus obras de teatro. La terapia de la locura. Murió en 1814, a caballo entre dos siglos. Quiero imaginarlo feliz.

Epitafio a D.A.F. de Sade,
arrestado bajo todos los regí­menes.
Paseante,
arrodí­llate para rezar
por el más desdichado de los hombres.»

El Libro del Desasosiego

Fernando Pessoa

En estos dí­as mi corazón se cubre de nubes. El sol cae oblicuo y más despacio que de costumbre, como si no quisiera verme. En estos dí­as las calles cotidianas gritan el nombre de sus fantasmas y los pasos se hacen más lentos por el frí­o. Lentos como las pensamientos, como las fases de la luna, como el dolor. En estos dí­as las calles son heridas de luz. Porque quien tiene amor lo desperdicia, y quien no lo tiene lo añora. Y es en el devenir donde el corazón se libera y escapa como un pájaro de tus manos. Pero el desasosiego vuelve, te acecha, se agarra a tu cuello para hacerte difí­cil respirar. Así­ es el dolor del hombre. Y así­ es el libro del que quiero hablar. El libro del desasosiego de Bernardo Soares, escrito por el gran Pessoa, o más bien por todos ellos. Libro incompleto desde su concepción, de intervalos, de residuos, de discursos desamparados, de la agoní­a de estos tiempos. Aquí­ están todos los Pessoas y más. La tragedia del dí­a a dí­a se confunde con las cañerí­as de los cafés y los motores de una ciudad industrializada que añora sus raí­ces, donde no hay sitio para los taciturnos escritores, para los que buscan algo más, para los que vuelven del dulce abismo. A ellos, y a todos los que sufren la dictadura de sus sentimientos, está dedicado éste libro imprescindible.

Nubes… ¡Qué desasosiego si siento, qué desconsuelo si pienso, qué inutilidad si quiero!… Nubes… son como yo, un pasar desfigurado entre el cielo y la tierra, al sabor de un impulso invisible, lejos del ruido de la tierra y sin tener el silencio del cielo.»

«Libro del Desasosiego», Fernando Pessoa

Esta es la última concesión a la melancolí­a. Se acerca la hora de la Filosofí­a del Marqués. Siempre vuestro, Dr. J.