Bienvenida a la Provincia de los Girasoles

girasoles.JPGEn un segundo, todo puede cambiar. Hay dí­as felices en los que merece la pena salir de la cama. Mandaste un mensaje de nueva esperanza. Un espasmo en las arterias celebró la alegrí­a. Ahora estoy más cerca de creer en los milagros. Inoportunos a veces, los llantos son hermosas congojas detrás de algunos cristales. Te llamé y os felicité por vuestra primera hija, nacida del amor más puro. Una hija de luz fecundada en el desierto y parida cerca del mar. Como un regalo a plena luz del sol. Pelo rojizo y moreno, balbuceos de mujer en ciernes y ojos despiertos de quien tiene ganas por empezar a ver. Cómo cambia todo, como sólo todo puede cambiar. Un canto no es más que un canto, si no se canta con toda la satisfacción que requiere cada momento. Como la rama del primer cerezo que florece en primavera, como el vuelo de los últimos dientes de león, llegaste en estos dí­as de entretiempos en los que el cielo es rojo y todo puede suceder. Más cerca del calor que del invierno, pronto reconocerás tu perfecta voz. Quien cuida de ti conoce los secretos de las ondas sublimes de un huevo cósmico y una guitarra. Sabe que el cielo nunca se ha equivocado contigo. De la pálida arista del deseo nace la más tierna flor del mundo. Trémula la piel recién estrenada. Tí­mida la nariz recién estrenada. Manos de arrugada juventud retienen dichosas el vuelo de las mariposas que dejan sonrisas en sus mejillas. Lágrimas de lluvia otoñal riegan la boca de su madre. La vaina de su ombligo dejará un diminuto lago de carne estrenada en el centro de un cuerpo increí­ble. Uñas aún no mordidas, tan lejos de la ansiedad y la tristeza. Pies descalzos que aún no saben bien dónde caminar, por dónde empezar a conquistar el mundo. Aletea deprisa el corazón más tierno, con sus aurí­culas y sus ventrí­culos y sus ganas de latir. Está atrayendo el sol hasta su mismo centro. Amada desde el centro hasta los extremos, los que cuidan de ti poseen la gratitud de lo recién entregado.

A veces la vida es más sencilla de lo que parece cuando se dejan brotar los instintos primitivos de cuidar y amar. Todo brota nuevo desde dentro, haciendo caso de un impulso antiguo de esferas más antiguas y siderales de lo que se cree. La vida es una niña en los brazos de su madre, con su padre protegiendo hasta el aire que las roza. Hoy no hay tiempo para versos melancólicos, hoy urge llamar a las horas más magní­ficas para que reposen a nuestro lado lejos del sufrimiento. Quizá uno nace para esto. En un vuelo te acerco lo más bello y lo más sagrado que se intuyen en tus ojos grandiosos. Jardineros de ternura, alejan las dudas de todo lo que se puede hacer mal o bien. Ahora queda ser jardinero fiel. Subirán las aguas, pero vosotros mantendréis las manos alzadas y abiertas. Perderán los presos de la insania y la amargura. Ganarán los hijos de un amor sublime. Todo queda por aprender sin prisa. Has llegado a tiempo, como la sal y como la espuma. Como la paz y las aceitunas. Como la cosecha del vino más amado, como la luna. Ante ti se postrarán los tallos de las flores más bellas y las raí­ces de las mandrágoras te brindarán sus respetos. Tu corazón nos sanará. El mundo te bendice, se regocija en te tierna hermosura. Los heliotropos de esta provincia buscarán tu albor cada dí­a. Bienvenida a la provincia de los girasoles, donde hay pocos soles como tú. Serás traviesa y serás feliz. Dormirás y no dejarás dormir. Amarás y morirán por ti. Bienvenida a la provincia de los girasoles que existen desde hoy para ti, Angelina.

PD.- Dedicado a Angelina Guillén Olea, y sus pocos dí­as de luz.

19.09.2006

Imagen original en morguefile.com

El Hombre de Tiza

clip_image002.jpgEl hombre de tiza explora las regiones durmientes del atardecer con un ojo de águila y otro de pichón. Ha abandonado la tierra de los brujos grises que enseñaban a los niños el valor de omega y las órbitas errantes de los astros en plataformas minerales. Camina descalzo sobre tierras de arcilla roja. Ha tenido que escalar con sus tristes manos estratos de tierra sobrepuesta de cien en cien y de mil en mil años. Ha dejado marcas de sangre blanca y caliza en la pared vertical que le separa de la meseta donde está ahora. Aunque durante un tiempo buscó las sombras como si fuera un hombre de mantequilla, ahora busca la luz del dí­a y también de la noche. Ha comprendido que en la oscuridad sólo hay oscuridad, y nada más. Sabe que ha dejado atrás más preguntas que respuestas, más cera que velas encendidas en el dí­a de todos los difuntos. Abocado al exceso de ebriedad y neblinas esféricas, bebió el último trago de mezcal y capturó en sus dientes la sangre momificada del gusano del maguey. Del insecto digerido, como una luz, entendió que los que abandonan tu vida dejan de crecer, permanecen en el formol de tu memoria como uno quiere, sonrientes, dichosos, inocentes con un pájaro entre los dientes, distantes, tristes, inolvidables, en pijama bebiendo vino en la última noche del mundo… arrugando el tiempo con sus manos pero sin crecer, como los muertos. Ha coleccionado guerras perdidas. Se ha despedido de su pueblo y ha dejado en la portezuela de la farola las llaves de su casa por si algún dí­a debe regresar. Ahora en la meseta, el sol ya se ha ido y bajo un arbolito, ni muy grande ni muy chico, va a recostar su cabeza. Una pesadilla le persigue, sueña una pizarra que lo desangra, y no se atreve a ver lo que su cuerpo enflaquecido por el abuso deja escrito en ese fondo verde. La pesadilla será no haber escrito algo bonito. Luego sueña con la mujer de luna y se siente puzzle en sus manos mordidas, piensa que hay rí­os caudalosos y poco profundos. Se le erizan las cañas y crecen flores calizas de luna en la superficie de una tierra en ciernes que con su fecundidad confirman una vehemente fornicación. Por la mañana, se siente solo y de un trozo de sus piernas, crea una compañera de viaje. Con dos piedrecitas de oxidiana le pone ojos a su cara siempre atenta. Dos espinas de rosal son sus orejas puntiagudas. El rabo lo forma una ramita de romero, y su lengua tiene el color de una cereza. Con un poco de su aliento carbonatado le da vida a sus cuadrúpedos andares. Prosigue su camino a través de la meseta, no camina por seguir su destino, sino para no dejar de andar. No espera nada, ya lo ha esperado todo. No espera, sólo camina. Su can de tiza le sigue sin despistarse, con su resuello cálcico deja nubes de polvo blanco que se dispersa en el aire amarillo de este desierto que forma la meseta. Después de haber superado el dulce abismo, camina en una tierra virgen de ruinas y renuncias con un perro a sus pies. El calor le está haciendo desfallecer, con cada gota de sudor pierde parte de su escasa anatomí­a. Su pequeño galgo también se pierde poco a poco. Suavemente mira hacia atrás y ve su rastro blanqueando el pasado. Al menos está limpiando el suelo, al menos está dejando rastro, al menos no lo ha partido un rayo enmohecido. A punto de desaparecer llega a un lago rodeado de palmeras. El agua le refresca, le disuelve y decidido a no volver, se decide a desaparecer. Su perro le mira con toda la ternura del mundo, lame el lí­quido elemento espesado por su sangre blanca y siguiendo una ley atávica de noble lealtad también se confunde en la misma agua. Desde arriba varias aves de rapiña que han seguido sus pasos, se vuelven decepcionadas por el frustrado banquete de mendigos. Mendigo de la luz encontró el agua. Mendigo de respuestas se disolvió en una pregunta. Mendigo de amor se dispersó en la ausencia de las esferas no creadas, con todo lo aprendido por aprender, con todo lo perdido por perder, con todo lo amado por renacer. En su pueblo alguien encontró una llave y vio su nombre escrito con tiza en la pizarra de su casa. Ahora los maestros cuentan su historia, la del loco que se fue del pueblo y murió agotado más allá de los lí­mites de lo razonable. Pero nadie ha podido nunca dar aliento a un perro, ni darle la vida. Aún así­, los maestros en su afán de disciplina, enseñan en las pizarras el cuento del pobre hombre de tiza para que ningún muchacho de arcilla se le ocurra abandonar nunca esta provincia.

PD.- Dedicado a Gala, que nunca leyó mis escritos, pero los escuchó atentamente. Espero que su olfato la haya llevado al cielo de los perros.

Siempre vuestro, Dr. J.

Granada, 11.09.2006.

Perfiles

perfilesDel perfil de un rey se obtiene el perfil de un pueblo. Del perfil de un maestro se dibuja el perfil de la mueca de un niño detrás de sus libros. Del perfil de una montaña, se obtiene el perfil del mar. Disperso, de tu perfil se obtienen los silencios de la noche y el silbo de los pájaros que te encierran en su cí­rculo del cielo. Siguiendo a un burro encontré un pueblo. Siguiendo tus pasos encontré un desierto. Escritura ficticia de orillas dispersas. Confuso, en los tiempos de la furia, busqué cobijo bajo el volcán. Ni que decir tiene que la bruma de brasas calcinó mis pulmones, y mis ojos se incendiaron en ausencia de ti. Maravilloso jardí­n de cenizas, era el paraí­so perdido de los elefantes y sus enigmas. Del perfil de la lava se obtuvo el perfil de las cosechas. Del perfil de las tinieblas se obtuvo el perfil de la vida que reposa. En el insomnio de lo por fin desconocido, me atrevo ahora a plantarle cara al silencio.

Escuché con los ojos cerrados una tarde de viento y no encontré la respuesta a tu pregunta. El viento no me dijo de dónde vení­a, pero me abrió el corazón en gajos de una naranja ensangrentada. Un salto mortal era el perfil de la concha de una caracola. La muerte me pareció tí­mida en su llamada, y mi corazón abierto se cerró. Del perfil de aquellos dí­as se obtuvo el perfil de los verdes campos. La mañana es el perfil de la tarde, una tarde de la mano de nadie. Lánguida se extingue la luz del fulgor transparente. Desde el lago donde beben los pumas grises al diluvio de lágrimas del amazonas. La ostentación pide permiso para irse a la cama, y mi juventud se arrincona en una esquina del tiempo. Arde la derrota. Arde el deseo del idiota. Arde el amor incombustible. Sueña ícaro alas de cera. Sueña el niño caballos de madera. Sueña ella en el umbral de los besos.

drjperfiles.jpgCaminan los tristes de forma triste y a veces los ojos ya no sienten. Añoro el dí­a que anunció en su perfil de muerte, la muerte de los dí­as. Camina la noche en la lí­nea rota de su sueño. Quebrada la espalda con mi semen blanco y rojo. A un lado el perfil violento del deseo, y al otro el nombre de una ausencia sin nombre. Nada más se obtiene de lo que ya no es un regreso, sino una decadente resignación. El perfil de lo que se fue. El perfil. El perfil de un humo impreciso exhalado donde dormitan los enfermos. Sueño perfiles salvajes donde habita la enfermedad. No soy culpable de descuidos, soy cuidador de sonrisas y mal hacedor de camas. El perfil de un barco es el perfil de un verso celador del insomnio. Alerta buscando estrellas en la tarde, veo el perfil de las estatuas congeladas de añoranza e infortunio. Del volcán escapé. De la lluvia no. Ahora noto cómo crece discreta en mi pecho una trompeta de oro. La vida se pierde a veces como el humo. Del perfil de mi trompeta surge el perfil de la tormenta. Esparadrapos de granizo, la multiplicación esconde la sangre de un pez. Al irte, de tu perfil se obtuvo mi perfil.

Prepara tu esqueleto;
hay que buscar de prisa, amor, de prisa,
nuestro perfil sin sueño.»

Ruina. Poeta en Nueva York. F. G. Lorca

La Ciudad de las Columnas

La Ciudad de las ColumnasEl cielo estaba nublado por los vientos del Atlántico. A vista de pájaro la ciudad de la Habana se antoja extensa como una mancha de cera derretida. Estaba atardeciendo cuando decimos ir a cenar a La Torre, un restaurante situado en la última planta de un pequeño rascacielos. La Habana estaba iluminada por mil lucecitas. En Cuba la luz no se va, sino que viene a veces, y esa noche las farolas iluminaban la ciudad perfilando el lí­mite del océano. Tras la cena nos zambullimos en la noche cubana. El taxi era un moskovy ruso de los años setenta, con un hueco en el suelo por donde se veí­a las pisadas sobre el asfalto. Pero habí­a buicks y algún cadillac. Los coches no pueden venderse ni comprarse, se heredan. Las piezas para su reparación sólo existen en esta ciudad que se perpetúa a través de sus moldes. El Gato Tuerto fue la primera estación. Un mojito escuchando boleros en la voz rota de una vieja mulata. De ahí­ al delirio habanero. Las jineteras se acercaban sinuosas, ofreciendo sin remilgos los secretos de su intimidad erótica. Se sucedí­an en su asedio, unos cuantos pesos bastaban para detener la batalla, una habitación alquilada en una casa sin puertas era el tálamo, antes de que la corneta del cazador sonase para romper la noche. Con sabor a Ron y salsa llegó el amanecer. Por la mañana merecí­a la pena recorrer la ciudad. Siguiendo el rumor de los bares que frecuentó Hemingway, tomamos un daiquiri en la Floridita, un mojito entre los grafitos de la Bodeguita de en medio. Desde la Terraza de Ambos Mundos, la catedral que imaginó Borromoni sobresalí­a con su baño de tejas. Las calles de una arquitectura imperfecta, huí­an de los vientos y buscaban la sombra. La gente se refrescaba en los portales de esta Habana vieja, conversando con pausa de las cosas que tiene la vida. En la plaza de adoquines de madera, compré un libro de Carpentier («La ciudad de las columnas») que me sirvió de tergiversada guí­a. Recorrí­ así­ de nuevo las calles, fijándome en sus columnas, sus rejas y sus medio puntos. Las columnas sostení­an un barroquismo decadente, columnas de mil estilos que sustentaban aún los soportales de una ciudad que se cae a pedazos. Los balcones mostraban sus grietas como una boca mellada que sonrí­e, donde se asomaban las mujeres recién bañadas a escudriñar las calles. Los hombres en los zaguanes, guardaban la confianza de sus patios interiores. Las rejas no protegí­an de la luz, sino que disimulaban lo que no se esconde. Los medio puntos, eran acuarelas de cristales multicolores, que moldeaban la fuerza abrasadora del sol caribeño. Vestí­an al sol de verde, de azul, de naranja, para que entrase en las casas sin alterar sus silencios. La ciudad de la Habana es la muestra de una arquitectura andaluza, morisca, barroca. Es una mezcla de estilos, con casas increí­bles, testigos de lo que un dí­a fue la perla del caribe. Una ciudad abierta al mar por el Morro, con sus cañones apagados, que los españoles dejaron olvidados hace tanto tiempo. Un mar contenido por una muralla de siete kilómetros que forma el malecón. En este balcón del mar rompen las olas mientras los niños se bañan en las pozas de las piedras. Un hombre pesca y otro toca la trompeta con la mirada perdida en los barcos que tal vez no regresen nunca. Me fumé un puro en el malecón como despedida. Pensando en las cosas que dejé tan lejos, en el amor que se estrella como una ola contra la roca, me imaginé pirata de siete mares. Los bucaneros amaban esta isla. El tiempo ha dejado sus calles desconchadas y lo que fue ya nunca será. Un aire de inconformismo soplaba en el ambiente. Esto fue el fin de semana antes de que la televisión nacional comunicara que al Comandante se le habí­an roto las tripas. Ahora nuevos bucaneros se preparan para el abordaje. Me temo que la Habana está a punto de cambiar y que el último reducto del comunismo agoniza, se desangra por sus calles como el viejo comandante se desangra por dentro. Espero que el mar vuelva a limpiar esta ciudad de luces, barroca y decadente que está cansada de ser el sueño que fue.

Alejo Carpentier amó y dibujó la habana con sus palabras. Fue el inspirador del llamado Realismo mágico, aunque más bien se trata de un realismo mí­tico. Nació el 26 de diciembre de 1904, en La Habana (Cuba). Fue estudiante de arquitectura, pero el arte de la escritura lo alejó pronto de los pasos de su padre. Se inició en los estudios musicales con su madre, desarrollando una intensa vocación musical. Fue periodista y participó en movimientos polí­ticos izquierdistas. Fue encarcelado y con su puesta en libertad se exilió en Francia. Regresó a Cuba donde trabajó en la radio y llevó a cabo importantes investigaciones sobre la música popular cubana. Visitó México y Haití­ donde se interesó por las revueltas de los esclavos del siglo XVIII. Se trasladó a Caracas en 1945 y no regresó a Cuba hasta 1956, año en el que se produjo el triunfo de la Revolución Castrista. Trabajó en varios cargos diplomáticos para el gobierno revolucionario. Falleció el 25 de abril de 1980 en Parí­s. De sus obras me permito recomendaros «Los Pasos Perdidos», el viaje de un músico cubano por el amazonas que revisa la historia latinoamericana, pero no sólo refleja esta realidad imaginaria, sino que la interpreta.

De aquellos obligados caminares por La Habana Vieja me quedó una siempre renovada emoción al contemplar, de años en años, sus casas antiguas, sus rejas andaluzas, puertas claveteadas, pórticos barrocos, portafaroles, guardacantones y guardavecinos… Muchas páginas he escrito desde mi adolescencia acerca de La Habana Vieja ‘de intramuros’, con sus calles eternamente abocadas al mar, completadas en su panorama por un velamen, la proa de una balandra, la quilla de un buque, se hace ciudad de misterios, de nocturnidad, de cuchicheo detrás de persianas, de invitaciones al viaje que, con solo cruzarse el puerto, puede conducir a las suntuosas coreografí­as de una iniciación mágica, a un encuentro fortuito con gente de otras latitudes que remozan en pleno trópico, la literatura del anhelo de evasión y del muelle de las brumas…»

Alejo Carpentier, un hombre de su tiempo

P.D.- Sirva de pequeño regalo a mi hermano por su veintisiete cumpleaños. Gracias por todo, $VM$.

Siempre vuestro, Dr J.

Fuga Mundi

Fuga Mundi

Al avanzar surge el desierto. Un hombre que rechaza el sufrimiento, elige para sí­ una vida de sufrimiento. Un hombre que teme los males, no tolera ninguno de lo bienes de esta tierra. Al avanzar, un hombre encuentra en el desierto su sórdido escondrijo, su guarida de pestilente soledad. Lejos de los hombres y de los dioses, un hombre descubre entre sus ruinas la inspiración de un alma celeste. El castigo es severo y no mengua. El camino son las diez palabras de Moisés. Serpientes ponzoñosas intimidan con sus movimientos, pero el hombre del desierto cruza a su lado sin cambiar su ánimo, impulsado por la muerte de sus furias. Las bestias agazapadas no lo despiertan. La bestia lo acecha sin mellar su voluntad entregada ya a otros designios. Un año atrás habí­a intentado renunciar al mundo, pero aún se guardó alguna riqueza. Abba Antonio le dijo que volviera a la ciudad, comprara trozos de carne, que se los atara al cuerpo desnudo y luego regresara al desierto. Así­ lo hizo. El hombre del desierto volvió sobre sus pasos y antes de caer la noche perros y pájaros le desgarraron el cuerpo. Cuando llegó ante Abba Antonio, le mostró el cuerpo lleno de heridas y mutilaciones. El hombre del desierto comprendió, los que renuncian al mundo y quieren conservar bienes, quedan destrozados en su lucha contra los demonios. El hombre del desierto camina ahora descalzo sobre la arena caliginosa y tórrida. En su pies hay durezas que han sustituido las yagas. En su boca lleva una piedra para poder guardar mejor el silencio. Ora, camina, ayuna. El hombre del desierto está cada dí­a más flaco, se le ven las costillas marcadas como a un perro abandonado. Sin embargo su ánimo engorda. Ha recibido el consejo de sabios pneumatófaros, la humildad es la ví­a para combatir las tentaciones. Su cuerpo, saqueado por el desierto, sobrevive lejos de los pueblos. Sondea un pozo ciego situado en su alma, busca allí­ agua que quede pura y saca lo preciso para no cansarse en vano. Persevera en la oración, diariamente, hasta el último suspiro del dí­a, como Agatón, para desenterrar la serenidad que oculta el desierto. Con sus pasos va descubriendo que lo grande se reproduce en lo pequeño. Sus fatigas cotidianas van conquistando poco a poco su divina locura. Como Amón, no juzga y no condena. Esta noche dormirá en un templo pagano semiderruí­do, un antiguo cementerio donde abundan los demonios. La prueba le hará más humilde, como a Abba Elí­as. A través de la lucha progresa el alma, como Abba Juan el enano, ha pedido paciencia para sus combates. En la noche, recostado sobre un leño, tiene visiones de dagrón, tiene anhelos de gloria, tiene en su memoria los senos de una mujer. Hace caso a la prueba de Abba Macario. Primero insulta a los muertos, luego los alaba. No ha recibido respuesta de los muertos. Tras toda una noche de combate, el hombre del desierto abraza el olvido, ata sus visiones a una piedra y la arroja fuera de aquel lugar. Por la mañana sigue su camino. El olvido y la humildad son ahora sus compañeras de viaje. Ha aprendido de los muertos a no hablar, a no tener en cuenta los desprecios ni las alabanzas de los hombres. Mantiene su camino, mantiene el ayuno sin jactarse. Cuando sus pasiones se apacigüen, habrá alcanzado la virtud, su luchas internas cesarán, y su sangre se detendrá como la sangre de la mujer que sabe que ha concebido. Ese dí­a, el hombre del desierto sabrá que ha sido preñado por el Espí­ritu.

A partir del siglo III, se inicia un movimiento monacal en distintos lugares, despoblados primero y luego el desierto egipcio. Mujeres y hombres, inician su camino ascético retirados de las pasiones del mundo. En su soledad cultivan la oración y el ayuno para conseguir los frutos del Espí­ritu. El silencio, la humildad y la pobreza son sus señas de identidad. Hubo hombres y mujeres llenos de sabidurí­a, ellos son los llamados padres del desierto (abbas y ammas). Algunos de sus consejos y reflexiones, que serví­an de ayuda a los nuevos iniciados, fueron recogidos en los llamados Apotegmas (dicho breve) del desierto. Hoy los encontramos en una edición llamada “Los pequeños Libros de la Sabidurí­a†. Ammas y Abbas poní­an su alma a disposición del desierto para alcanzar la pureza de corazón. El camino espiritual requiere un gran esfuerzo, enfrentarse a uno mismo. El combate se hací­a frente a la gula, la lujuria, la codicia, la tristeza, la cólera, la acedí­a, la vanagloria y el orgullo. La finalidad es lograr la paz interior, y ser capaces entonces de amar verdaderamente. Transformar el dolor y los demonios en amor. En uno de los dichos, Abba Antonio dijo: «El que permanece en el desierto para guardar el sosiego de Dios, está libre de tres guerras: la de oí­r, la de ver y la de hablar. Le queda una, la del corazón.»

Después de regresar de los trópicos, el desierto ofrece la distancia necesaria para poder reflexionar en silencio. Pero el objetivo no es pensar, sino actuar. Encontrar las razones de vivir esta vida con cierta armoní­a. Si no encuentras tu sitio, tu paz interior, el desierto te ofrece un duro camino para sosegar el Espí­ritu. La ciudad cotidiana es a veces otro desierto. Alejarse es un camino para encontrar respuestas. Fuga mundi, huir del mundo para encontrarse a uno mismo. Estoy seguro que cuando espante a la tristeza, el mundo volverá a sonreí­r. Entonces podremos liberar de su carga a los pájaros que llevan en sus alas los mundos que ya han fracasado. Feliz veranito.

Siempre vuestro, Dr J.