Un arma de doble filo

Papaver

A propósito de la ley prohibicionista y el comentario de Escohotado al que nos remite J., deberí­a recordar que el mundo de los estupefacientes no sólo se compone de opiniones maduras, cientí­ficas o versadas en propias experiencias. También influyen en el ámbito de las relaciones sociales, la religión y la medicina. Es cierto que todo el mundo tiene derecho a opinar, pero ¿son todas las opiniones válidas? ¿Tiene alguien potestad sobre el juicio de cada cual? El conocimiento es un arma de doble filo.

Como nos recuerda Escohotado en su «Historia General de las Drogas», éstas han sido utilizadas por todas las culturas de este nuestro mundo y en todas las épocas. No hay tradición que no las mencione y debemos saber que no todas son iguales, ni que toda la gente se ha acercado a ellas con los mismos propósitos. Como es imposible hacer un análisis de las mismas en unas pocas lí­neas, sólo mencionaré algunos autores que han influido en mi forma de pensar acerca de este tema y que contemplan otras visiones de la cuestión: «Confesiones de un inglés comedor de opio» de De Quincey, «Los paraí­sos artificiales» de Baudelaire, «Las enseñanzas de Don Juan» de Castaneda, «Las puertas de la percepción» de Huxley, «Acercamientos» de Jünger, «La mente Holotrópica» de Grof (guiño al difunto Ogara)… sin olvidar la cofradí­a de la aguja del tito Burroughs.

Así­ podrí­amos empezar a hablar, acometer las múltiples dimensiones de esta realidad, a la que yo me enfrento desde hace tiempo como médico inclinado a la instrucción durmiente de la morfina («Morfina» de Búlgarov). Pero hoy, daré una opinión ofrecida en 1917 por Antonin Artaud a propósito de la Ley de Estupefacientes de Francia en un carta remitida al Legislador. Recordaré que Artaud (actor, poeta, pensador, acercado al surrealismo por Tzara y alejado del mismo por Breton y enfermo de los nervios por lo demás) era dependiente del opio y la heroí­na, necesitando el opio como el aire para respirar. Conoció la tradición del peyote en una serie de viajes a Méjico a la Sierra Madre y desde entonces fue ferviente defensor de este rito del paí­s de los tarahumara. Atormentado por el amor, por su enfermedad, él conseguí­a opio farmacéutico para vivir y no para lucrar su espí­ritu, por eso ataca tan duramente a la administración polí­tica defendiendo su derecho de ser juez de sí­ mismo, de su dolor.

Señores dictadores de la escuela farmacéutica de Francia, sois unos pedantes roñosos; hay una cosa que deberí­a decir mejor: que el opio es esa imprescindible e imperiosa sustancia que devuelve a la vida de su alma a quienes tuvieron la desgracia de perderla.»

Fragmento de la carta al legislador de la ley de estupefacientes
Antonin Artaud

Literatura de blog

Domestik Alien, una página siempre recomendable, nos enseña (entre otras cosas muy interesantes) la que posiblemente será la portada del libro «Mi vida perra» de Almudena Montero, conocida en el ambiente bitacorero por sus diferentes blogs del género «a qué huelen las nubes»: amqs (que ahora está aquí­), evabraun, aunque parece ser que está «ocupada o fuera de cobertura en este momento».

No se qué fue primero, la escritora o la ‘bloguera’, pero me parece curioso y positivo que las editoriales busquen a sus nuevos escritores entre los que escriben bitácoras. Así­ que ya sabes Dr. J.

La Filosofí­a del Marqués

Empezaré por el final, por la mayor de sus inconfesables pasiones, por el único alivio de su alma… El Teatro. Sus otras obsesiones son mejor conocidas, su pasión por la numerologí­a (542 azotes más 283… por el culo te la hinco), su pasión por la cera derretida sobre los pezones de una joven doncella, el trenecito sodomita con varios criados, la desfloración de muchachas virtuosas, el exceso de las marcas en la piel, dormir hasta reventar la cama… pero nada le producí­a más placer que el teatro.

Él se consideró siempre dramaturgo, actor en una tragicomedia que le habí­a tocado vivir. Pero el pobre Donatien tuvo que convertirse en Marqués para desatar su furia contenida contra los estamentos decadentes que tan bien conocí­a, para descargar su fogosidades, desatar su apetito por perdurar en el exceso, cometer crí­menes en nombre del deseo, fornicar conciencias, derribar las mojigatas costumbres religiosas para enaltecer el placer sobre todas las cosas… sobre la familia, sobre él, sobre el tiempo. Y esto no fue entendido ni perdonado por su sociedad (y la nuestra?), siendo condenado por todas y cada una de las clases dirigentes de su época. La corte absolutista lo tomó como cabeza de turco de la denostada nobleza por sus tropelí­as libidinosas y lo encerró por primera vez en la cárcel. Fue liberado en plena revolución francesa, libertad a los presos, viva el creador de Justine… hasta que sus excesos con la clase pobre y obrera, sobretodo sus orgí­as con cantárida (veneno afrodisí­aco que relaja satisfactoriamente los esfí­nteres y provoca meteorismo impertinente), lo condujeron camino de la guillotina, de la que se libró gracias a un tumulto callejero. Y por último, el joven Napoleón, no fue menos que los hijos de Robespierre, y lo encerró en el psiquiátrico de Charenton.

Éste hombre que luchó en la guerra de los siete años, nunca ocultó sus nobles desenfrenos. Su suegra le sacó de todos sus problemas hasta donde pudo y su mujer lo detestó desde un principio. Le gustó disfrutar de la vida, y nunca se arrepintió de nada… tal vez de ser conocido como el autor de La filosofí­a del tocador más que como uno de los grandes dramaturgos de su tiempo. Y así­, añorando sus años de juventud, sus travesuras por Italia con el cardenal de Bernis, terminó éste buen hombre entreteniendo a los dementes del sur de Francia con sus obras de teatro. La terapia de la locura. Murió en 1814, a caballo entre dos siglos. Quiero imaginarlo feliz.

Epitafio a D.A.F. de Sade,
arrestado bajo todos los regí­menes.
Paseante,
arrodí­llate para rezar
por el más desdichado de los hombres.»

El Libro del Desasosiego

Fernando Pessoa

En estos dí­as mi corazón se cubre de nubes. El sol cae oblicuo y más despacio que de costumbre, como si no quisiera verme. En estos dí­as las calles cotidianas gritan el nombre de sus fantasmas y los pasos se hacen más lentos por el frí­o. Lentos como las pensamientos, como las fases de la luna, como el dolor. En estos dí­as las calles son heridas de luz. Porque quien tiene amor lo desperdicia, y quien no lo tiene lo añora. Y es en el devenir donde el corazón se libera y escapa como un pájaro de tus manos. Pero el desasosiego vuelve, te acecha, se agarra a tu cuello para hacerte difí­cil respirar. Así­ es el dolor del hombre. Y así­ es el libro del que quiero hablar. El libro del desasosiego de Bernardo Soares, escrito por el gran Pessoa, o más bien por todos ellos. Libro incompleto desde su concepción, de intervalos, de residuos, de discursos desamparados, de la agoní­a de estos tiempos. Aquí­ están todos los Pessoas y más. La tragedia del dí­a a dí­a se confunde con las cañerí­as de los cafés y los motores de una ciudad industrializada que añora sus raí­ces, donde no hay sitio para los taciturnos escritores, para los que buscan algo más, para los que vuelven del dulce abismo. A ellos, y a todos los que sufren la dictadura de sus sentimientos, está dedicado éste libro imprescindible.

Nubes… ¡Qué desasosiego si siento, qué desconsuelo si pienso, qué inutilidad si quiero!… Nubes… son como yo, un pasar desfigurado entre el cielo y la tierra, al sabor de un impulso invisible, lejos del ruido de la tierra y sin tener el silencio del cielo.»

«Libro del Desasosiego», Fernando Pessoa

Esta es la última concesión a la melancolí­a. Se acerca la hora de la Filosofí­a del Marqués. Siempre vuestro, Dr. J.