A mis treinta y uno, me sorprendo cada día con todo lo que olvido. No me gusta, pero reconozco que algún amigo ha llegado a decirme que es por la cerveza. Sin embargo los poetas no beben cerveza, dije yo. Los poetas beben vino, güisqui sin soda, ginebra color zafiro con tónica, pero nunca beben cerveza. Cómo un ser que ha rozado las mieles del abismo y la felicidad, de lo real y lo imposible, de lo futuro y de lo pasado… Cómo un ser adiestrado en las sutilezas de la vida, etérea a veces, trágica siempre, puede saciar su sed con bebida tan vulgar. El vino es otra cosa. Está presente en todas las culturas, es y será bebida de dioses. Hasta fue un eximente ante de Dios, cuando Noé, borracho, penetró incestuosamente a su hija en el arca del diluvio (y vaya si diluvió). Pero la cerveza es una resaca dicharachera de color indecente. Yo bebo cerveza, porque aborrecí el vino. Últimamente una mujer se empeña en que lo disfrute, y voto a bríos que lo hago. Pero la cerveza sabe a música, amigos, viernes por la mañana en la facultad, botellines que eran ladrillos de una torre de babel imposible. Sabe a locuacidad, del misterio de las drogas a la danza desnuda de los calamares en las costas de motril. Por eso bebo cerveza y por eso no soy poeta. Pero sí escribo y sigo olvidando más de lo que debo.
Hay un poeta que bebía vino y cantaba siempre a la libertad, hasta que falleció exilado de su tierra coaccionada por el hambre y el miedo. En sus últimos poemas exploraba los fines y límites del lenguaje. El lenguaje como una elegía de la poesía. Recuerdo que compré este libro después de mi primera guardia de Medicina Interna. Tengo escrita en la primera página un escueto resumen para que no la olvide. En una letra casi ilegible de tinta azul, aparecen las palabras ingresos, óbito, hemorragia por traqueostomía e indefenso. Indefensión ante la infeliz realidad que nos toca vivir. Ante esto queda la abstracción y las palabras que quieren sobrevivir y perdurar. Aquí las palabras son el vínculo entre la humanidad y la trascendencia. Una trascendencia Hiperbórea y cálida que se alza sobre las aristas del frío invierno. Respiramos o somos respirados. Miramos o somos vistos. Inmersos en la ceniza no dejamos de imaginar el fuego. El huevo tiene ahora cascarón de piel. La razón de vivir está en las cosas que somos, en las cosas que amamos, en el ser que seremos en paisajes aún no creados. El cuerpo prepara su vuelo, el alma reivindica una nueva ciencia, la luz del corazón prepara al hombre para morir. La poesía devuelve aquí al hombre a sus orígenes. Se inicia una cacería de miradas infinitas. Las palabras, en un gesto brusco y atávico, se desprenden del envoltorio de lo cotidiano como un perro de sus pulgas. Así se aprende a ver más allá. Tenemos todo el tiempo para respirar todavía… y nos queda cerveza para olvidar.
Nichita Stanescu (Ploiesti 1933, Bucarest 1983). Poeta con todas las letras. Nominado al Nobel en 1978. Cuando recibió el premio Herder y Struga, se presentó en la sala del jurado vestido con un camisón de confección popular y un corazón pintado en la mejilla. El papel del poeta siempre será el papel de un bufón, que nos permite reírnos de lo que somos, y de lo que siempre fuimos… seres de materia intranscendente.
Me muero de una herida que no ha cabido
en este cuerpo mío apto para heridas
gastadas por palabras, pagando arancel de rayos en aduanas.
Aquí estoy, tendido sobre piedras, y gimo,
los órganos hechos trizas, el maestro,
ah, está loco porque él padece
del universo entero.†Once elegías. La última cena. Nichita Stanescu