La sombra del ciprés es alargada | Miguel Delibes (1948)

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Buscando una excusa para leer a Delibes, me he encontrado con la noticia de la reedición de la ópera prima del autor. La editorial Destino celebra así­, el 60 aniversario de la concesión del Premio Nadal a un joven de 26 años, debutante, periodista de oficio, que inauguraba una sólida carrera literaria abalada por crí­tica y público.

Delibes siempre ha sido uno de los grandes. Así­ lo enseñaban en la escuela. Tan grande como Cela o Goytisolo, pero siempre manteniendo un perfil público sereno y retraí­do, que ha hecho imposible etiquetarlo y venderlo, como se ha hecho con tantos otros. Delibes es un hombre tranquilo, un escritor que exige una mirada diferente.

La hurañí­a —explica el narrador— es algo que me ha caracterizado desde niño. Pero me parece que debo hacer una distinción: sí­ me gusta reunirme con la gente y conversar. Lo que no me gusta es conversar con la gente a codazos. A mí­ me agradan los espacios abiertos, me gusta la naturaleza, y también me alegra conversar con mis semejantes uno a uno, dos a dos, o tres a tres, pero no más

Miguel Delibes. Un castellano de tierra adentro, entrevista por Joaquí­n Soler Serrano, Escritores a fondo. Entrevistas con las grandes figuras literarias de nuestro tiempo, Barcelona, Editorial Planeta, 1986, p. 17

Delibes demuestra en cada una de sus obras como la sensibilidad es una de las mejores armas para denunciar la injusticia. El observador, omnipresente y discreto que logra desenmascarar con toda crudeza la realidad convertida en novela. Esta faceta del Delibes periodista, explica cómo en un momento polí­tico de censura feroz la literatura se transforma en instrumento de denuncia. ¿Se adelantó Delibes a la corriente americana del “Nuevo periodismo†? (ver In cool blood). Su estilo se caracteriza por la recurrente proximidad a lo cotidiano, arrojando luz sobre una realidad compleja de una manera sobria, exacta, sin artificios. Si bien Capote fue notario de un auténtico drama americano, Delibes ha creado varios arquetipos de dramas hispánicos.

Esa capacidad descriptiva tan periodí­stica no serí­a más que otro retrato costumbrista si no fuese por la prodigiosa capacidad del autor para crear personajes. Probablemente son estos los que aportan autenticidad a los relatos; gentes que hablan a su manera, con expresiones y giros que los dotan de una cercaní­a casi mágica, de un calor que se mantiene vivo una vez finalizada la lectura y que perdura con el paso del tiempo.

el novelista auténtico tiene dentro de sí­ no un personaje, sino cientos de personajes. De aquí­ que lo primero que el novelista debe observar es su interior. En este sentido, toda novela, todo protagonista de novela lleva dentro de sí­ mucho de la vida del autor. Vivir es un constante determinarse entre diversas alternativas. Mas, ante las cuartillas ví­rgenes, el novelista debe tener la imaginación suficiente para recular y rehacer su vida conforme otro itinerario que anteriormente desdeñó. Por aquí­ concluiremos que por encima de la potencia imaginativa y el don de la observación, debe contar el novelista con la facultad de desdoblamiento: no soy así­ pero pude ser así­

M.D.

De la amplia bibliografí­a de Delibes me gustarí­a escoger cuatro tí­tulos, entre todos los demás. Esta selección obedece a razones varias, pero intentando ser objetiva creo que concentran las obsesiones del autor, todas y cada una de sus constantes preocupaciones. Las inquietudes de la niñez, la muerte, la justicia social, la tolerancia, el afán de dominio, la violencia, la libertad y como no… el campo, y ese pueblo que todos llevamos dentro, donde ser bruto es virtud, si se tienen buenas entrañas.

  • El camino. Barcelona: Ediciones Destino, 1950.
  • La hoja roja. Barcelona: Ediciones Destino, 1959.
  • Cinco horas con Mario. Barcelona: Ediciones Destino, 1966.
  • Los santos inocentes. Barcelona: Editorial Planeta, 1981.

Las cosas podí­an haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así­. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba…
Su padre entendí­a que eso era progresar; Daniel, el Mochuelo, no lo sabí­a exactamente. Que él estudiase el Bachillerato en la ciudad podí­a ser, a la larga, efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les visitaba, durante las vacaciones, vení­a empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permití­a corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran santo, pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el Bachillerarto, constituí­a, sin duda, la base del progreso.

El camino. Capí­tulo I

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írboles

Vincent van Gogh

A qué velocidad se mueven los árboles. Cuando estabas asustado y te escondí­as entre las hojas colgantes de un sauce llorón. A qué ritmo se moví­a tu corazón al trepar por el tronco retorcido de un árbol que tení­a presa a veces una pelota, a veces una princesa sin dragón o un gato con restos de pescado en el bigote. Cómo se mueven los árboles del parque cuando soñabas con broches de sujetador, copas de pechos por amar bajo las copas de los árboles, celadores e insomnes del jardí­n. Al lado del rí­o, bordeando la iglesia, hasta llegar a la fuente, habí­a árboles que acompañaban a los amantes en una especie de suerte mal definida. Cómo pronunciar palabras como otoño sin pensar en la caí­da de las hojas y en alfombras de colores amarillos. Cómo pensar en una fruta sin pensar en ti subida a las ramas del cerezo con cerezas a modo de pendientes en las orejas. Cómo el sol se filtra entre las hojas, cómo el viento silva su tonada, cómo el columpio hace crujir las ramas de un nombre. Custodio y artesano cementerio de maderas. Cajas de pino al estilo juanpablo segundo. Cajas de nogal con radio transalpina. Cómo se mueven los árboles en los bosques del norte. Cómo te echan de menos los bosques del sur. Cómo te encantaba abrazar sus troncos, y oí­rles musitar canciones de cuna a las faldas de sus musgos. Esta noche hay luces en un árbol que no tiene raí­ces y tiene nombre de mago. Capaces somos de no poder salvarlo. Anillos que son años y gusanos que alimentan pájaros. Dame tu mano debajo de este castaño, con pies frí­os y manos calientes, dejaremos iniciales en su corteza de mármol. Y luego se secará la higuera con la maldición de un dí­a de verano, y sin frutos seré lo que tu quieras que seamos. No habrá milagros en las raí­ces de una higuera que quedará yerma por los siglos de los siglos, para expiar nuestros pecados. Y luego los árboles se llenaron de nidos, niños y santos que no supieron separar los frutos buenos de los malos, porque todos nacieron de la misma tierra. Y no habrá manzanos. Habrá dieciocho años para comer manzanas con pañales de oro. Un árbol descubrió a Gargoris el sabor de la miel. La cabeza que no quiere pensar enredado en tus encantos. Donde todo empieza, hay rizos venturosos entre hojas de palmeras. Dátiles del desierto frí­o y abrasador. Tómame de la mano en las orillas de este lago donde vienen a beber las hojas de los árboles más amables y más largos. Cálmate y toma sombra. Mostaza y secuoya. Baobabs en el planeta más pequeño del universo. Dame un beso o te lo robo, bajo el cielo verde de este árbol estrellado. Las raí­ces son las barbas del maestro almendro que se transforma en viento cuando lo llama la Tatuana. Dame un tallo tierno y te plantaré un bosque de algas y silencio. Dame una razón para mover el mundo y habrá un árbol que sostenga la casa de tus siestas. Raí­ces aéreas de una botánica confusa que se mece en el silencio de tus ojos. Una hoja talla en el suelo al caer la palabra aprendida del cielo primitivo. Cómo se mueven los árboles del destierro, a cien metros del paraí­so. No hay mala vida bajo el ala de estas sombras, no hay dualidad bajo la mirada única de esta verde hermosura. No hay silencio ni ruido, hay campanas aéreas que tañen por ti.

Existe la creencia de que los árboles respiran el aliento de las personas que habitan las ciudades enterradas, y por eso, costumbre legendaria y familiar, a su sombra se aconsejan los que tienen que resolver casos de conciencia, los enamorados alivian su pena, se orientan los romeros perdidos del camino y reciben inspiración los poetas. Los árboles hechizan la ciudad entera†.

M. íngel Asturias, 1899-1974. Leyendas de Guatemala

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    [Imagen: Maleza con Dos Personas | Vincent van Gogh]
     

Libro del anhelo. Paraí­so.

Últimas luces del paraí­soHe mitigado el dolor con el silencio. La oración es un vómito de expresiones vací­as, si tú no estás. Pestañas de sal a cien metros de un beso. Tu indecoroso destierro a cien metros del paraí­so. Llueven corazones de manzana en las calles del desvelo. La humillación deja frutas por pudrir, y se parece cada dí­a más a la renuncia de los sentidos. No me comprendas, aparta de tus dí­as esa atroz soledad y ámame sin remilgos. Obedece al destino de los dátiles a cien metros del sufrimiento de los aún por derrotar. El amor de los vencidos queda a cien metros del paraí­so. Cómodo en tu abrazo, bebo a tragos largos el veneno de una muerte. Doncellas que preparan comida frí­a, han mutilado su experiencia por falta de propósito. Aunque tus músculos predicen el futuro de tu carne, hace tiempo que escogiste el camino de la ansiedad. Aún puedes reclamar tu tiempo en esa oficina que queda a cien metros del paraí­so. Me sitúo frente a una estatua de cera con los pantalones bajados hasta los tobillos, con dengues hago asco a las comidas. El vino calma mi frí­o y mi vergüenza, pero no detiene las lágrimas que brotan insolentes de mi anómalo ombligo. Como un indio viejo y ciego que mira la radio, ya no busco mi libertad sino tu consuelo. Paraí­so de Paz ImaginarioNo mi soledad, sino tu compañí­a. No el paraí­so, sino el paraí­so contigo. Una vez elegido lo que queda, somos ángeles sordomudos con experiencias suicidas, con muñones en la espalda donde hubo frágiles alas que empezaban a pesar. Aprendimos a rodar por caminos estrechos de luna y carbón. Cuando llueve no sólo se mojan las calles. En doctrinas perdidas hace tiempo, contemplo la lluvia. El que contempla, a veces sonrí­e y casi siempre calla. Las palabras derriten los sentidos. La noche es un accidente. Las urgencias permiten batallas de huevos, consuelan heridas mal curadas que terminan por matar, y confunden lunares oscuros con sarcomas de Kaposi. Se acaban las reservas de manzanas. Las algas no nutren como la carne. Los cí­rculos de tiza que encerraban a la bestia, ya se han borrado bajo esta incesante lluvia. Y la lluvia no cesa a cien metros del paraí­so. Alguien nacerá para terminar lo que tú no has hecho.

He visto al viejo Cohen, empalmado bajo nueve kilos de ropa zen. Se ha despojado de todo lo bueno y de todo lo malo, ha abandonado el paraí­so. Se ha alejado de la virtud por un bocado de comida recalentada. Busca un trago de güisqui con sentimiento. Duda de si mismo, pero no de su poesí­a. Hace la guerra a la paz vestido de superman. Toma café con el poeta que vio su futuro en el fondo del rí­o. Del brazo de Henry sale en busca de unas nuevas faldas que levantar, de unas nuevas caderas que le hagan llorar de emoción en medio de tantas horas muertas. Pero esta vez está más lento y triste que nunca. Anda perdido en su libro del anhelo, a cien metros del paraí­so.

Partido el árbol, astillado a mitad del tronco, las manzanas están esparcidas por el suelo. Un agujero de reptil aún se esconde entre las raí­ces.

“EL LIBRO DEL ANHELO (fragmento):

… Mi página estaba demasiado blanca
Mi tinta era demasiado fina
El dí­a no escribí­a
Lo que la noche anotaba

Mi animal aúlla
Mi ángel está preocupado
Pero no se me permite
Queja alguna

Porque alguien hará uso
De lo que no pude ser
Mi corazón será suyo
Impersonalmente

Avanzará por el sendero
Verá lo que quiero decir
Mi voluntad partida en dos
Y la libertad en medio…

…Entonces ella nacerá
Para alguien como tú
Lo que nadie ha hecho
Ella continuará

Sé que ya se acerca
Sé que mirará
Y ése es el anhelo
Y éste es el libro†

Leonard Cohen

Libro del anhelo

P.D.- Gracias a C. por regalarme el libro en esas horas urgentes de Madrid. Por enseñarme a amar la fragilidad de cada dí­a.

Siempre vuestro Dr. J.

    [Imagen 1» «Últimas luces del paraí­so» Héctor Viola]
    [Imagen 2» «Paraí­so de Paz Imaginario» de Qiu Ying (1493-1560)]
    [Imagen 3» dibujo de L. Cohen, del Libro del anhelo]
     

La Enfermedad del Dr. J.

HigeaLlevo veintidós horas sin dormir. Veintidós horas viendo enfermos. La fiebre de hoy aún no se ha ido.

Acabo de ver morir a mi último paciente. Neumoní­a nosocomial en un hombre inmunodeprimido. Sólo me dio tiempo de ayudarle a morir con unas dosis de la hermana morfina. El cansancio hace mella en estas horas inciertas donde la noche se sutura con las primeras luces de la mañana. Dónde estás tú que no te veo, con mis arterias palpitantes de ceguera, dónde estás que no te tengo, dónde para abrigarme con uno de tus abrazos. Mi mano en la frente de O… que tragaba el oxí­geno administrado mediante una trompa de plástico. Con todos sus músculos luchaba por comerse el aire, hasta que se agotó. Mi mano tendida al dolor en estas horas urgentes de entretiempos, en esta atalaya ficticia del insomnio atroz. Dormir no es la prioridad. Cómo me gustarí­a verte ahora tan guapa. Poner nuevo rumbo a la médula de tus besos, en medio de nuestro mar de dudas. Casi todo el mundo cree que merece más de lo que tiene, pero hay hombres que se parecen más a una almeja que a sí­ mismos.

Cansado firmo el parte de defunción, con la rutina del que se ha acostumbrado a ver muertos, a disecar cadáveres con la pulcritud de un diagnóstico infame. Si vuelves voy a desnudarme, voy a quitarte la ropa despacio antes de quedarnos a oscuras. El sudario es de plástico blanco, pero no esconde los rasgos afilados de la muerte en su cara. La boca a medio cerrar, los ojitos cerrados, las manos que dejan de acariciar. Los labios que dejan de besar. Los pies que hace semanas no pisan el suelo, envueltos en el blanco monocromo y postrero de un mundo que deja de avanzar. Es incierto el aire que mis manos no atrapan. Arrugo el tiempo de esta noche que se acaba. No te rindas me dice alguien que no veo. Las luces de la caleta son luciérnagas borrachas que añoran la luz del mediodí­a.

Las tres GorgonasEl celador se lleva el cuerpo, la familia le sigue con la cabeza agachada, buscando el hombro del hermano que hací­a tiempo no abrazaba. Se cierran las puertas del ascensor que baja al lugar donde se juntan los cadáveres. Camillas frí­as de futuros esqueletos. Los encargados del turno de limpieza se desperezan para hacer de nuevo la cama. Se limpian las sábanas recién sudadas, se limpia la cama recién abandonada, se limpian los cristales y las ventanas se abren por si el alma quiere escapar. La enfermedad se contagia, se agazapa, se arrincona y arremete en el momento más inoportuno. Dónde voy yo, adónde te fuiste tú. Perdido por esas calles de piedra carmesí­, con tu nombre mordido en mi hombro. Palidecen algunos gramos de levedad. Las horas se suceden y aquí­ no ha pasado nada. Yo observo insomne el trasiego de fregonas y batas. Un nuevo enfermo espera para descansar en la misma cama. La gente termina sus turnos, yo no termino de dormir. Luego a pasar planta. Luego a casa. A la compañí­a de mi casa en soledad. Coltrane me mira intrigado. Dónde estarás tomando café, a quién le sonreirás. Salgo a gastar mi sueldo en libros que digan cómo continuar, cómo aprender a perder una y otra vez, bajo la lluvia con maletas de cartón pintadas de betún. Sin un te quiero, te quiero, pero no quiero que me quieras demasiado. Cuatro horas de ruinas y despeños. Hay cristales rotos de vino ácido crujiendo entre mis dientes de animal. Las ranas que saltan sobre la luna han aprendido a predecir los diluvios, pero los charcos no sólo se forman de lluvia. Te recuerdo sin saber que con uno de tus besos se puede fundar una ciudad.

El entierro es un dí­a y medio más tarde. Cremación o enterramiento. Cenizas o polvo. Nunca como ahora me habí­a dado tanta cuenta de que mis dí­as están ya más que contados. Eres la provincia que quiero conquistar en pro de un merecido descanso. Robo aspirinas para bajar la fiebre y poder seguir escribiendo las dudas de mi tesis. Versos de guardia y cigarros mal liados a las seis de la mañana. Robo aspirinas aunque se que no voy a sanar. La herida se desangra por el vuelo valiente de tu falda. La esquela mancha una página del periódico. La familia añora y agradece. Mañana volveré aquí­. Mañana me aseguraré de que nada vuelva a empezar, y con toda mi falta de voluntad cerraré todas las puertas que llevan a ti. Pero entre la nada y el dolor, yo escogí­ nuestro dolor.

Martin Winckler publicó en 1999 «La enfermedad de Sachs», que fue llevada al cine por Michel Deville con el tí­tulo de «Las confesiones del doctor Sachs». Este libro relata la supervivencia de un médico de familia francés en la época actual, entremezclando sus pensamientos, sus recuerdos, las historias de sus pacientes, su vocación y su lealtad a una medicina que ama y odia. Su lectura me conmovió y me animó a seguir adelante en ciertos difí­ciles momentos. No sé porqué he escogido la iconografí­a de Klimt para acompañar el texto, pero así­ se queda.

Siempre vuestro, Dr. J.

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    [Cuadro 1 Higea: Medicina | Gustav Klimt]
    [Cuadro 2 Las tres Gorgonas: La Enfermedad, La Locura y La Muerte | Gustav Klimt]
    [Gustav Klimt | Wikipedia]