RELATADOS DE FORMA DESLAVAZADA, INCONEXA Y RUIN
Reseña numero dos. Crisma, Ley y Sentimientos
Del otro que me diera el ser, pero no el saber estar, mi padre, aunque bueno de por sí, tenía un pronto un poco avinagrado. Si por mor de mis capturas zoológicas o de las técnicas no muy depuradas de mi madre, como fuera que en llegando la hora de la comida y al presentar mi abuela la olla de fideos con agua caliente y ajos, que hacía las veces de alimento, encontrara mi padre dentro algún rabillo de lagartija o algún menesteroso manojillo de pelos, consideraba éste hecho bastante para apollinar inmediatamente su cólera y, atizándole un viaje de bastón, o bastonazo, a la olla, hacía que los fideos saltaran por los aires, y con tanta fuerza le daba y tan así era que se quedaban pegados al techo, colgando, de modo que los chiquillos, con la boca muy abierta, nos arracimábamos bajo aquellos frutos imprevistos de la escayola y la techumbre, por ver si alguno caía dentro de nuestras bocas de pajarillo.
Producto de éstos experimentos nutricionistas fueron nuestros cuerpos famélicos, magullados por la bestia del hambre, condenados al asedio de los bocadillos ajenos a la hora del recreo al grito hostigador de «dame un cao o te meto un palo» y al asalto nocturno de las pocas cajas de galletas que en la casa entraban. Más hondo, en el cuarto oscuro de nuestras psiques, donde se alojan las bestias pantanosas de las intenciones y los propósitos, y no teniendo autoridad alguna superior que nos guiase hacia el respeto de la propiedad privada o los bienes ajenos, quedó bien plantada nuestra divisa vital: todo vale… habiendo nesecidá.
De necios es, entiendo yo, pretender que la suerte pueda venir enfrascada o contenida en objetos o talismanes. Muévenme hoy a la risa los que adquieren la Cruz de Tomelloso, el Pago Santo de Caléndulas, la mano incorrupta del mago Crowley (en preciosa reproducción de circonitas engarzadas) y otras mojigangas propias de poyapanas crédulos, en la creencia de que su posesión, su frotamiento lascivo, o sus crucetas sobre el pecho y la cabeza, hagan huir a la jauría de espíritus que les acechan, zancadillean, mortifican, cargan de cadenas, y en suma, impiden que la vida les sonría, y que en vez de el jamón de sincojota que quisieran para sí y los suyos, les condena y obliga al papel de jamón de York que sacan por la puerta del supermercado, de peso cuarto y mitad.
Ríanse conmigo ahora los adelantados de la Civilización, los que por ser fuente de mucha autoridad, conocen que no hay más fortuna que el trabajo propio, siendo aplicados, celosos y dedicados en el atesoramiento y custodia de sus frutos, y cuyo entendimiento colige perfectamente que encomendarse a colgantes, raíces, gárgolas o penitentes de tamaño gnómico es simple consuelo y acomodo para gente morigerada o, a lo más, patán.
La edad de nueve años a mí me alcanzó a los nueve años. Y digo esto porque en los días presentes la mayoría de los niños de éste tiempo suelen ser unos gazmoños de primera categoría, que no alcanzan una edad mental de tres, siempre protegidos por sus mojigatos progenitores, memos que se pasan el día suspirando por las máquinas orientales designadas bajo los nombres de “plei†, “pleidós†, “pleitrés† y así sucesivamente.