Me había pasado la tarde escuchando a los Dead y a Superchunk y la cosa no iba nada bien. Yo tenía talento, pero hacía algunos días ya que éste no decía ni mu. Dos semanas antes había estado escribiendo de forma desaforada: las imágenes, las metáforas, las maravillosas combinaciones de palabras me visitaban, me susurraban con dulzura; yo las atendía como merecían y mi cabeza parecía una gorda antena zumbadora recogiendo las vibraciones del exterior.
Pero la cosa había cambiado. En un desconocido momento se había producido una inflexión dentro de mis sesos, y de ellos no salía la más mínima idea, verosímil o no, daba igual para éste oficio. Cuantas veces había iniciado relatos a partir de una pequeña frase como:
«Te dí una vara de nardos, niña, para que me hicieras una canastilla con tu pelo…»
Ahora me resultaba imposible hilar ningún sujeto con ningún verbo con ningún predicado. Bueno, sí se me ocurrió lo siguiente :
«¡Uy, Comandas Salgari Animós!»
Pero como no entendí que quería decir, opté por descartarlo temiendo que la historia discurriera por perlas del estilo de “Anejos Botango Monocaskim (hembra)† y así sucesivamente.
Cero, cero y supercero. Mi Consolación a través de la Literatura, mi refugio para Ociosas Barrigas Llenas estaba completo. Completo de nada. Mis discursos autoyo se habían terminado. Había agotado las fosas mentales de inspiración. El hombre/muchacho solitario que paseaba por una tarde gris, fría y lluviosa, ensimismado en sus propias necedades, había hincado el pico, pero bien.
No reflexiones. No suspiros. No gotas de lluvia amargas ni lunes tormentosos.
El niño Cadáver entregado a la pena y complacencia de ser solitario, a la de ser una gota molecular pero esencial para la supervivencia de Occidente, estaba centelleando como una pantallita de videojuego: «Game Over. Game Over. Game Over».
Debía poner a trabajar a las palabras y resultaba que el sindicato del verbo me había dado la espalda. ¡Dios mío! Mi público, mis lectores, estaban ahí fuera, tan ociosas barrigas llenas como yo. Ninguno sabíamos lo que era trabajar durante doce o más horas al día, ninguno había sentido en sus tiernas manos la candente apretura de las herramientas durante horas ni sus burbujas calientes de agua entre los dedos. Desconocíamos, en suma, lo que era trabajar, trabajar y después trabajar para volver a trabajar, jornada tras jornada, año tras año.
Los días se nos ofrecían llenos de minutos, minutos densos como gotas de mercurio y mierda, las tardes, soleadas y nubladas. Aunque no, no; todas más bien agridulcemente nubladas, para éso eramos artistas, para que siempre estuviera nublado.
Bueno, bien podíamos así, si éste era nuestro estado, dedicarnos a ése maravilloso onanismo mental: yo escribo, tú lees, pero poco, porque sólo lees lo que tú a tu vez escribes y me dejas que yo lea, que no leo, por que yo no leo, sino que a mí me leen (o eso creo yo). Y además chaval, no te lo digo, pero a mí me parece un zurullo lo que escribes: ñoño, inútil, imbécil y huero.
Dolido entonces por éstas soñolientas edificaciones, no advertí como por debajo de la puerta de mi apartamento alguien deslizaba un sobre con mi nombre, lo descubrí horas más tarde tras oficiar unos vasos de vino. Decía así:
«Usted.
Usted.
Usted es un cuarto premio de concurso nacional de redacción de cocacola, pero frustrado. Es incapaz de escribir más de dos folios seguidos. Dios mío, no siempre está nublado, ¿sabe? He escuchado el viento y el mar, las nubes pasan deprisa y el sol estalla diez millones de veces por segundo. Vea, allá afuera hay algo más que su propio ombligo. Hay un árbol debajo de mi ventana, un pájaro canta a las cinco de la mañana y me despierta. Cada día. ¿No es misterioso? Usted anda todos los días de puto culo con los zapatos mojados y su grasiento pelo cayéndole sobre los ojos diciendo: «Mírame, ¿no te doy pena? Soy un burguesito relleno de jamón y queso, mis horas libres son muchas y tengo alma de artista, mis manos de madera escriben cuentos, cucamonas y diatribas; soy ingenioso y amable, a la par que sencillo y elegante. Escribo cuentos y relleno el tiempo, eso hago, pasan los días y creo que nadie me comprende. Soy un genio solitario. Mírame. Admírame.
Jabón. Señorito. Jabón.
Y usted lo necesita por dentro y por fuera, lagarto doliente y confuso; su lengua necesita una friega y su cabeza un arranque.
¿Le suena éste párrafo?:
«Los días de otoño habían llegado aquel año como con un pequeño hervor de párpados adormecidos por la prístina dulzura de ésos momentos dolorosos en que todo va y viene, en que todo el mundo se agita convulso en un ir y venir sin razón, y a nosotros nos parece que el mundo va a descarrilar sin reparar en la tristeza y el desánimo que preside todos nuestros actos, ni en las gotas de lluvia sobre nuestras sienes y el voluntarioso vacío de nuestras manos.»
Pertenece como bien reconocerá a su opúsculo intitulado «Días de cafés salados y tristeza infinita». Pues bien, sepa que en mi vida he visto una sarta de necedades más completa. ¿Que coño le pasa a usted? No he entendido ni jota y no teniéndome por tonto, deduzco que tiene un problema y se resume en lo siguiente: no ha dado ni chapa en toda su vida y se le nota a la legua. ¿Qué es un “pequeño hervor de párpados adormecidos blablablá…†? Madre mía, ¿cuantas horas habrá pasado rascándose el boniato inútilmente para llegar a escribir esa mierda? Alegre ésa cara hombre y no sea tan refinado, vaya a ver una matanza, vea la vida saliéndose roja, latido a latido, manando a borbotones del cuello de un marrano y vaya a la aceituna (a recogerla, cabrón), deje de vivir con sus padres y salga al mundo, que tiene tela .Verá como le cambia la vida.»
El precio de ser artista es que siempre hay alguna gente totalmente fulé que viene a incomodarte con su bruta concepción del mundo. No estoy acostumbrado a groserías de éste tipo, pero qué le vamos a hacer, la fama tiene su precio, de modo que en esta ocasión, me consagré unas olivitas, una tapita de jamón (y más vino por supuesto) y estuve pensando en lo que decía el anónimo. Quizás fuera a una matanza, a uno de ésos holocaustos de sangre y grasa, de chillidos y tripas, a una de esas populares representaciones del Teatro del Colesterol.
Mezclarme con gente fulé es posible que abriera en mí horizontes (y cómo no) insospechados. ¡Hum!
Pero ello no hizo que mi problema se resolviera: continuaba en el mismo punto muerto, en la misma calma chicha que unos días antes y esa idea me revolvía los sesos furiosamente.
Sin embargo, un movimiento telúrico, un abrasador instante de luz y tensión se abrió paso en mi interior, el aplatanamiento finisecular se deshizo como unas presitas de arroz entre mis dientes y la hermosa voz de Jerry García me hablaba: «..yendo carretera abajo (sintiéndome mal)».
Cogí la pluma y empecé a escribir:
«Me había pasado la tarde oyendo a los Dead y a Superchunk y la cosa no iba nada bien…»
EFEIENE