
Los pulmones de Chejov eran un hervidero de miasmas tuberculosos. Con el ánimo de mejorar, pasaba una temporada en el balneario de Badenweiler junto a Olga, su mujer, su cachorro, su alegría. Miraba el horario de los trenes de la tarde y los próximos barcos con destinos a Marsella u Odessa, como si en una semana fuera a estar mejor y pudiera tomar alguno de esos destinos. Chejov describía la anónima realidad rusa que percibían sus sentidos, no buscaba mostrar una convención social, sino mostrar la forma en que unos personajes amaban, se desposaban, procreaban y morían… y cómo hablaban. Seres humanos que no podían ser censurados por un acto de amor. En cierto modo, Chejov carecía de una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Últimamente a Chejov le faltaba la vida, le costaba leer sin recobrar el aliento, resuellos en la cama al moverse, fiebre y sangre a borbotones en cada golpe de tos. Chejov sabía que no había remedio, que un mal para el cual haya muchos tratamientos quería decir que no se podía curar. A sus 44 años sabía que la felicidad no existía, ton sólo existía el deseo de ser feliz. Y por eso Olga no lo dejaba. Olga llamó al doctor Schwohrer cuando Chejov comenzó a delirar en pleno acceso febril. No se debe poner hielo en un estómago vacío. A las tres de la mañana de aquella noche de julio de 1904, hacía un bochorno sofocante en la habitación donde yacía Chejov. A las tres de la mañana el doctor Schwohrer pidió una botella de champaña al recepcionista. Pidió tres copas para brindar los tres. Hacía tiempo que Chejov no bebía champaña. Y bebió, y brindó con Olga. Tras unos minutos, el doctor Schwohrer soltó la muñeca de Chejov, cerró el reloj de bolsillo, lo guardó en el chaleco, miró a Olga y le anunció que había muerto. Al amanecer, un joven recepcionista llegó a la habitación con un jarrón y tres rosas amarillas.
Los pulmones de Ray Carver se abrieron con un golpe de tos y escupió sangre por la boca. A sus 50 años se le había diagnosticado un cáncer de pulmón. Había invasión cerebral. No pasó un año entre que Ray conoció el diagnóstico y falleció. Tess no se separaba nunca de él. Había dejado hacía unos años el hábito impenitente de beber, pero seguía perfilando con apreciable escepticismo los personajes reales de una América en ruinas, olvidada, solitaria, alcohólica y parada. Admiraba a Chejov y ahora más que nunca lo comprendía y lo amaba. De tal manera que fue incorporando sus textos a los suyos propios, confiriéndoles una nueva dimensión. Se alejo del relato y se centró en la poesía. Cuando uno se acerca a la muerte surge una vocecita que dice, no lo creas, no vas a morir. A veces las palabras se dilatan como actos. Carver tenía la sensación de que Chejov avanzaba en un carruaje a través del frío y la nieve, acercándose, como en un sueño, a él. Como él, conocía el sabor de una sopa hecha con cabeza de pescado y había oído discutir a padres borrachos, con la calma con la que se asume lo ya vivido desde la infancia. Prosa y poesía se entrecruzaban, así como presente y pasado. Dos meses antes de morir, Ray se casó con Tess en una capilla de Reno con un corazón de bombillas rojas en la ventana y unas fichas del casino en el bolsillo. Desde entonces vivía los días como una propina cósmica, jornadas alegres y vacías al lado de Tess. Al tiempo que incorporaba a Chejov a su poesía, era consciente de que cada elección hecha ahora, hoy, se proyectaba hacia atrás y cambiaba las acciones pasadas. La certeza de la muerte, de ir río abajo, le hacía admitir sus miedos para poder mantener la calma en ciertas noches de perros. No dejó de trabajar en su libro. La noche del 2 de agosto de 1988 Tess le dio a Ray tres besos de buenas noches. No tengas miedo. Ahora duérmete. Te quiero. Carver nunca volvió a abrir los ojos.
“No te alejes.
Nadia, mejillas encendidas, feliz, los ojos brillando con lágrimas a la espera de algo extraordinario, bailaba y daba vueltas, con su blanco vestido ondulado y dejando fugazmente sus esbeltas y bonitas piernas en sus medias color carne. Varia, extremadamente contenta, cogió a Podgorin por el brazo y le dijo en voz muy baja con expresión significativa: Misha, no te alejes de la felicidad. Acéptala mientras se te ofrece gratuitamente, después correrás detrás de ella, pero no la podrás alcanzar.“Visita a unos amigos. Anton Chejov. Texto incluído en “Un sendero nuevo a la cascada† de Raymond Carver
“Colibrí.
Vamos a suponer que digo verano,
escribo la palabra colibrí,
la meto en un sobre,
y la llevo colina abajo
hasta el buzón. Cuando abras
mi carta recordarás
aquellos días y cuánto,
cuantísimo, te quiero.†Un sendero nuevo a la cascada. Raymond Carver
Siempre vuestro, Dr J.
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- [Antón Chéjov | Wikipedia]
[Raymond Carver | Wikipedia]
[Taganrog Gymnasium for Boys | Imagen]


He mitigado el dolor con el silencio. La oración es un vómito de expresiones vacías, si tú no estás. Pestañas de sal a cien metros de un beso. Tu indecoroso destierro a cien metros del paraíso. Llueven corazones de manzana en las calles del desvelo. La humillación deja frutas por pudrir, y se parece cada día más a la renuncia de los sentidos. No me comprendas, aparta de tus días esa atroz soledad y ámame sin remilgos. Obedece al destino de los dátiles a cien metros del sufrimiento de los aún por derrotar. El amor de los vencidos queda a cien metros del paraíso. Cómodo en tu abrazo, bebo a tragos largos el veneno de una muerte. Doncellas que preparan comida fría, han mutilado su experiencia por falta de propósito. Aunque tus músculos predicen el futuro de tu carne, hace tiempo que escogiste el camino de la ansiedad. Aún puedes reclamar tu tiempo en esa oficina que queda a cien metros del paraíso. Me sitúo frente a una estatua de cera con los pantalones bajados hasta los tobillos, con dengues hago asco a las comidas. El vino calma mi frío y mi vergüenza, pero no detiene las lágrimas que brotan insolentes de mi anómalo ombligo. Como un indio viejo y ciego que mira la radio, ya no busco mi libertad sino tu consuelo.
No mi soledad, sino tu compañía. No el paraíso, sino el paraíso contigo. Una vez elegido lo que queda, somos ángeles sordomudos con experiencias suicidas, con muñones en la espalda donde hubo frágiles alas que empezaban a pesar. Aprendimos a rodar por caminos estrechos de luna y carbón. Cuando llueve no sólo se mojan las calles. En doctrinas perdidas hace tiempo, contemplo la lluvia. El que contempla, a veces sonríe y casi siempre calla. Las palabras derriten los sentidos. La noche es un accidente. Las urgencias permiten batallas de huevos, consuelan heridas mal curadas que terminan por matar, y confunden lunares oscuros con sarcomas de Kaposi. Se acaban las reservas de manzanas. Las algas no nutren como la carne. Los círculos de tiza que encerraban a la bestia, ya se han borrado bajo esta incesante lluvia. Y la lluvia no cesa a cien metros del paraíso. Alguien nacerá para terminar lo que tú no has hecho. 
Llevo veintidós horas sin dormir. Veintidós horas viendo enfermos. La fiebre de hoy aún no se ha ido.
El celador se lleva el cuerpo, la familia le sigue con la cabeza agachada, buscando el hombro del hermano que hacía tiempo no abrazaba. Se cierran las puertas del ascensor que baja al lugar donde se juntan los cadáveres. Camillas frías de futuros esqueletos. Los encargados del turno de limpieza se desperezan para hacer de nuevo la cama. Se limpian las sábanas recién sudadas, se limpia la cama recién abandonada, se limpian los cristales y las ventanas se abren por si el alma quiere escapar. La enfermedad se contagia, se agazapa, se arrincona y arremete en el momento más inoportuno. Dónde voy yo, adónde te fuiste tú. Perdido por esas calles de piedra carmesí, con tu nombre mordido en mi hombro. Palidecen algunos gramos de levedad. Las horas se suceden y aquí no ha pasado nada. Yo observo insomne el trasiego de fregonas y batas. Un nuevo enfermo espera para descansar en la misma cama. La gente termina sus turnos, yo no termino de dormir. Luego a pasar planta. Luego a casa. A la compañía de mi casa en soledad. Coltrane me mira intrigado. Dónde estarás tomando café, a quién le sonreirás. Salgo a gastar mi sueldo en libros que digan cómo continuar, cómo aprender a perder una y otra vez, bajo la lluvia con maletas de cartón pintadas de betún. Sin un te quiero, te quiero, pero no quiero que me quieras demasiado. Cuatro horas de ruinas y despeños. Hay cristales rotos de vino ácido crujiendo entre mis dientes de animal. Las ranas que saltan sobre la luna han aprendido a predecir los diluvios, pero los charcos no sólo se forman de lluvia. Te recuerdo sin saber que con uno de tus besos se puede fundar una ciudad.