Entonces Llega la Noche

Rafael Cansinos Assens

Entonces llega la noche. Las sombras habitan los pasillos de las escuelas, los pasillos de los hospitales, los cuartos de las casas vací­as, las esquinas de las calles que dan a parar a la plaza. Las sombras desnudan a las almas y las dotan de una verdad incierta que tiembla como la luz de una antorcha. Aúllan los silencios, crujen las maderas de las iglesias, las vigas de los techos, las velas de los barcos que acaban de atracar. Y las tabernas acogen a los desheredados, a los noctámbulos e insomnes, a los que no tienen nada que perder ni que ganar. Los enfermos miran por las ventanas y pierden la vista con la luz amarilla de las farolas, viajan lejos y vuelven sólo interrumpidos por estruendos de sirenas. Los locos y dementes pulen en la noche piedras preciosas que sólo se pueden ver a esa hora, y que regalan en sueños a amores perdidos. La noche permite fumar en los balcones, besar en los portales, dormir en los bancos de una piedra de mármol. La noche acorrala la soledad y la invita a beber de su mano. La noche nos deja estudiar buscando en las letras los trazos de una ciencia profana, descansar tras otro dí­a desgastando la vida, seguir trabajando de noche en la obra de la noche. La noche es una ciudad de estructuras horizontales. Paren las fértiles hembras sujetas a las mareas del mar y la luna. La noche acoge el llanto de una crí­a y el desvelo de sus padres. La noche se desviste en impúdicos abrazos cuando la sed es propicia. La noche aguanta el asedio de una atroz batalla en los muros de la fortaleza. La noche es virtud y es inocencia en los labios que buscan tu nombre. La noche aturde con su neblina esférica de opiáceos y planetas, se perfuma de olvido, una elegí­a amarga de un engañoso sueño es la noche. La noche es un burdel o un vergel según por donde se camina. La ciudad acoge en la noche cuerpos y almas. Se entonan apesadumbrados salmos en un lenguaje tan antiguo y extraño, que ya no se entiende, y así­ se va la hora de la ví­spera. Los árboles roncan con el hálito del viento y la humedad de la tierra comienza a trepar por sus troncos, buscando sus ramas, queriendo llegar al filo de sus hojas para danzar en salto mortal hacia su dispersión. Los gatos ronronean ajenos a la idea del tiempo, rozando sus lomos con los bajos de un coche mal aparcado, buscando entre susurros el pelaje hermoso de una gata que conquistar. Las aves escrutan la indeterminada región que queda a mitad de camino del suelo y las órbitas errantes de los astros. En el campo crecen la hierba y los gusanos, cantan los despistados gallos que ansí­an la llegada del sol, ladran como perros los salvajes y los asesinos. En la ciudad los camiones de la basura interrumpen una melodí­a de Miles. La noche disimula los cuchillos, las lágrimas y las despedidas.

La noche no es perfecta porque no lo necesita, porque es en cada lugar única y precisa. Un candelabro de siete brazos alumbra a los que quedan despiertos y vestidos, buscan luces artificiales para ver. Muchos poetas dicen que con la noche se ven mejor las estrellas y la luna, persiguen la oscuridad para ver luz dentro de ella, encuentran contrastes en lo oscuro. Sin embargo hay quien piensa que la noche no necesita de luz, que la noche con la oscuridad se basta para ser entendida. El deseo humano envilece, y cuando uno posee a alguien, aunque tan sólo sea por amor, siempre tiene un sutil sentimiento de desprecio, como quien desprecia lo distinto, lo pasado, lo poseí­do. Por eso los que persiguen en la noche ver mejor las estrellas, desprecian al mismo tiempo luz y noche. Sin embargo, el que ama las sombras por lo que son, comienza a ver a través de la noche, comienza a entender los silencios de las almas descalzas que hablan con media voz. Así­ se desnuda una carne. Así­ la noche es un desierto o un jardí­n. Entonces llega la noche.

«Como los que no tienen nada que esperar de la aurora, me he hundido para siempre en la noche y ya no cuento sino con temor las horas que tarda en cantar el gallo matutino; las horas que preceden a aquella en que la tierra cruje de nuevo con dolor bajo los rudos pies de la mañana. Y todos mis cantos son para la noche; para la noche, dulce y compasiva, hermana de todas las drogas que procuran el olvido, dulce aún para los que velan, y rica, aun para los que velan, en sueños prodigiosos.»

(El alefato de la noche; perteneciente al libro de Rafael Cansinos Assens, El Candelabro de los Siete Brazos. Publicado en 1914, a sus treinta años, por este sevillano, educado en los escolapios, judí­o converso y traductor del Corán y las Mil y Una Noches. Maestro de Borges, poeta y vividor. Dedicado a los insomnes).

Siempre vuestro, Dr J.

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El Invernáculo

invernaculo.jpgEntro con cautela en busca de un raro ejemplar. El clima es cálido, cercano a los 27 grados del trópico. Especies hay miles. Especies mezcladas como en los albores de los tiempos, como encontrar en los Urales troncos torcidos de palmera, como encontrar peces de escamas calcáreas entre las dunas de un desierto. Andar por entre su arbórea y variada vegetación, es como viajar por estaciones y espacios. Hay plantas como vestigios de una civilización. Hay plantas que traslucen sus secretos quí­micos, savia de una farmacopea entregada al consumo humano. Plantas que ennoblecen la vista, el gozo de una inteligencia sedienta de hermosura. Plantas para la meditación y el espí­ritu. Plantas para reconocer el cosmos, para explorar la naturaleza, para descubrir los enjambres de las últimas floraciones, para descubrir con lo observado la composición del mundo, para descubrir en el interior del hombre el reflejo de los paisajes celestes. Viajes. Dependencia mutua entre naturaleza y humanidad. Plantas cultivadas en otras épocas, ofrecen sus secretos con humilde cautela. Extender la mano y tocar para darte cuenta que cada perfil es único. Pronto se puede ver que este invernáculo es un ecuador, que en tan poca extensión no se puede albergar mayor variedad posible. Aquí­ un hombre puede considerarse un ciudadano del mundo. Cada hoja es un recreo para la imaginación. De un vistazo pasas de la uniformidad de las llanuras áridas, a la fecundidad de las tierras tórridas. Algas de las profundidades abisales, lí­quenes de las altas cordilleras, hongos de las zonas umbrí­as, parras soleadas de la campiña. Flores crecidas bajo las constelaciones del sur, bajo los nublados de Magallanes, en las orillas de Asia, en las costas del polo ártico. Agrupadas o dispersas, conviven en fantástica hermandad. Esconden las pesadumbres del hombre y sus remedios, los sentimientos y pensamientos de una humanidad joven que empieza a reconocerse bajo la luz del faro que alumbra el mundo. La ciencia crecida sobre la energí­a electromagnética y aprovechada para hacer crecer nuevas plantas en domésticos invernáculos.

¿Qué desea? Pues verá, mi mujer es una gran aficionada y desearí­a algo novedoso para regalarle. Su cara escruta entre las hojas, encuentra tras un paseo algo que pueda serle de su agrado. Se lo entrega. Es algo atrevido, comenta, pero creo que le gustará. El cliente sale y yo me acerco al guardián de invernáculo. Al reconocerme me saluda con gesto sobrio y cómplice. Advierte mi afeitado y me lo comenta. Le pregunto por esas plantas de la noche de San Petersburgo, sonrí­e, mira en la mercancí­a recién entregada y me responde con toda cordialidad que el enví­o está en camino. Charlamos, hoy está algo más triste, mascando fracasos ajenos que uno nunca puede solventar. Esta noche ha dormido poco, como casi siempre. Me mira. Es alto. Saca dos ejemplares tras el mostrador. De momento ten esto, ya lo iba a reciclar. Me acerca los dos tomos en edición facsí­mil del tratado de Humboldt, “Cosmos†. Lo acojo en mis manos y a la bolsa. Le invito a un café. Acepta. Abandona por un momento su hermoso invernáculo y salimos a una terraza soleada que hay en la plaza. Hoy ha pedido un zumo de naranja. Es mi librero.

“La naturaleza es el reino de la libertad, y para pintar vivamente las concepciones y los gozos que de su profunda contemplación emanan, serí­a por lo tanto preciso que el pensamiento humano pudiese revestir, también libremente, las formas y la elevación del lenguaje dignas de la grandeza y majestad de la creación.†

Cosmos, o ensayo de una descripción fí­sica del mundo. Alejandro de Humboldt, Berlí­n 1769-1859

Siempre vuestro, Dr J.

Crí­menes Ejemplares

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La nacionalidad no influye demasiado en la forma y la ejecución del asesinato, aunque existen ciertos matices geográficos que pueden influir en los motivos. No se mata por un plato de menudo en los puertos de Oslo, ni a un mulato oscense por ser de Vinaroz. Se mata a un señor por comer como un cerdo, y mondarse los dientes de una forma insistente y subversiva, que es un insulto a toda regla de educación escrita. Se le mata con un cuchillo entre las mismas encí­as, y luego se va bajando hasta abrirlo en canal. Un barbero mata a un cliente de barba tupida porque no soporta los granos y el hirsuto tiene uno debajo justo del gaznate. El modo enfermizo en que algunas personas remueven el café, es motivo para encañonarlas con una pistola del calibre 38. Un dentista que disfruta fresándote las muelas, merece un pincho en la entrepierna. Sudar demasiado en el autobús, con una camisa de cuello mugriento, es motivo para ser empujado a la carretera, con la boca abierta. Se mata por un libro, por una idea, o incluso en sueños. Por unos pañales, porque no te toca la loterí­a, por ser feo hasta el lí­mite, por rumiar, por no soportar el terciopelo, por Dios, por no poder dormir, por no poder amar, por ser más fuerte, por ser menos listo, por pisarle a un zapatero, por llegar tarde y silbando, por no recoger los excrementos de un perrito, por estar casado, por tener una pistola, por olvido, por descuido, porque a veces duele mucho el estómago, por tener un cuello demasiado largo, porque la paciencia (aún con los pacientes) tiene un lí­mite.

Hay razones cotidianas y relativamente absurdas, que conllevan a cometer crí­menes ejemplares. No hace falta urdir una venganza, trazar un plan minucioso para asesinar a unos amantes lascivos. A veces sólo hace falta un impulso para poder atravesar esa lí­nea de papel que separa lo correcto de lo incorrecto, el tú del yo, con un cuchillo de cocina o un golpe en la mollera. La muerte se convierte así­ en un hecho vulgar, intrascendente, pequeño y ridí­culo, liviano. Se desdramatiza y es inmediato, antes y ahora, respira y ya no respira, antes discutí­amos y ahora ya no. No se discute con Dios, tampoco se intenta descubrir al hombre. Se mata dejándose arrastrar por un sentimiento, se mata por ingenuas verdades. A veces se necesita algo más que un fuerte sentimiento para poder empuñar bien el arma y que no te tiemble el pulso. A veces el hombre, para poder llegar a sus lí­mites, necesita del vino, el mezcal, ciertos honguitos, el dinero, el odio, la desilusión, un plato de comida o un polvo en el puticlub de la Esperanza. A veces ni siquiera la inmediatez del acto es reconfortable, y se reconoce el fracaso como el signo del hombre moderno. Somos lo que somos, y no lo que pudimos ser. Nunca hemos estado tan cerca de tenerlo todo, y a la vez tan cerca de quedarnos sin nada. Tal vez sólo seamos una mala cosecha. La monotoní­a es otro crimen. Todos hemos matado sin darnos cuenta, y tal vez no haya sido la primera vez.

Max Aub (Parí­s 1903, México DF), republicano, deportado, ensayista y pulcro sociopolí­tico, terminó este tratado sobre los crí­menes cotidianos en México, en 1956. Buena ciudad para hablar del tema. No tiene un aire moralista, sino cierto sentido del humor siniestro y negro y un tono realista que te hace estremecer. No hay orden, sólo están algunos ejemplos de lo que un crimen puede llegar a ser.

«Le pedí­ el Excelsior y me trajo El Popular. Le pedí­ Delicados y me trajo Chesterfield. Le pedí­ una cerveza clara y me la trajo negra. La sangre y la cerveza, revueltas, por el suelo, no son una buena combinación.»

Crí­menes Ejemplares. Max Aub

Siempre vuestro, Dr J.

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Guerra en Manchuria

Opium poppy harvest in north Manchuria

Lo peor no fue que se me rompieran las gafas, mi visión nocturna tan sólo empeoró un poco. Hací­a frí­o en esta primavera. Baudelaire, descontento de todo, andaba descalzo sobre botellas rotas de vino seráfico, atravesando las llanuras desiertas de la desilusión. Mi mente continuaba murmurando una metódica canción de Coltrane. Una mujer dejaba su melena hundirse sobre un vaso de absenta verde náusea. Como un sueño de monstruos, la luz luchaba por erizar su piel. Nuestros ojos deformes jadeaban bajo las estrellas de una órbita estéril. Un veredicto glorificaba al abuso de claridad etí­lica. El mar se intuí­a violeta debajo de un chupito de güisqui, y el sol poniente desenterraba ciudades escondidas. Bailábamos sin cristales en los ojos y contábamos nobles historias sobre verdugos golosos, marineros devotos de la virgen y un cisne atrapado en una jaula de fieras. Historias de pájaros nocturnos con jeringuillas debajo de las alas, cantos rodados por las ví­as de un tren azul a través de carreteras desoladas, sobre caballos desbocados en el pantano del Negratí­n, sobre pirañas en los lavabos del corteinglés… y el corazón pugnaba por seguir latiendo en su arritmia alcohólica. El flamenco se esforzaba en convertirse sin éxito en música electrónica. Dandys de cara barbilampiña discutí­an con hombres canosos sobre el tiempo y la velocidad, Huxley y sus puertas. Entonces llegó la honestidad, reconocí­a a mi corazón enfrentado de nuevo al abismo de una noche sin olivos. Colores de libros viejos y olores de cebolla confitada en mi boca depapilada por el exceso de humo y calor. Nadie se atreví­a a hablar de amor tan cerca del cielo. Le estaba tomando gusto a pernoctar a cien metros del paraí­so. La rosa de los vientos se teñí­a de un color azul mí­stico. Alguien escribió un manual para darle cuerda a un reloj, pero no para enamorarse de mi. Una vez identificado el deseo, debí­a abandonarlo, abandonar el apego, ahorrar energí­a y centrarme en respirar para no agotarme y caer. Pero el desequilibrio ya estaba en mis costumbres, plagado de errores, hablando con ansí­a del desconocimiento, perdido en el olvido de los placeres venéreos. Abandonar el ego de un cerebro quemado para abrirse al cosmos a través del silencio, no es una fácil tarea. Conciencia de la austeridad. Necesidad o deseo. Baudelaire no sangraba y seguí­a bebiendo, con sus ojos como espejos gemelos plagados de un don profundo. La sabidurí­a supeditada a un yo, se debilitaba y nos adormecí­a bajo el terror de la insatisfacción perenne. Qué bello es el cuerpo sin adornos, perfumado con mirra. El genio de mi obstinación se empeñaba en seguir bebiendo. Mis gafas no importaban. La chica tampoco. Vosotros seguí­ais allí­, sonriendo satisfechos bajo el arrullo de mis cuentos de viejecitas. El estómago escupió la cebolla confitada y guardé sólo vuestras palabras. No habí­a cojones de tenerme en pie. No ligaba ni dos pensamientos seguidos. Seguí­an saliendo trenes hacia Tokio. Al llegar la aurora, el mar se volvió violeta y las charcas se sublevaron en contra de las ranas. Los ángeles que padecen porfiria, estaban curando a los que perdí­an sus alas por la contaminación del mundo. Ni siquiera ellos podí­an llegar a saciar tanto amor. El sueño es tan real como lo real, sobretodo si se sueña en viñetas.

Lo peor no fue que se rompieran mis gafas, lo peor fue saber que seguí­a la guerra en Manchuria.

«Tendremos lechos llenos de ligeros olores,
divanes tan hondos como tumbas,
y en los estantes insólitas flores,
abiertas para nosotros bajo cielos más bellos.

Empleando a porfí­a sus últimos ardores,
nuestros corazones serán dos grandes antorchas,
que reflejarán sus dobles luces
en estos espejos gemelos que son nuestros espí­ritus.

Una tarde hecha de rosa y de mí­stico azul,
intercambiaremos un único relámpago,
como un largo suspiro colmado de adioses;

y más tarde un íngel, entreabriendo sus puertas,
vendrá a reanimar, fiel y gozoso,
los espejos turbios y las llamas muertas.»

La muerte de los amantes. Las Flores del Mal, C. Baudelaire

Siempre vuestro, Dr J.

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El Monje sin Habla

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Somos seres anfibios, seres que respiran de distintas vidas en un mismo universo. Crecen cada dí­a nuevas flores que mueren como viejas células de carne, y se acrecienta la ceguera de apreciar cómo tañe la música en las esferas de ese mar perdido donde fui a buscarte. El delirio del ángel acaba de abolir la civilización. La libertad ha sido revaluada. La renuncia permanente a todo permite crecer con la certeza de que cada paso será el mejor. La libertad de ser libres de nosotros mismos, de ser solamente lo que somos. Hay pureza en las amebas transparentes que se arrodillan bajo tu nombre, más allá de un dí­a lupufrénico y extrapiramidal. Hay sordos con amusia congénita que pueden meditar con Dios en el silencio. La indeterminación es el caos donde se encuentra la unidad. El azar es el pseudónimo de dios (Anatole France). La renuncia a la mortalidad se apoya en la humildad del silencio, como el vuelo de una mosca sin pretensiones nos enseña las imperfectas maneras que tenemos de conocer el mundo. Como el Hiperión de Hölderlin, perdido en la absoluta belleza, supo que el hombre era un dios cuando soñaba y un mendigo cuando reflexiona. En el estado de escucha, la ola es el mar y el vuelo de la libélula el inicio de la primavera. La vacuidad, el despojo de sentido y posesión, es el paso a la meditación. Vaciar una jarra para llenarla de nada. La palabra primera se escucha desde el silencio de la noche oscura. La ciencia observa y comprende el disfraz del desconocimiento, pero cómo debatir la experiencia mí­stica, cómo medirla, cómo comunicarla. «Si pudiéramos hallar un lenguaje en el que mente y materia se contemplen como pertenecientes al mismo orden, resultarí­a posible examinar inteligentemente esta experiencia. Aquello que percibimos como partí­culas separadas en un sistema subatómico, en un nivel más profundo de la realidad son meramente extensiones de un mismo algo fundamental, que resulta difí­cil de describir…» (David Bohm). La experiencia mí­stica no tiene lenguaje, su expresión es el silencio. La tortuga verde os muestra el perfil anónimo de la entropí­a. La alondra de Satori es la imagen de la iluminación.

Bangkok, 10 de diciembre de 1968. Thomas Merton, considerado como uno de los pensadores más valiosos del siglo veinte, monje trapense con voto de silencio y cultivado en la ví­a mí­stica, asiste a una conferencia de diálogo interreligioso. Su acercamiento al budismo le ha granjeado crí­ticas duras y enemigos feroces dentro de la Iglesia. No sé cómo pasó, pero un ventilador de aspas de la general electric le segó la vida con el absurdo beso de la electrocución. Su amigo Ernesto Cardenal, cura revolucionario del movimiento sandinista y representante destacado de la llamada Teologí­a de la Liberación, llora su muerte y le regala unas coplas donde la muerte es una divertida puerta que toda nuestra vida nos hemos preparado para abrir. Poesí­a mí­stica de Merton, poesí­a mundana y revolucionaria de Cardenal. Ernesto quiso fundar una comunidad contemplativa en la isla de Solentiname con su maestro Merton. La comunidad hoy dí­a sigue en pie como referencia de arte cultural indí­gena. Desde allí­ el mar debe tener el color de un buen Daikiri. Los cisnes cantan antes de morir. Merton abandonó su Abadí­a del Cí­ster de Nuestra Señora de Gethsemaní­, en Kentucky, para morir en Asia. Los siete cí­rculos se cerraron en aquella tienda de Bangkok. En su último diario, unas fechas antes de morir, escribió:

«El nivel más profundo de comunicación no es la comunicación, sino la comunión. Sin palabras. Más allá de las palabras y más allá del lenguaje y más allá del concepto. No es que descubramos una nueva unidad. Descubrimos una unidad antigua. Mis queridos hermanos, nosotros ya somos uno. Pero imaginamos que no es así­. Y lo que hemos de recuperar es nuestra unidad original. Lo que hemos de ser, es lo que somos.»

El diario de AsiaThomas Merton (1968)

Siempre vuestro, Dr J.

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    [Thomas Merton | Inglés]
    [The Thomas Merton Foundation]
    [Los Poemas de la Locura | bruto]
    [Imagen original | Wikimedia Commons]