Aguardo en mi oasis la llegada de las estaciones. El tiempo circular que sólo aprecian los niños y los viejos de carnes descuidadas y blandas como yo. El imperio se extiende y teme la caída de sus fronteras. Llegaron soldados dispuestos a descubrir en los bárbaros el enemigo. Expediciones para traerlos a la ciudad, encadenados, en fila, con un aro que unía sus manos a las mejillas. La tortura consigue que el dolor sea la única verdad que uno recuerda.
Las expediciones aumentaron en número, como los soldados. Mi puesto de magistrado ha sido suplantado por una espada y un fusil. Al irse el general de gafas oscuras, refugié en mi cama los pies rotos de una joven mujer bárbara. Mis baños de aceite sobre su cuerpo torturado, mis manos sobre sus muslos, sus deformados tobillos, sus ojos quemados sustituyeron a mi pene flácido en su vaina de carne y sangre. La cuidé y la amé, pero no como a las otras jóvenes de la ciudad, dispuestas siempre a mi servicio.
Antes de la primavera, con las últimas ventiscas en camino, organicé una expedición con tres soldados y un guía para devolverla a su pueblo. Cuando volvíamos ya sólo recordaba mis manos untadas de aceites, pero su cara se deshizo como las huellas sobre la arena. Este inhóspito desierto se cobró un par de caballos, mi memoria y mi cargo. Al regresar fui acusado de traidor. Robaron los testigos de madera que yo rescaté al desierto con costosas excavaciones. Cuando la guerra creada por el miedo del imperio a desaparecer se alargó, la ciudad fue abandonada.
El desierto tiene sus ritmos, y los bárbaros no tienen prisa. El agua es más salubre cada día y las cosechas se arruinan. Mi deseo ha vuelto en el momento más inoportuno. Yacer con una joven ya no me cura, ellas ya no me aman, ya no fingen su desprecio por mi olor. Cenizas enturbian miel. Sueño con una niña que juega en la nieve. El desierto avanza y el hombre se esconde. Queda elegir la forma de morir, salvaje, entre las cañas del pequeño lago, cazador de liebres, durmiendo en las ruinas de un templo que la arena sepultó, esperando que el sol tropiece con mi soledad. Lejos queda ya mi cama, mis amigos de ajedrez y mi bata. La noche llega y el sueño también. Soledad. El león muere cuando se hace vegetariano.
«¿Por qué no podemos vivir en el tiempo como el pez en el agua, como el pájaro en el aire, como los niños? ¡Los imperios tienen la culpa! Los imperios han creado el tiempo de la historia. Los imperios no han ubicado su existencia en el tiempo circular, recurrente y uniforme de las estaciones, sino en el tiempo desigual de la grandeza y la decadencia, del principio y el fin, de la catástrofe. Los imperios se condenan a vivir en la historia y a conspirar contra la historia. La inteligencia oculta de los imperios solo tiene una idea fija: cómo no acabar, cómo no sucumbir, cómo prolongar su era. De día persiguen a sus enemigos. Son taimados e implacables, envían a sus sabuesos por doquier. De noche se alimentan de imágenes del desastre: saqueo de ciudades, aniquilamiento de poblaciones, pirámides de huesos, hectáreas de desolación.»
Esperando a los bárbaros – J. M. Coetzee, 1980.
Coetzee. Premio Nobel de literatura en 2003. Sudafricano. Testigo del apartheid. Nos cuenta en forma de relato la crueldad de los imperios, la necesidad de tener alguien contra quién luchar, a quien culpar. La máquina que destroza al individuo. Y el amor, el sexo, la vida que se reivindica por sí misma en cada tarde de espera. Incluyo el final del poema de Kavafis (1904), alegórico y hermoso, a orillas del mediterráneo tan cerca del desierto.
«Porque ya es de noche y los bárbaros no han llegado.
Y algunos recién venidos de la frontera
dicen que ya no existen bárbaros.¿Y qué vamos a hacer sin bárbaros?
Esa gente era una especie de solución.»C. P. Kavafis (1863-1933)
PD.- Gracias al Sr Taliban por sus últimas recomendaciones.
Siempre vuestro, Dr J.