Hace unas semanas mostré en una sesión clínica la experiencia vivida hace varios meses en el trópico boliviano. El parque indígena Isiboro Sécure, en la provincia del Beni, la amazonía boliviana. Hablé de nuestra expedición sanitaria en la posta de Vinarasirare (donde venimos a sanar). Asistieron médicos un poco desconcertados ante el título y el desarrollo de la sesión. No ayudó verme vestido de machetero con mi sol de plumas intentando imitar el baile de los guacamayos al atardecer. Estabas allí, entre las imágenes y más cerca del recuerdo que de mis días, con la margarita de la isla del sol brillando en la pupila. No me extendí. La exposición fue pulcra, pero bañada de las sombras de mi subjetividad. Ahora ofrezco a los lectores de este anómalo espacio las reflexiones que escribí, así, a pelo, sin anestesia. Hoy no hay tiempo para alargar las horas de la anochecida.
1.- El indígena y la enfermedad:
El indígena no tiene concepto de enfermedad crónica. La enfermedad se cura o te mata, pero no conciben que tenga que vivir contigo. Es algo divino, trascendente, ajeno a tu voluntad. Los pacientes compran remedios para la tensión, la artritis, la diabetes… un mes y luego se olvidan. Muchas veces no hay plata, pero ese no es siempre el problema. El indígena vive al día, y su concepto de eternidad es distinto. Cuentan los más viejos que hubo un día que duró varios siglos, y varios años transcurrieron en un segundo. Quién sabe lo que pasará mañana.2.- El indígena y el humo:
- La casa del indígena tiene su centro en el fuego, alimentado por brasas, encendido día y noche. Así calientan el caldero, el chocolike con agua, el arroz, la chicha… Y el humo envuelve la estancia. El humo no se escapa porque no hay ventanas. El humo se condensa y embriaga. Así el humo te aclimata y te aleja del exterior. Te encierra en su centro, te atrapa. Cerca corretean los chanchos y las gallinas. Un casco de tutuma hace las veces de vasija. Tirado todo por el suelo, el humo lo limpia todo. Las camas se sitúan junto a la puerta. El humo sale, se renueva, bebe de su fuente para dejar paso a más.
3.- El indígena y la ebriedad:
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Como decía Michaux, el indígena se deja vencer por la bebida. Si decide beber, lo hará durante días. Se encierra en una cantina, solo o con amigos, y se entrega a la ebriedad. No se levanta de la mesa hasta que apenas le quedan fuerzas para caer al suelo, con los brazos en cruz, sobre la tierra mojada de orín y chicha. Dejan todas las botellas vacías y sordas. Se entregan a la ebriedad, se dejan vencer por ella. Es su vía mística, su método para conocer los lugares anómalos que quedan detrás de las estrellas.
4.- El perro y el Camba:
El Camba es el indígena de la región del Beni. Su modo de adaptación al medio es impresionante. Da igual la lluvia o el calor. Utilizan lo que crece de la tierra para comer, vestirse, refugiarse, sobrevivir de una manera cotidiana y diaria. No se preocupan de nada más, tienen lo suficiente. El concepto de desarrollo es un concepto impuesto. Ellos se comparan a los perros. El perro y el Camba saben llegar a cualquier lugar, saben vivir en cualquier lugar, dicen.5.- El amanecer, los bares y los gallos:
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Gallos y ranas compiten en el amanecer para despertar al pueblo. Lo hacen porque a esas horas ya cierran los karaokes y los bares trasnochadores. Les gusta la música alta, cualquier ruido. El ruido es un silenciador de las palabras del corazón, de los muelles internos de la insania, de las palabras huérfanas de nuestra mente huérfana. El ruido acompaña. La selva nunca calla y la ciudad nunca escucha. El ruido es un concepto importado que han adoptado con facilidad.
La verdadera patria del hombre no es el orbe puro que subyugó a Platón. Su verdadera patria, a la que siempre retorna luego de sus propios ideales, es esta región intermedia y terrenal del alma, este territorio desgarrado en que vivimos, amamos y sufrimos†.
Ernesto Sábato
Siempre vuestro, Dr J.
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El hombre de tiza explora las regiones durmientes del atardecer con un ojo de águila y otro de pichón. Ha abandonado la tierra de los brujos grises que enseñaban a los niños el valor de omega y las órbitas errantes de los astros en plataformas minerales. Camina descalzo sobre tierras de arcilla roja. Ha tenido que escalar con sus tristes manos estratos de tierra sobrepuesta de cien en cien y de mil en mil años. Ha dejado marcas de sangre blanca y caliza en la pared vertical que le separa de la meseta donde está ahora. Aunque durante un tiempo buscó las sombras como si fuera un hombre de mantequilla, ahora busca la luz del día y también de la noche. Ha comprendido que en la oscuridad sólo hay oscuridad, y nada más. Sabe que ha dejado atrás más preguntas que respuestas, más cera que velas encendidas en el día de todos los difuntos. Abocado al exceso de ebriedad y neblinas esféricas, bebió el último trago de mezcal y capturó en sus dientes la sangre momificada del gusano del maguey. Del insecto digerido, como una luz, entendió que los que abandonan tu vida dejan de crecer, permanecen en el formol de tu memoria como uno quiere, sonrientes, dichosos, inocentes con un pájaro entre los dientes, distantes, tristes, inolvidables, en pijama bebiendo vino en la última noche del mundo… arrugando el tiempo con sus manos pero sin crecer, como los muertos. Ha coleccionado guerras perdidas. Se ha despedido de su pueblo y ha dejado en la portezuela de la farola las llaves de su casa por si algún día debe regresar. Ahora en la meseta, el sol ya se ha ido y bajo un arbolito, ni muy grande ni muy chico, va a recostar su cabeza. Una pesadilla le persigue, sueña una pizarra que lo desangra, y no se atreve a ver lo que su cuerpo enflaquecido por el abuso deja escrito en ese fondo verde. La pesadilla será no haber escrito algo bonito. Luego sueña con la mujer de luna y se siente puzzle en sus manos mordidas, piensa que hay ríos caudalosos y poco profundos. Se le erizan las cañas y crecen flores calizas de luna en la superficie de una tierra en ciernes que con su fecundidad confirman una vehemente fornicación. Por la mañana, se siente solo y de un trozo de sus piernas, crea una compañera de viaje. Con dos piedrecitas de oxidiana le pone ojos a su cara siempre atenta. Dos espinas de rosal son sus orejas puntiagudas. El rabo lo forma una ramita de romero, y su lengua tiene el color de una cereza. Con un poco de su aliento carbonatado le da vida a sus cuadrúpedos andares. Prosigue su camino a través de la meseta, no camina por seguir su destino, sino para no dejar de andar. No espera nada, ya lo ha esperado todo. No espera, sólo camina. Su can de tiza le sigue sin despistarse, con su resuello cálcico deja nubes de polvo blanco que se dispersa en el aire amarillo de este desierto que forma la meseta. Después de haber superado el dulce abismo, camina en una tierra virgen de ruinas y renuncias con un perro a sus pies. El calor le está haciendo desfallecer, con cada gota de sudor pierde parte de su escasa anatomía. Su pequeño galgo también se pierde poco a poco. Suavemente mira hacia atrás y ve su rastro blanqueando el pasado. Al menos está limpiando el suelo, al menos está dejando rastro, al menos no lo ha partido un rayo enmohecido. A punto de desaparecer llega a un lago rodeado de palmeras. El agua le refresca, le disuelve y decidido a no volver, se decide a desaparecer. Su perro le mira con toda la ternura del mundo, lame el líquido elemento espesado por su sangre blanca y siguiendo una ley atávica de noble lealtad también se confunde en la misma agua. Desde arriba varias aves de rapiña que han seguido sus pasos, se vuelven decepcionadas por el frustrado banquete de mendigos. Mendigo de la luz encontró el agua. Mendigo de respuestas se disolvió en una pregunta. Mendigo de amor se dispersó en la ausencia de las esferas no creadas, con todo lo aprendido por aprender, con todo lo perdido por perder, con todo lo amado por renacer. En su pueblo alguien encontró una llave y vio su nombre escrito con tiza en la pizarra de su casa. Ahora los maestros cuentan su historia, la del loco que se fue del pueblo y murió agotado más allá de los límites de lo razonable. Pero nadie ha podido nunca dar aliento a un perro, ni darle la vida. Aún así, los maestros en su afán de disciplina, enseñan en las pizarras el cuento del pobre hombre de tiza para que ningún muchacho de arcilla se le ocurra abandonar nunca esta provincia.
Del perfil de un rey se obtiene el perfil de un pueblo. Del perfil de un maestro se dibuja el perfil de la mueca de un niño detrás de sus libros. Del perfil de una montaña, se obtiene el perfil del mar. Disperso, de tu perfil se obtienen los silencios de la noche y el silbo de los pájaros que te encierran en su círculo del cielo. Siguiendo a un burro encontré un pueblo. Siguiendo tus pasos encontré un desierto. Escritura ficticia de orillas dispersas. Confuso, en los tiempos de la furia, busqué cobijo bajo el volcán. Ni que decir tiene que la bruma de brasas calcinó mis pulmones, y mis ojos se incendiaron en ausencia de ti. Maravilloso jardín de cenizas, era el paraíso perdido de los elefantes y sus enigmas. Del perfil de la lava se obtuvo el perfil de las cosechas. Del perfil de las tinieblas se obtuvo el perfil de la vida que reposa. En el insomnio de lo por fin desconocido, me atrevo ahora a plantarle cara al silencio.
Caminan los tristes de forma triste y a veces los ojos ya no sienten. Añoro el día que anunció en su perfil de muerte, la muerte de los días. Camina la noche en la línea rota de su sueño. Quebrada la espalda con mi semen blanco y rojo. A un lado el perfil violento del deseo, y al otro el nombre de una ausencia sin nombre. Nada más se obtiene de lo que ya no es un regreso, sino una decadente resignación. El perfil de lo que se fue. El perfil. El perfil de un humo impreciso exhalado donde dormitan los enfermos. Sueño perfiles salvajes donde habita la enfermedad. No soy culpable de descuidos, soy cuidador de sonrisas y mal hacedor de camas. El perfil de un barco es el perfil de un verso celador del insomnio. Alerta buscando estrellas en la tarde, veo el perfil de las estatuas congeladas de añoranza e infortunio. Del volcán escapé. De la lluvia no. Ahora noto cómo crece discreta en mi pecho una trompeta de oro. La vida se pierde a veces como el humo. Del perfil de mi trompeta surge el perfil de la tormenta. Esparadrapos de granizo, la multiplicación esconde la sangre de un pez. Al irte, de tu perfil se obtuvo mi perfil.
El cielo estaba nublado por los vientos del Atlántico. A vista de pájaro la ciudad de la Habana se antoja extensa como una mancha de cera derretida. Estaba atardeciendo cuando decimos ir a cenar a La Torre, un restaurante situado en la última planta de un pequeño rascacielos. La Habana estaba iluminada por mil lucecitas. En Cuba la luz no se va, sino que viene a veces, y esa noche las farolas iluminaban la ciudad perfilando el límite del océano. Tras la cena nos zambullimos en la noche cubana. El taxi era un moskovy ruso de los años setenta, con un hueco en el suelo por donde se veía las pisadas sobre el asfalto. Pero había buicks y algún cadillac. Los coches no pueden venderse ni comprarse, se heredan. Las piezas para su reparación sólo existen en esta ciudad que se perpetúa a través de sus moldes. El Gato Tuerto fue la primera estación. Un mojito escuchando boleros en la voz rota de una vieja mulata. De ahí al delirio habanero. Las jineteras se acercaban sinuosas, ofreciendo sin remilgos los secretos de su intimidad erótica. Se sucedían en su asedio, unos cuantos pesos bastaban para detener la batalla, una habitación alquilada en una casa sin puertas era el tálamo, antes de que la corneta del cazador sonase para romper la noche. Con sabor a Ron y salsa llegó el amanecer. Por la mañana merecía la pena recorrer la ciudad. Siguiendo el rumor de los bares que frecuentó Hemingway, tomamos un daiquiri en la Floridita, un mojito entre los grafitos de la Bodeguita de en medio. Desde la Terraza de Ambos Mundos, la catedral que imaginó Borromoni sobresalía con su baño de tejas. Las calles de una arquitectura imperfecta, huían de los vientos y buscaban la sombra. La gente se refrescaba en los portales de esta Habana vieja, conversando con pausa de las cosas que tiene la vida. En la plaza de adoquines de madera, compré un libro de Carpentier («La ciudad de las columnas») que me sirvió de tergiversada guía. Recorrí así de nuevo las calles, fijándome en sus columnas, sus rejas y sus medio puntos. Las columnas sostenían un barroquismo decadente, columnas de mil estilos que sustentaban aún los soportales de una ciudad que se cae a pedazos. Los balcones mostraban sus grietas como una boca mellada que sonríe, donde se asomaban las mujeres recién bañadas a escudriñar las calles. Los hombres en los zaguanes, guardaban la confianza de sus patios interiores. Las rejas no protegían de la luz, sino que disimulaban lo que no se esconde. Los medio puntos, eran acuarelas de cristales multicolores, que moldeaban la fuerza abrasadora del sol caribeño. Vestían al sol de verde, de azul, de naranja, para que entrase en las casas sin alterar sus silencios. La ciudad de la Habana es la muestra de una arquitectura andaluza, morisca, barroca. Es una mezcla de estilos, con casas increíbles, testigos de lo que un día fue la perla del caribe. Una ciudad abierta al mar por el Morro, con sus cañones apagados, que los españoles dejaron olvidados hace tanto tiempo. Un mar contenido por una muralla de siete kilómetros que forma el malecón. En este balcón del mar rompen las olas mientras los niños se bañan en las pozas de las piedras. Un hombre pesca y otro toca la trompeta con la mirada perdida en los barcos que tal vez no regresen nunca. Me fumé un puro en el malecón como despedida. Pensando en las cosas que dejé tan lejos, en el amor que se estrella como una ola contra la roca, me imaginé pirata de siete mares. Los bucaneros amaban esta isla. El tiempo ha dejado sus calles desconchadas y lo que fue ya nunca será. Un aire de inconformismo soplaba en el ambiente. Esto fue el fin de semana antes de que la televisión nacional comunicara que al Comandante se le habían roto las tripas. Ahora nuevos bucaneros se preparan para el abordaje. Me temo que la Habana está a punto de cambiar y que el último reducto del comunismo agoniza, se desangra por sus calles como el viejo comandante se desangra por dentro. Espero que el mar vuelva a limpiar esta ciudad de luces, barroca y decadente que está cansada de ser el sueño que fue.