De riguroso negro, su ropa contrastaba con su piel de ámbar y pasta de almendras. Sentada al piano, sólo tocaba una melodía cuando alguien se acercaba con una petición explícita. Ella miraba al cliente, cerraba los ojos y tras una pausa oblicua y magenta, alargaba sus dedos, finos como espigas de trigo maduro, hasta posarlos en las teclas marfileñas de aquel instrumento. Las notas se sucedían ágiles construyendo la tonada, dejando en el aire el aroma y la espuma donde bailan los naufragios. Cada nota, tras un extraño mecanismo, accionaba distintas espitas que vertían el contenido de coloridas botellas, situadas encima del piano, en un vaso de culo ancho como la panza de una breva. Al terminar la canción, el piano había construido un cocktail inspirado en el tema creado para la ocasión. Si la canción era triste, predominaba el bourbon o el tequila, si era amarga, la ginebra, el pomelo y la tónica, si dulce, la naranja con ron caribeño.
Curioso como un gato, me acerqué para pedir mi canción. Qué desea caballero. Una copa. De qué la quiere. De amor. ¿Amor a alguien o a algo?. A alguien. A quién, ¿su novia?. No, amor hacia usted. Esa canción es imposible. Pero la quiero a usted. Le digo caballero que esa canción es imposible.
Su mirada se nubló, como si una manada de caballos salvajes hubiera levantado tanto polvo como para ocultar el sol.
Disculpe. No era mi intención ofenderla. Cuando se está enamorado, uno se vuelve idiota. Ha sido un impulso y un error. No se preocupe, ¿Quiere alguna otra cosa?. Sí, una canción de sincera soledad.
Cerró los ojos, volvió a acariciar las teclas del piano con sus dedos tan finos como infinitos. Sus notas me exprimieron el alma. Me acercó un vaso con whisky de centeno, vermú rojo y dos gotas de angostura. Me alejé y lo bebí en silencio. De fondo se escuchaba Chloé, de Duke Ellington. Dejé pagada la cuenta con propina. Me largué sin dejar miradas de misterio ni sombras de compromisos.
A la mañana siguiente comencé con una extraña tos. Tras una semana sin alivio a pesar de distintos enjuagues y remedios, me observé con la boca bien abierta frente al espejo. Al fondo de mi garganta se apreciaba el tierno brote de un nenúfar blanco.
Volví al local de la pianista con la esperanza de verla y conseguir de ella una explicación razonable. Tardé en reconocerla, había envejecido veinte años en tan sólo ocho días. Seguía siendo ella. Su vida parecía ahora vacía, pero en lugar de tristeza, su rostro mantenía la expresión de quien espera la llegada de una estrella que tal vez llegue pronto… o quizá no llegue nunca.
Inspirado en “La espuma de los días”, de Boris Vian.
Imagen | Public Domain Archive
Soberbio, como siempre.
Me alegra mucho que reactivéis la página.
Ya sabes, habla con los de la editorial Ciengramos para publicar una recopilación DrJotesca.
Por mi parte, estoy leyendo ahora algo más prosaico y light: La Historia de España contada para escépticos, de Juan Eslava Galán.
Un abrazo