Elvis Presley y Richard Nixon

La delirante reunión secreta entre Elvis Presley y Richard Nixon ha sido desclasificada:

«[…] Cuenta la leyenda que Elvis estaba «colocado» por su adicción a las pastillas durante aquella reunión en la que arremetió contra las drogas. El Colt 45 se lo entregó a un asistente porque las armas están prohibidas en el Despacho Oval. Los trajes, los documentos, las cartas y la pistola forman parte de la exposición abierta hace unos dí­as en la Biblioteca Presidencial Richard Nixon en California. Entró con pantalones ajustados de terciopelo morado y el cinturón con su hebilla dorada. Le entregó un regalo que expresaba su espí­ritu pacificador: una pistola»

Geografí­as

Charco de Escher

Hay distancias sin tiempo. Desordenadas geografí­as personales perfiladas en la memoria. Pueblos imprecisos que están presentes ahora. Tus ojos se abandonan para mirar por la ventanilla de un coche caer la lluvia sin importancia sobre la brevedad del campo que queda atrás. Geografí­as confusas que forman parte de lo que uno fue, por dónde uno pasó. La luz de un dí­a de verano desnudo en el rí­o persiguiendo cabezorros. Charcos de agua furtiva y mutilada por el ansia de seguir su curso entre las rocas del monte donde os perdí­ais hasta la hora de comer. Guerras de agua en una casa derribada por las escavadoras y el viento. Oxí­geno que quema y mata en exceso, pero necesario como la uva para el vino. Bicicletas montadas desde la tarde, creciendo en la osadí­a de lo inexplorado, provincias a kilómetros de distancia atravesadas a todo correr hasta la puesta del sol, sobre terrones de tierra esférica. La fuente que saciaba la sed, donde veí­as beber a las niñas que mostraban con elegancia las primicias de su juventud. De qué caño beberás ahora tú. Salpicando con agua las faldas de mujeres que sonrí­en con picardí­a. Papiroflexia para crear flores inodoras como virutas de hojas petrificadas. Inútiles aquellos gestos para darle la mano a Caperucita, ignorado como las pipas rancias que no te terminaban de matar. Saltamontes en cajas de galletas con alitas de colores. Hojas caí­das sobre el pelo, trémulas en tus manos sucias se reuní­an las primeras briznas de luna y fuego verde. Los primeros excesos, la risa y el espejo del baño ya se han transformado en sombra. Sombras como la gancha del pobre nando, como los cardos de San Juan, las ranas del nacimiento, las allozas amargas del cerro y el brasero de ascuas candentes bajo la falda de la mesa camilla. La infancia es una región con nubes de cartón.

Ahora, frustrado cosmonauta, miras atrás los pliegues de un mapa amarillento que protege aquella provincia abandonada. Campo y campo, mientras pensabas en volver, mirando por la ventanilla el mundo crujiendo de frí­o. Hasta la fecha, has contado tantas noches con sus horas insólitas llenas de insomnio, que todaví­a no has aprendido nada. La ausencia de ciertas órbitas celestiales te embrutece. Cuando has visto la cama vací­a, has arrugado el tiempo con las manos, acordándote torpemente de esas perdidas dotes para la papiroflexia. Como un fardo para recoger aceitunas, has extendido este papel para recoger recuerdos pasados. Sé que hay gente que ha muerto buscando la felicidad sin encontrarla. Cuando alguien muere, el resto espera. El bruto deja secar sus plantas y deja en las ramas de los viejos olivos los frutos del amor y la locura para que se lo coman los mirlos. Un animal con un pájaro entre los dientes, es inocente. Pero el tiempo regala a la tierra hijos para redimirse, para terminar lo que ya ha empezado, para renovar las provincias descuidadas. Una fiesta de botellas vací­as anuncia que esta noche vendrán del sur los fantasmas del lavadero a aliviar esta fiebre con humos de adormidera. El cazador abandona la provincia para comprar el periódico de la mañana. Un café caliente recuerda al cazador que abandone la búsqueda. La trompeta que sonaba en los dí­as de verbena se marchita en el aire como un león sin colmillos. Como una planta con tallo de hueso, has clavado hoy los pies en el rí­o que se llevó casi todos tus naufragios. Hay dí­as que pertenecen a esa provincia enrarecida del olvido donde termina todo. Pertenecer es amar. Enraizando el rostro en el olvido, hay horas que nunca terminan. Dormitas como un animal enroscado en cuevas que escapan del control de sus caminos. Aún queda algo de honestidad, un par de zapatos nuevos y algo de decencia que siempre es necesario. Hay lugares en los que sus flechas no hieren. Hay cosas que no volverán y mil generaciones que esperan su hora para venir. El dolor es una pálida arista del deseo. Quién quiera que yo sea, es lo que hoy veréis… los pájaros lo saben.

Una provincia.
Una provincia por ti amada es la infancia.
¿Te acuerdas aún?,
aquellas fiestas con guirnaldas de máscaras
en penumbrosos parques,
en marismas con barcos.

¿Te acuerdas aún?,
de un tren lento entre luz azul y frontera,
de un libro otoño con cazadores,
de una noche en valle de miedo,
de un volverte a mirar la ciudad,
la ciudad que en tus sueños soñabas.

Nadie te puede arrebatar todo esto.
Nada terminó todaví­a.
De aquella provincia jamás
podrá expulsarte ningún ángel.

Juan Manuel Bonet

Siempre vuestro, Dr J.

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    [Imagen: Charco de M. C. Escher]
    [Maurits Cornelis Escher | Wikipedia]
     

Malandanzas y Sinsabores de Gallipavo Domí­nguez

RELATADOS DE FORMA DESLAVAZADA, INCONEXA Y RUIN
(Reseña numero uno. Nacencia y complexión primeras)

osuna 11

Yo, señores, nací­ en Osuna, con no poca dificultad, según eran ciertos los gritos que daba mi madre en tan crucial momento, y no gratuitos. No fueron blancas manos las que me prestaran acogimiento por primera vez, sino las recias de mi abuela, quien, siendo de profesión y afición remunerada, partera, y hallándose en la encrucijada de comprobar que no salí­a yo de las entrañas de mi madre en tiempo y forma, como el resto de los primates que en el orbe son, resolvió en meter y cogerme por la cabeza como pudo y tirar fuertemente, rasgando como a un cochino (con perdón) a la que me estaba dando el ser, hasta que asomé virtuosamente al mundo, primero la cabeza, como es menester en hombre de bien como yo, y luego todo me fue dado, y rápidamente, pues salió el resto de mi desmañado cuerpo como un balí­n escurridizo, con tan mala fortuna que mi abuela dejó que cayera, con verdadera mala praxis, como un cipotón de cabeza al no muy limpio suelo del dormitorio de mis padres. De ahí­ y de tan desmedido y furioso topetazo con la vida, vino que en adelante terceros maledicentes y enemigos mí­os imputaran las razones y causas de algunas de mis acciones, desdenes o simples añagazas a este besico inclemente, como quizás contaré más adelante.

Nací­ en Osuna, como antes decí­a, pero no en aquella noble ciudad, cristiana y santa como pocas, sino en Osuna nº 11, un edificio de doce plantas, hermano por el norte de Osuna nº 10, Osuna nº 9, Osuna nº 8 y los restantes, plantaciones hermosas de ladrillos baratos, cuya cornisa era adornada por el apellido de Don Nicolás, promotor de la ciudad, seguido del número de su criatura, progenie con la que crió a la suya propia muy dignamente y que fue pergeño y rudimento de su fortuna particular. De lo que habí­a al sur diré que se trataba de un erial manifiesto salpicado con diversas huertas y fondo de fechorí­as mí­as de juventud, que en otra ocasión, narraré, nada parecido al elegante bulevar, acostalado de bares de gordas tapas y terrazas dominicales, que hoy lo ocupa.

Mi madre no era mala, en el sentido estricto del término, pero no estaba bien de la cabeza, ésta es la verdad. A ello no ayudaba precisamente el hecho de que fuéramos hermanos de número seis, ni tampoco que mi padre, de la construcción, pasara las más de las horas en bares de lustroso railite y tercamente ocupado en ver su vaso, ora siempre lleno, ora siempre vací­o. El caso es que siendo yo el cuarto empezando por el principio, donde según informes de sabios dicen tiene su crí­a la semilla de la delincuencia, las atenciones que obtuve de ella fueron escasas, en ocasiones desabridas, y en otras, con apariencia y figura de pescozones. Pescozones también recibí­a, y a menudo, de los que me precedí­an, nombrados “hermanos† así­ en virtud de lo dispuesto por la Ley del Registro Civil, pero lejos su porte y actitud de lo habitualmente conocido por la clase media bajo tal denominación, porque, hermanos, entiendo yo, son aquellos que procediendo del mismo padre, o de la misma madre, o de ambos, comparten bajo el mismo techo alimento, retrete y ropa que, mientras y sucesivamente, va cubriendo los cuerpos y cubriéndose de bolillas, brillos y costras mantecosas, cuando no abiertamente de desgarros y agujeros, da calor y ahuyenta las vergüenzas, de mayor a menor. No fue el caso de mi casa, donde cada uno resultaba ser mostrenco en sus propias miserias, dueño de sus actos y de sus duros, y, en suma, unidad autónoma provista de dos patas y boca en continua búsqueda de sustento.

Importábame poco que entre las reprimendas de mi madre, se encontrara la consistente en que, cuando por causa nimia, alterábamos su condición de levitante crepitar psí­quico, sacándola de sus mismos quicios, nos cogiera fuertemente por la boca y, acercando la suya, nos escupiera dentro. Esto, que para muchos, podrí­a resultar abominable, a mí­ no me causaba pena alguna, pues no era su sabor caliente y meloso dentro de mi boca, lo que me inquietaba, sino, y mucho, sus ojos, pues eran los ojos de un enemigo que medita.

(Continuará)