RELATADOS DE FORMA DESLAVAZADA, INCONEXA Y RUIN
(Reseña numero uno. Nacencia y complexión primeras)

Yo, señores, nací en Osuna, con no poca dificultad, según eran ciertos los gritos que daba mi madre en tan crucial momento, y no gratuitos. No fueron blancas manos las que me prestaran acogimiento por primera vez, sino las recias de mi abuela, quien, siendo de profesión y afición remunerada, partera, y hallándose en la encrucijada de comprobar que no salía yo de las entrañas de mi madre en tiempo y forma, como el resto de los primates que en el orbe son, resolvió en meter y cogerme por la cabeza como pudo y tirar fuertemente, rasgando como a un cochino (con perdón) a la que me estaba dando el ser, hasta que asomé virtuosamente al mundo, primero la cabeza, como es menester en hombre de bien como yo, y luego todo me fue dado, y rápidamente, pues salió el resto de mi desmañado cuerpo como un balín escurridizo, con tan mala fortuna que mi abuela dejó que cayera, con verdadera mala praxis, como un cipotón de cabeza al no muy limpio suelo del dormitorio de mis padres. De ahí y de tan desmedido y furioso topetazo con la vida, vino que en adelante terceros maledicentes y enemigos míos imputaran las razones y causas de algunas de mis acciones, desdenes o simples añagazas a este besico inclemente, como quizás contaré más adelante.
Nací en Osuna, como antes decía, pero no en aquella noble ciudad, cristiana y santa como pocas, sino en Osuna nº 11, un edificio de doce plantas, hermano por el norte de Osuna nº 10, Osuna nº 9, Osuna nº 8 y los restantes, plantaciones hermosas de ladrillos baratos, cuya cornisa era adornada por el apellido de Don Nicolás, promotor de la ciudad, seguido del número de su criatura, progenie con la que crió a la suya propia muy dignamente y que fue pergeño y rudimento de su fortuna particular. De lo que había al sur diré que se trataba de un erial manifiesto salpicado con diversas huertas y fondo de fechorías mías de juventud, que en otra ocasión, narraré, nada parecido al elegante bulevar, acostalado de bares de gordas tapas y terrazas dominicales, que hoy lo ocupa.
Mi madre no era mala, en el sentido estricto del término, pero no estaba bien de la cabeza, ésta es la verdad. A ello no ayudaba precisamente el hecho de que fuéramos hermanos de número seis, ni tampoco que mi padre, de la construcción, pasara las más de las horas en bares de lustroso railite y tercamente ocupado en ver su vaso, ora siempre lleno, ora siempre vacío. El caso es que siendo yo el cuarto empezando por el principio, donde según informes de sabios dicen tiene su cría la semilla de la delincuencia, las atenciones que obtuve de ella fueron escasas, en ocasiones desabridas, y en otras, con apariencia y figura de pescozones. Pescozones también recibía, y a menudo, de los que me precedían, nombrados “hermanos† así en virtud de lo dispuesto por la Ley del Registro Civil, pero lejos su porte y actitud de lo habitualmente conocido por la clase media bajo tal denominación, porque, hermanos, entiendo yo, son aquellos que procediendo del mismo padre, o de la misma madre, o de ambos, comparten bajo el mismo techo alimento, retrete y ropa que, mientras y sucesivamente, va cubriendo los cuerpos y cubriéndose de bolillas, brillos y costras mantecosas, cuando no abiertamente de desgarros y agujeros, da calor y ahuyenta las vergüenzas, de mayor a menor. No fue el caso de mi casa, donde cada uno resultaba ser mostrenco en sus propias miserias, dueño de sus actos y de sus duros, y, en suma, unidad autónoma provista de dos patas y boca en continua búsqueda de sustento.
Importábame poco que entre las reprimendas de mi madre, se encontrara la consistente en que, cuando por causa nimia, alterábamos su condición de levitante crepitar psíquico, sacándola de sus mismos quicios, nos cogiera fuertemente por la boca y, acercando la suya, nos escupiera dentro. Esto, que para muchos, podría resultar abominable, a mí no me causaba pena alguna, pues no era su sabor caliente y meloso dentro de mi boca, lo que me inquietaba, sino, y mucho, sus ojos, pues eran los ojos de un enemigo que medita.
(Continuará)