Diez de la mañana de primeros de julio. Un joven yace en el asfalto del camino de ronda. Su moto está destrozada a unos metros. Ha roto en su larga caída varios espejos retrovisores y un par de faros. Parece que se mueve. Intenta incorporarse. Aturdido se vuelve a tumbar. Respira y reconoce el dolor de su pierna izquierda y su costado derecho. Se reincorpora y abraza su pierna dañada y torcida. Ha crujido. Está rota. Se retira el casco, porque a veces la desobediencia sana. Así ve mejor el cielo, respira más hondo, sabe que está aún vivo, siente más dolor en sus costillas, pero no grita, solo espera y abraza su pierna deformada por el impacto… se acercan personas, alguien grita, alguien se tapa la vista con la palma de la mano y alguien trata de despertar con su móvil el ruido de unas sirenas. Todo ha sido muy rápido, aceleró para no chocar con un coche que cruzaba, la velocidad y la ley de la gravedad hicieron el resto. Una mujer estremecida de mediana edad lo ha visto todo, se agarra al brazo de su acompañante. Quiere gritar y no puede. Quiere gritar, pero aprieta con fuerza el brazo que la sostiene. Cuando vemos lo que acontece, nuestra mente da un rodeo por el tamiz de la conciencia y lo aprendido, y lo visto es sólo lo reconocido. La mujer aprieta, ha reconocido un accidente. El hombre le da la mano, la tranquiliza, no lo sabe pero imagina que alguien llamará a la ambulancia. Pronto lo atenderán, cálmate. La angustia es engañada porque alguien le ha dicho que pronto todo estará controlado. El orden sosiega el delirio del cuerpo. Su cuerpo se relajó cuando vio al joven moverse. Pero aún seguía en ella esa impaciencia del corazón por huir del dolor de la carne ajena. Un jubilado deja el marca en el sobaco y se acerca a unos cinco metros prudenciales, donde poder ver el rastro de cristales rotos y sangre sin complicarse demasiado. Alza la vista y mira el reloj, con este tráfico el cero tardará un rato. Si es que van como locos… menos mal que llevaba el casco. Un joven se acerca al accidentado, lo intenta sosegar, le dice que no se quite el casco, que no se mueva, pero no siempre los consejos son bien escuchados. Tras unos minutos, donde los segundos son demonios enjaulados, llega la asistencia sanitaria. Nadie es inocente ante la realidad de lo que acontece. Lo real acontece más allá de los moldes de nuestro pensamiento, más allá de las ideas concebidas de la verdad. El instante es un campo abierto.
Al llegar al hospital el personal ocupa su sitio y en unas horas está estabilizado en la UCI. El dolor a veces es infinito, pero la sedación permite observar con los ojos abiertos la reconstrucción de unos huesos rotos, el drenaje de unos pulmones encharcados y la sonrisa del que te dice que todo irá bien. Tras una semana sube a planta. Tiene barba de quince días y está más delgado. El balance ha sido de once costillas rotas con hemoneumotorax, fémur roto y fractura de pubis. Pero estable. Consciente de su dolor y de su suerte. Ahora reconoce el valor de los besos dados a M, el calor de toda su familia, la presencia de sus amigos, los conciertos de la alondra. Ahora se siente agradecido, más ligero de equipaje, sosteniendo entre sus manos lo que más importa… y un orinal de boca ancha. Creo que el dolor sufrido ha prolongado el infinito, y la mente atemporal se ha ceñido a su sólido cuerpo herido. Hoy le he visto emocionado y con una sonrisa sincera y satisfecha. No hay voluntad en los gestos, pero es real aquello que acontece.
“Hay dos clases de piedad. Una, débil y sentimental, que en realidad sólo es impaciencia del corazón por librarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena. Y la otra es la compasión desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá.†
La impaciencia del corazón. Stefan Zweig (Viena, 1881- Petrópolis, 1942)
P.D.- Dedicado a A., por su pronta recuperación.
Siempre vuestro, Dr J. (11 julio 2007)