La Ciudad de las Columnas

La Ciudad de las ColumnasEl cielo estaba nublado por los vientos del Atlántico. A vista de pájaro la ciudad de la Habana se antoja extensa como una mancha de cera derretida. Estaba atardeciendo cuando decimos ir a cenar a La Torre, un restaurante situado en la última planta de un pequeño rascacielos. La Habana estaba iluminada por mil lucecitas. En Cuba la luz no se va, sino que viene a veces, y esa noche las farolas iluminaban la ciudad perfilando el lí­mite del océano. Tras la cena nos zambullimos en la noche cubana. El taxi era un moskovy ruso de los años setenta, con un hueco en el suelo por donde se veí­a las pisadas sobre el asfalto. Pero habí­a buicks y algún cadillac. Los coches no pueden venderse ni comprarse, se heredan. Las piezas para su reparación sólo existen en esta ciudad que se perpetúa a través de sus moldes. El Gato Tuerto fue la primera estación. Un mojito escuchando boleros en la voz rota de una vieja mulata. De ahí­ al delirio habanero. Las jineteras se acercaban sinuosas, ofreciendo sin remilgos los secretos de su intimidad erótica. Se sucedí­an en su asedio, unos cuantos pesos bastaban para detener la batalla, una habitación alquilada en una casa sin puertas era el tálamo, antes de que la corneta del cazador sonase para romper la noche. Con sabor a Ron y salsa llegó el amanecer. Por la mañana merecí­a la pena recorrer la ciudad. Siguiendo el rumor de los bares que frecuentó Hemingway, tomamos un daiquiri en la Floridita, un mojito entre los grafitos de la Bodeguita de en medio. Desde la Terraza de Ambos Mundos, la catedral que imaginó Borromoni sobresalí­a con su baño de tejas. Las calles de una arquitectura imperfecta, huí­an de los vientos y buscaban la sombra. La gente se refrescaba en los portales de esta Habana vieja, conversando con pausa de las cosas que tiene la vida. En la plaza de adoquines de madera, compré un libro de Carpentier («La ciudad de las columnas») que me sirvió de tergiversada guí­a. Recorrí­ así­ de nuevo las calles, fijándome en sus columnas, sus rejas y sus medio puntos. Las columnas sostení­an un barroquismo decadente, columnas de mil estilos que sustentaban aún los soportales de una ciudad que se cae a pedazos. Los balcones mostraban sus grietas como una boca mellada que sonrí­e, donde se asomaban las mujeres recién bañadas a escudriñar las calles. Los hombres en los zaguanes, guardaban la confianza de sus patios interiores. Las rejas no protegí­an de la luz, sino que disimulaban lo que no se esconde. Los medio puntos, eran acuarelas de cristales multicolores, que moldeaban la fuerza abrasadora del sol caribeño. Vestí­an al sol de verde, de azul, de naranja, para que entrase en las casas sin alterar sus silencios. La ciudad de la Habana es la muestra de una arquitectura andaluza, morisca, barroca. Es una mezcla de estilos, con casas increí­bles, testigos de lo que un dí­a fue la perla del caribe. Una ciudad abierta al mar por el Morro, con sus cañones apagados, que los españoles dejaron olvidados hace tanto tiempo. Un mar contenido por una muralla de siete kilómetros que forma el malecón. En este balcón del mar rompen las olas mientras los niños se bañan en las pozas de las piedras. Un hombre pesca y otro toca la trompeta con la mirada perdida en los barcos que tal vez no regresen nunca. Me fumé un puro en el malecón como despedida. Pensando en las cosas que dejé tan lejos, en el amor que se estrella como una ola contra la roca, me imaginé pirata de siete mares. Los bucaneros amaban esta isla. El tiempo ha dejado sus calles desconchadas y lo que fue ya nunca será. Un aire de inconformismo soplaba en el ambiente. Esto fue el fin de semana antes de que la televisión nacional comunicara que al Comandante se le habí­an roto las tripas. Ahora nuevos bucaneros se preparan para el abordaje. Me temo que la Habana está a punto de cambiar y que el último reducto del comunismo agoniza, se desangra por sus calles como el viejo comandante se desangra por dentro. Espero que el mar vuelva a limpiar esta ciudad de luces, barroca y decadente que está cansada de ser el sueño que fue.

Alejo Carpentier amó y dibujó la habana con sus palabras. Fue el inspirador del llamado Realismo mágico, aunque más bien se trata de un realismo mí­tico. Nació el 26 de diciembre de 1904, en La Habana (Cuba). Fue estudiante de arquitectura, pero el arte de la escritura lo alejó pronto de los pasos de su padre. Se inició en los estudios musicales con su madre, desarrollando una intensa vocación musical. Fue periodista y participó en movimientos polí­ticos izquierdistas. Fue encarcelado y con su puesta en libertad se exilió en Francia. Regresó a Cuba donde trabajó en la radio y llevó a cabo importantes investigaciones sobre la música popular cubana. Visitó México y Haití­ donde se interesó por las revueltas de los esclavos del siglo XVIII. Se trasladó a Caracas en 1945 y no regresó a Cuba hasta 1956, año en el que se produjo el triunfo de la Revolución Castrista. Trabajó en varios cargos diplomáticos para el gobierno revolucionario. Falleció el 25 de abril de 1980 en Parí­s. De sus obras me permito recomendaros «Los Pasos Perdidos», el viaje de un músico cubano por el amazonas que revisa la historia latinoamericana, pero no sólo refleja esta realidad imaginaria, sino que la interpreta.

De aquellos obligados caminares por La Habana Vieja me quedó una siempre renovada emoción al contemplar, de años en años, sus casas antiguas, sus rejas andaluzas, puertas claveteadas, pórticos barrocos, portafaroles, guardacantones y guardavecinos… Muchas páginas he escrito desde mi adolescencia acerca de La Habana Vieja ‘de intramuros’, con sus calles eternamente abocadas al mar, completadas en su panorama por un velamen, la proa de una balandra, la quilla de un buque, se hace ciudad de misterios, de nocturnidad, de cuchicheo detrás de persianas, de invitaciones al viaje que, con solo cruzarse el puerto, puede conducir a las suntuosas coreografí­as de una iniciación mágica, a un encuentro fortuito con gente de otras latitudes que remozan en pleno trópico, la literatura del anhelo de evasión y del muelle de las brumas…»

Alejo Carpentier, un hombre de su tiempo

P.D.- Sirva de pequeño regalo a mi hermano por su veintisiete cumpleaños. Gracias por todo, $VM$.

Siempre vuestro, Dr J.

4 Comments

  1. Cagon la puta, qué evidia, con las ganas que tengo de ver un atardecer en el Malecón,… Bueno, a ver si para el año que viene se puede hacer y, si no, pues cuando se pueda. Lo malo es que, como bien apunta nuestro querido Dr. J, es probable que para cuando un servidor visite la Isla ya hayan puesto allí­ un McDonald´s o un parque de la Warner… Esperemos que no, porque entonces no será lo mismo. No. No lo será.
    Saludos, Dr. J.

  2. Excelente post, como siempre. Lo que no queda claro es si conociste mujer o no en la Habana. Mejor no lo digas si fue contraprecio.

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